Con su testimonio ante el Comité de Inteligencia del Senado (CIS), James Comey le ha propinado un segundo jab en el mentón a Donald Trump, y esta vez lo ha tirado a la lona. Si el presidente no estaba bajo pesquisa, ahora lo ha puesto bajo el radar de Robert Mueller, quien ya está investigando, según acaba de dar a conocer The Washington Post, posible obstrucción de la justicia.
Mueller ha seleccionado a un equipo brillante y con probadas credenciales de profesionalismo, gente que trabajó en casos y cosas tan grandes como Watergate o el escándalo de la corporación Enron. Preet Bharara, extrañamente despedido por Trump después de haberle reafirmado su permanencia como fiscal del distrito sur de la Gran Manzana, lo ha dicho como ninguno: “Bob Mueller está reclutando los profesionales más inteligentes y experimentados con un largo historial de independencia y excelencia”.
La Casa Blanca y el propio Trump han acusado a Comey, de hecho, de perjurio. Intento fallido. Primero, el ex jefe del FBI salió del Congreso con un aura previamente reconocida por Andrew McCabe, el segundo al mando del FBI, durante su comparecencia en el CIS, lo cual echó por tierra uno de los argumentos oficiales para su democión: “Tengo al director Comey en la más alta estima. Y el más alto respeto por sus considerables habilidades y por su integridad. La mayoría, la vasta mayoría de los empleados del FBI, tienen una profunda y positiva conexión con el director Comey”.
Incluso, ninguno de los republicanos que allí lo interrogaron se detuvo a cuestionarlo. Ni Marco Rubio con su mala pala, ni James Rich con su malabarismo semántico sobre la expresión I hope; como si no se supiera que las palabras validan su sentido último en el contexto donde se pronuncian, porque ese “espero que” de Trump constituía una orden para que Comey dejara a un lado la investigación sobre Michael Flynn y los cuadros de la balalaika. Trump se lo dijo a Comey después que hizo salir de la Oficina Oval a varios miembros de su gabinete.
Y Comey no es ningún tonto. Durante los nueve contactos con el presidente (tres en persona, seis por teléfono) se fue asegurando de compartir sus memos con colegas del FBI, eso que en las cortes se conoce como testigos. Serán, sin dudas, citados en momento determinado del proceso. Estaban ahí en la sala.
A continuación, un elemento fuera del ámbito estrictamente legal, pero importante: el hombre que exclama, sin guion previo y como saliéndole del alma, “Lordy, I hope there are tapes”, está convencido por completo de cómo ocurrió. Tiene el entrenamiento para eso, y más. Al terminar cada uno de los encuentros, se enganchaba a su laptop para no olvidar ni una sola de las palabras que había escuchado en su enfrentamiento en solitario con el presidente de la primera potencia del mundo.
La estrategia de Trump es clara: tu palabra contra la mía, escoltada por su –aludida– voluntad de testificar 100 por ciento bajo juramento. Y mantener en suspenso si tiene o no las grabaciones de las conversaciones con Comey, idea sugerida en otro de sus inefables tuits. Esta estrategia puede resultar efectiva en el corto o el mediano plazo, pero tiene, al menos, dos problemas.
Primero, no garantiza que en un testimonio futuro ante ese mismo CIS alguno(s) de sus subrogante(s), bajo presión o de manera espontánea, lo tire ladera abajo como una bola de nieve, lo cual le añadiría una raya más al tigre, mucho más en el escenario de un trumpismo atravesado por disensiones internas, renuncias y despidos.
Ahora mismo hay diez trumpistas marcados por sus reales o posibles conexiones con los rusos, del mundo de los negocios a la inteligencia. Y no hay lealtad infinita posible cuando un incondicional como Jeff Sessions amagó con renunciar ante los –siempre– variables criterios de su jefe. Este ahora cuestiona por “políticamente correcta” la “versión aguada” del Muslim / travel ban del Departamento de Justicia; y también que su Fiscal General se haya autoexcluido de la investigación sobre la campaña y los rusos, decisión que, según Trump, condujo a la designación de Mueller como consejero especial de la investigación. En realidad un gol para James Comey, que supera a su contrincante en inteligencia y conocimiento de las complejidades de la política y los entramados burocráticos en Washington DC.
