Hubo un tiempo en que usaba pañoleta azul y uniforme. Hubo un tiempo en que asistía a una pequeña escuela construida en la orilla del mar; una escuela desgastada por el tiempo y recuperada en otro sitio seguro de Guanabo. Un espacio del que solo queda la herrumbre de los techos que resisten el paso del tiempo como huellas de los pasillos del segundo piso por donde corrimos. Los mismos pasillos desde los cuales vi la primera de muchas cigarretas, como se le conocía en Cuba a las embarcaciones que llegaban a buscar familiares o desconocidos por un precio acordado con sus parientes en Estados Unidos.
La idea del mar como punto de partida vendría después. No asociada al lujoso “yatecito” que desembarcó en la Rotonda de Guanabo a la hora de la merienda, sino a las alturas de un sexto grado donde podías presenciar, de manera totalmente gratuita, el espectáculo peor reseñado y más doloroso del mundo: los balseros. Y el mar se me antojó un espacio horrible cuando descubrí que el cuarto “misterioso” sellado durante meses en casa de mis primas no era sino el lugar en que mi tío construía un balsa para marcharse de Cuba. Y ya aquellos días en la playa donde veía cualquier tipo de aparato lanzarse al mar dejaron de parecerme rarezas y comenzaron a generar la constante pregunta sobre el otro lado.
La obsesión con ganarle al terco horizonte vino después. Comenzó cuando las conversaciones terminaban reseñando la suerte que corrió el que se fue; ya no en aquellas balsas de los noventa, sino en los seguros aviones de los dos mil; de los estudiantes ausentes, de los amigos… y “Mayami” se me antojó el pedazo de tierra que había que descocerle a los Estados Unidos para acercarla a la isla. Pero el horizonte impedía el reencuentro. El mar, impacible, seguía separando por noventa millas a familias y amigos.
La “otra” orilla resultó prosaica y aburrida, pletórica de turistas paseando en buses de dos plantas y bikinis y comercios locales ajenos. Pero alguien comprendió el dolor que quería encontrar en las aguas de este lado y me llevó al sitio que difumina diferencias, que regocija y da paz al espíritu; el espacio de la Virgen de la Caridad; la Ermita construida como lugar de peregrinaje para aquellos que, alejados de nuestro Cobre santiaguero, necesitan reposo y confianza.
Y allí me reencontré con el mar triste que acogió a mi tío en los noventa. En uno de los pocos sitios donde sudas como en La Habana; donde el aire está libre de cualquier olor a perfume-crema-desodrante-ropa limpia sentí que el rito de imaginar la otra orilla se repetía. Desde acá, el mar, desconocedor de cualquier ideología, continuaba ganándole la partida a la añoranza.
Especial de La Polémica Digital
Precioso trabajo. Felicito a la autora.
Nos recuerda que despues de todo y a pesar de donde estamos Cuba se extragna
que bonita eres elaine