De nada valieron las declaraciones en su contra de al menos dos ex compañeros de estudio, desatendidas por una investigación del FBI, según sus críticos tan corta como selectiva y omisa; ni su evidente partidarismo; ni que la American Bar Association reconsiderara apoyarlo debido a sus problemas “de temperamento”; ni que Paul Stevens, un ex juez de la Corte Suprema, declarara que el candidato no debía llegar a esa instancia después de su actuación en una audiencia del Comité Judicial del Senado. De nada, en fin, el perjurio.
Concluida la jornada, ocurrió lo que muchos esperaban: Brett Kavanaugh es el noveno juez de esa Corte, aprobado por un Senado de mayoría republicana en medio de acusaciones de abuso sexual, protestas callejeras, gritos de mujeres dentro del propio recinto y llamados a restablecer el orden en la sala.
Esta ha sido una lucha entre dos segmentos de la clase política culminada con una votación 50-48, según historiadores del Congreso, la más cerrada desde 1881, cuando el Senado confirmó a Stanley Matthews, nominado por el presidente James A. Garfield. Y sobre todo expresión de una sociedad dividida, escindida, atomizada, que muchas veces parece haber perdido el fiel de la balanza para sustituirlo por la emoción, algo que por cierto ocurrió con el tema de la esclavitud durante la época histórica que condujo a la Guerra Civil (1861-1964), la gran unificadora del país a golpes de fuego y sangre.
Con ello el presidente Trump y sus huestes se han alzado con una importante victoria. Su impacto inmediato se encamina a energizar a sus bases en un panorama caracterizado por la implementación de su agenda electoral –digamos nuevos tratados comerciales con México y Canadá y, en lo interno, por una tasa de desempleo de 3,7 por ciento, la más baja desde 1969.
Pero también podría constituir un factor movilizativo, una victoria pírrica para el partido de gobierno y terminar funcionando como un boomerang ante las elecciones de medio término, ya al alcance de la mano, el próximo 6 de noviembre.
El líder de la minoría del Senado, Charles E. Schumer (D- NY) lo ha dicho en representación del otro lado de la Fuerza: “Para los estadounidenses, los millones que están ofendidos por lo que pasó aquí, solo hay una respuesta: ¡voten!”, apelación dirigida a sus bases históricas, no solo de afroamericanos, latinos y trabajadores, sino también de mujeres, aunque se sepa de antemano que estas no constituyan una masa monolítica incluso en un contexto donde el Movimiento #Me Too, con esa fuerza más –pero hoy derrotado–, ha devenido uno de los fenómenos sociopolíticos y culturales más interesantes en la historia reciente de la Unión.
Kavanaugh será, sin dudas, un componente importante del legado del presidente más atípico, extravagante y políticamente incorrecto en más de doscientos años de historia de Estados Unidos: un (otro) timonazo a la derecha ante la jubilación del moderado Anthony Kennedy, el hombre del swing vote.
Se trata del segundo juez conservador que Trump ha logrado elevar a la más alta magistratura en tiempo récord y, por lo mismo, con un impacto específico sobre temas centrales como el aborto (Roe v. Wade), el control de armas, el matrimonio igualitario, la salud y las cuestiones raciales.
Pero sobre todo en materia de poderes ejecutivos a partir de enfatizar los límites de otras ramas del gobierno a la hora de investigar o juzgar al presidente, una de las claves no suficientemente subrayadas de su nombramiento en medio de un mar de eticidad y pasiones, aun cuando existe una investigación en curso sobre la interferencia rusa en las elecciones presidenciales de 2016 y de sus posibles nexos con ejecutivos de la campaña e incluso con el presidente mismo.
Habemus Kavanaugh –aunque esta vez del Capitolio no haya salido humo blanco sino negro.
La cuenta es ahora regresiva.