Segundo, si esas grabaciones están ahí –lo que está por verse–, podrían ser filtradas en el futuro por algún integrante de su anillo interior, en caso de que no hayan sido eliminadas. (Se maneja en ciertos corrillos que de aquí para atrás han filtrado a los medios Steve Bannon, Jared Kuschner, Reince Priebus et al en medio de las luchas por obtener la aprobación y el favor del presidente). Pero si esto fuera así, estaríamos hablando de una felonía llamada destrucción de evidencia –a contrapelo de Watergate y del escándalo Clinton / Lewinsky, no ha aparecido la pistola humeante. “Quizás les diga algo sobre eso en un futuro muy cercano”, le respondió Trump a la prensa al lado del presidente de Rumania. Ya se las acaban de pedir desde el Comité de Inteligencia de la Cámara. La administración tiene dos semanas para entregarlas, si existen.
Si no, el costo consistiría en lo que se sabe de antemano. A pesar de la anfibología y el jueguito, sería el mismo de anunciar sin respaldo factual alguno, en otro de sus alucinantes tuits, que durante la campaña el presidente Obama lo había espiado en su torre neoyorquina. James Comey lo desautorizó dos veces, primero al solicitarle al Departamento de Justicia desestimar la acusación por falta de pruebas, y después por decir lo mismo ante una audiencia del Comité de Inteligencia de la Cámara. Ese fue el inicio de su caída libre. Lo hizo quedar en ridículo. Y, de nuevo, como Pinocho. Imperdonable.
Desde lo legal, la situación no favorece a Trump, por lo menos hasta ahora. Carece de un equipo altamente calificado de abogados que lo respalden. Varias prestigiosas firmas –Williams & Connolly, Gibson, Dunn & Crutcher, Kirkland & Ellis…– declinaron representarlo acudiendo a un abanico de argumentos que van de juicios venideros en los que ya están involucradas hasta conflictos de intereses. Uno de esos abogados declaró lo siguiente al periodista Michael Isikoff, de Yahoo News: “Las preocupaciones consisten en que el tipo no va a pagar, y tampoco escuchar”. Y en otra cosa más: seguramente en medio del proceso haría declaraciones públicas y enviaría esos tuits que le han funcionado como el clásico tiro en el pie.
Por eso no hubo más opción que recurrir a Marc Kasowitz, un neoyorquino especializado en litigios comerciales, seguros, propiedad intelectual y bancarrotas, conectado de larga data con el presidente y su familia, pero carente del expertise necesario en estos complicados menesteres. Muchos consideran la movida “completamente demencial”. “Lo peor que puede hacerse aquí es usar el cuchillo de un carnicero en lugar del escalpelo de un cirujano”, dijo el abogado Robert S. Bennet, que representó a Bill Clinton durante el affaire con Paula Jones.
Por eso también, Kasowitz entró al Club Nacional de la Prensa con el pie equivocado. Primero anunciando una victoria a todas luces prematura –Comey había declarado que el presidente no estaba bajo investigación–, no sin antes exhibirse por el lobby del Hotel Trump, en el DC, caja de habanos en ristre: “¡Ganamos!… Está claro. Trump no hizo nada malo”. Después por la secuencia de los hechos alegados, desmontada enseguida por los sabuesos de la prensa. Y algo tal vez más importante: la idea de procesar a Comey por filtrar información a The New York Times tiene escasísimas posibilidades de prosperar, por no decir ninguna. Porque no se trata de un material que comprometa la seguridad nacional, y el presidente había decidido renunciar de antemano a su privilegio ejecutivo. Comey ya no es un funcionario federal, sino un ciudadano privado. Lo subestiman: como si no se hubiera asesorado bien antes de confesar en esa audiencia pública que lo había hecho mediante su amigo Daniel Richman, casualmente profesor de leyes en la Universidad de Columbia.
Con el contragolpe se está presenciando la naturaleza misma del trumpismo. Devolver el jab y tratar de aplastar al contrario. Subir la parada y colocar el foco sobre otro tema. En ello consiste, entre otras cosas, the art of the deal. La estrategia puede funcionar en el mundo de los negocios, pero en el de la política y las instituciones resulta bastante más complicado.
Las piezas ya están sobre el tablero, e irán moviéndose al ritmo de los acontecimientos. Obviamente, el objetivo es el mate. Para empezar, los cazadores no necesitan ver al Gran Oso Blanco parapetado detrás del árbol: basta con rastrear en la nieve las huellas de quienes lo llevaron ahí.
Y no van a parar hasta encontrarlo –aunque tome tiempo.