El Título 42 fue una herramienta de la Administración Trump. Esgrimir temas de salud pública —en este caso, la pandemia de COVID-19— le permitió virar atrás a inmigrantes que querían ingresar a Estados Unidos por la frontera sur sin darles la oportunidad de pedir asilo. Desde marzo de 2020, cuando entró en funcionamiento, hasta el 11 de mayo de 2022, casi 3 millones de inmigrantes indocumentados fueron expulsados del país.
El anuncio de su fin días atrás generó expectativas en dependencia del lado del pasillo donde se colocara el emisor/receptor. Durante los días previos, la frontera estaba reportando alrededor de 10 mil encuentros diarios con inmigrantes indocumentados que buscaban desesperadamente ingresar a territorio estadounidense.
De este lado, muchos esperaban que esos números reventaran. Pero la temida avalancha no ocurrió. El secretario de Seguridad Nacional, Alejandro Mayorkas, advirtió desde temprano una caída en el número de encuentros; no sin ciertas prevenciones.
“Es demasiado pronto”, dijo el domingo pasado en State of the Union de CNN, “pero los números que hemos visto durante los últimos dos días están notablemente por debajo de donde estaban antes del final del Título 42”.
El lunes siguiente Blas Núñez-Neto, subsecretario del Departamento de Seguridad Nacional (DHS), dio a conocer que desde la expiración del Título 42, Estados Unidos había enviado de regreso a México aproximadamente a 2 400 personas, incluidos cubanos, nicaragüenses y venezolanos… Añadió entonces las razones específicas que contribuían a explicarlo: “Durante los últimos días, hemos visto a México y Guatemala desplegar gran cantidad de personal militar y policial en sus fronteras del sur”. Panamá y Colombia, subrayó, también estaban “realizando un esfuerzo conjunto sin precedentes para atacar a las redes de contrabando que operan en la zona”.
Más tarde, el pasado fin de semana, agentes de la Patrulla Fronteriza reportaron 14 752 detenciones en la frontera sur, una caída del 45 % respecto al mismo período de la semana anterior, según el jefe de la Patrulla Fronteriza de Estados Unidos, Raúl Ortiz.
“Atribuimos esa reducción en los encuentros a las nuevas consecuencias que existen en la frontera bajo el procesamiento del Título 8”, dijo por su parte Blas Nuñez-Neto, subsecretario de política fronteriza e inmigración del Departamento de Seguridad Nacional.
Aludía así a las causas internas, y en específico al Título 8, que permite descalificar a las personas que no hayan solicitado asilo primero en los países por donde pasaron para llegar a la frontera u obtenido una cita a través de una aplicación de inmigración de Estados Unidos conocida como CBP One.
El funcionario fue claro: ahora las personas que crucen la frontera de manera irregular enfrentarán “consecuencias más duras, incluida una prohibición mínima de cinco años para volver a ingresar y la posibilidad de ser procesadas penalmente si lo intentan de nuevo”, movida que los grupos de derechos humanos criticaron señalando que los solicitantes de asilo enfrentan peligros y discriminación en las ciudades fronterizas mexicanas.
Washington, por su parte, implementó en enero de este año el programa parole para haitianos, cubanos, nicaragüenses y venezolanos, que ha dado resultados al detener el aluvión de ciudadanos de esas nacionalidades.
Cubanos en tiempos de “parol”: la nueva experiencia migratoria insular
El pasado 27 de abril el Departamento de Seguridad Nacional anunció que abriría centros regionales de procesamiento en Guatemala y Colombia a fin de “reducir la migración irregular y facilitar vías seguras, ordenadas, humanas y legales desde las Américas” hacia países como Estados Unidos, Canadá y España.
Se estaba poniendo en marcha un paquete de medidas para tratar de colocar bajo control uno de los puntos más divisivos en la política y la sociedad estadounidenses de hoy.
II
La inmigración fronteriza tiene, por definición, rostros tercermundistas y en particular latinoamericanos. Se sabe que Estados Unidos ha tenido una relación históricamente paranoica con los inmigrantes, en la que se han combinado y aun combinan sin distinción sentimientos de atracción y repulsión. Se trata de una dinámica que puede manifestarse en un sentido u otro en función de coyunturas, contextos y políticas; pero, en todo caso, con efectos ideoculturales derivados del discurso político, el principal encargado de asumirla o demonizarla.
Sobre esta última (la demonización), se montan narrativas nativistas que criminalizan a actores que funcionan como chivos expiatorios en términos de inmigración: los mexicanos. Nada nuevo. Básicamente, lo mismo que ocurrió en el siglo XIX con irlandeses, italianos, chinos…
“Cuando México envía a su gente, no está enviando lo mejor. […] Están enviando gente que tiene muchos problemas, y nos traen esos problemas. Están trayendo drogas. Están trayendo el crimen, son violadores. Y algunos, supongo, son buenas personas”, sentenció Donald Trump durante su campaña presidencial.
No son, en efecto, declaraciones que se difuminan en el éter, toda vez que suelen tener un efecto social inmediato al identificar una amenaza externa para la vida cotidiana de los ciudadanos, y que se revierte a menudo en actos violentos y/o intentos de ejercer la violencia contra cualquier sospechoso de ser un “inmigrante carmelita”.
Digamos que una investigación del Public Policy Institute of California sobre las cárceles de ese estado reveló que los inmigrantes mexicanos están subrepresentados en el sistema penitenciario. O que más del 80 % de los residentes de El Paso, Texas, son hispanos, la gran mayoría de origen mexicano. Y que esta localidad tiene una de las proporciones más altas de inmigrantes entre las ciudades de los Estados Unidos, muchos indocumentados.
Si el mantra de Trump y sus subrogantes fuera cierto, El Paso debería ser un auténtico nido de violencia. Sin embargo, en sentido inverso, estamos hablando de una de las ciudades más seguras de los Estados Unidos con una tasa de homicidios de solo 2,4 por cada 100 mil habitantes, cifra solo comparable a las de San Diego, Chula Vista y Mesa (Arizona) —que, por cierto, también tienen grandes porcentajes de población mexicana.
Pero hay por lo menos otros dos mitos acompañantes: el primero, que los inmigrantes indocumentados les quitan el trabajo a los estadounidenses, idea una y otra vez desafiada por fuentes no partidistas como el Pew Research Center y el Departamento de Trabajo de Estados Unidos, quienes subrayan el hecho de que son imprescindibles para la economía, en particular para actividades como la agricultura.
De acuerdo con el Departamento de Trabajo de Estados Unidos, de los 2,5 millones de trabajadores agrícolas que hay en el país, más de la mitad (53 %) son inmigrantes ilegales. (Los productores y los sindicatos calculan esta cifra en un 70 %).
Además, según el Departamento de Agricultura, “alrededor de la mitad de los trabajadores contratados en la agricultura no estaban autorizados, y la gran mayoría de estos trabajadores procedían de México”. También ha advertido que “cualquier posible reforma migratoria podría tener un impacto significativo sobre la industria de frutas y verduras de Estados Unidos”.
Desde la perspectiva de la Federación Nacional de Productores de Leche, los precios minoristas de este producto aumentarían un 61 % si se eliminara la mano de obra inmigrante. “La realidad es que si deportáramos a un número sustancial de trabajadores agrícolas indocumentados, habría una tremenda escasez de mano de obra”.
Y la Contralora de Texas, la republicana Susan Combs, reconoció una vez una verdad como un templo: “Sin la población indocumentada, la fuerza laboral de Texas disminuiría en un 6,3 %” y el producto bruto estatal del estado disminuiría en un 2,1 %.
Finalmente, hay un tercero: la afectación a los servicios sociales y la asistencia social. Pero de acuerdo con la Oficina de Presupuesto del Congreso, “durante las últimas dos décadas, la mayoría de los esfuerzos para estimar el impacto fiscal de la inmigración en Estados Unidos han concluido que, en conjunto y a largo plazo, los ingresos fiscales generados por los inmigrantes, tanto legales como indocumentados, superan el costo de los servicios que utilizan”. Los trabajadores indocumentados aportan cerca del 10 % del Fondo del Seguro Social.
Al final del día, los inmigrantes son imprescindibles para el funcionamiento de la producción y los servicios. Pero los ideologemas funcionan así. Vuelan como un ave negra por encima de todo, incluso de la experiencia sensible.