El pasado 15 de abril, el Supremo Tribunal Federal (STF) brasileño votó nuevamente sobre el caso del expresidente populista Luiz Inácio Lula Da Silva y reafirmó la anulación de las condenas por corrupción pasiva y lavado de dinero, sentenciadas en 2017 por el entonces Juez Federal Sergio Moro.
La declaración final, después de una votación de 8 a 3, alegó falta de jurisdicción por parte del 13o Tribunal de Curitiba (Paraná), donde el caso fue investigado durante años como parte de la operación “Lava Jato” (en español, “lavado de autos”), relacionada con el escándalo de la empresa Petróleo Brasileiro S.A (Petrobras).
A pesar de que la noticia estremeció a los apoyadores y detractores del candidato petista (Partido de los Trabajadores-Brasil), el caso está lejos de acabar. Considerando que las anulaciones no constituyen una absolución —como aclaró el Ministro del Supremo Tribunal Federal Gilmar Mendes al periódico Estadão—, Lula Da Silva podría ser juzgado nuevamente, siempre que alguna jurisdicción competente investigue las acusaciones.
Por este motivo, el Supremo Tribunal Federal (STF) deberá reunirse nuevamente mañana (22/04) para decidir sobre dos cuestiones principales: en primer lugar, dónde continuará el proceso contra Lula, y, en segundo, si la sospecha de parcialidad del juez Sergio Moro compromete el caso lo suficiente como para que amerite una anulación del objeto del proceso.
La decisión del tribunal desvincula las acusaciones contra Lula del esquema de la Petrobras. Al disolver este vínculo —que justificó la condena del expresidente a través del 13o Tribunal de Curitiba— el juzgado regional surista pierde el derecho sobre el caso, una vez que las imputaciones al exmandatario tienen origen geográfico en el Estado de São Paulo.
Por otro lado, de ser confirmada la sospecha de parcialidad del antiguo Juez Federal, así como sus intereses políticos asociados a la condena de Lula, las pruebas del caso podrían ser completamente anuladas y el nuevo tribunal a cargo tendría que recomenzar el proceso. La preocupación de quienes se oponen a este escenario radica en que, debido a las características del sistema penal brasileño y a la edad del expresidente Lula, los cargos imputados expirarían el próximo año.
Sin embargo, mucho más allá de las cuestiones jurídicas, analistas y votantes coinciden en que el mayor impacto de la sentencia del STF radica en los terrenos político y simbólico. Con la decisión de anulación, Lula retoma sus derechos políticos y se coloca hipotéticamente como candidato elegible en el escenario presidencial brasileño de 2022.
Para entender el porqué de esta visión —casi unánime— es importante comprender el Brasil de 2021.
La caída de los héroes
A los días de hoy, nadie consigue argumentar en contra del hecho de que la tensión de la “Lava Jato” y, en especial, la prisión de Lula, colocaron al país en el escenario de polaridad extrema que dio paso a la elección de Jair Bolsonaro en 2018.
Los nombres Moro y Paulo Guedes (actual Ministro de Economía de Brasil) catapultaron la candidatura bolsonarista. El primero, transfiriendo el capital simbólico de la lucha contra la corrupción, y el segundo, atrayendo al sector empresarial liberal con la promesa de una economía con poca intervención estatal. Como ya sabemos, la gestión “Bolsonaro” no ha conseguido cumplir ninguna de las dos promesas.
De ambos, el primero en caer fue la leyenda “Sergio Moro”, que después de la elección de Bolsonaro se transformó en Ministro de Justicia. En 2019 la revista The Intercept (Brasil) reveló la participación del exjuez en la construcción de evidencias y casos que llevaron a la prisión de Lula, así como el esquema económico y de negociación política por detrás del prestigio de la operación.
A pesar de que las revelaciones iniciaron una crisis dentro del sistema judicial y desataron las actuales investigaciones contra Moro, no fue esto lo que desencadenó el divorcio entre el presidente y el exjuez. Incluso en la época en que Bolsonaro todavía no admitía en voz alta sus intenciones de reelección, tener un ministro intocable, con una popularidad superior a la suya (76% contra 62%), era como cobijar al enemigo bajo el mismo techo.
Las tensiones disimuladas entre ambos fueron bien mascaradas por la pandemia de la COVID-19, que comenzó a levantar un nuevo competidor en el juego de la popularidad. Al triángulo Bolsonaro-Moro-Guedes se unió entonces el Ministro de Salud, Luiz Henrique Mandetta, cuya gestión de la crisis sanitaria —en constante contradicción con el presidente— lo catapultó a altísimos niveles de aceptación popular y lo colocaron como posible candidato en 2022.
La inseguridad, desconfianza y presión de la base de sus apoyadores (negacionistas de la pandemia) llevaron a Bolsonaro a despedir a Mandetta. Un nuevo ministro va, otro viene, y en medio de la discusión de qué hace un país sin Ministro de Salud en medio de la pandemia más mortal de los últimos tiempos, un nuevo e inesperado giro paralizó a los brasileños: Moro dimite.
Moro no solo salió del gobierno en una época en que las previsiones ya anunciaban que el barco se estaba hundiendo, sino que lo hizo dejando serias acusaciones a su paso, como la interferencia del presidente Jair Bolsonaro en acciones de la Policía Federal, que involucran investigaciones de corrupción y asociación con el crimen organizado contra los hijos del mandatario.
Bolsonaro intentó negar las acusaciones y acabó confirmándolas, pero eso no detuvo el “juego de las sillas” dentro de las instituciones policiales y de inteligencia, que colocaron a amigos de la familia en cargos decisivos dentro de estas entidades. Para blindarse y continuar protegiendo a los hijos, el presidente también invirtió en el “Centrão” (Partidos del Centro), una serie de partidos políticos a quienes entregó puestos clave a cambio de supervivencia. Habrá quien diga que, en ese momento, el acorralado presidente vendió su alma al diablo.
El “Centrão”, por su parte, famoso por moverse hacia el lado más conveniente de la balanza, anunció que ayudaría al presidente a defenderse frente al Congreso en el caso “Moro”, pero que no podría intervenir en una posible disputa contra el STF, contra quien Bolsonaro alimenta una fuerte desavenencia, basada en una serie de investigaciones que corren de mano en mano entre algunos ministros de la instancia judicial.
Desarticulado, en conflicto constante con el STF y perdiendo poco a poco a las principales figuras que daban credibilidad a su gobierno, Bolsonaro entra en el peor escenario pandémico del país.
¿A quién le anotamos los muertos?
Al cierre de este artículo, Brasil contabilizaba 14.050.885 casos y 378.530 muertes por coronavirus. El día 12 de abril, poco antes de la confirmación del STF sobre el caso Lula, el país superaba, por primera vez, una media móvil de más de 3.100 decesos diarios por la enfermedad.
El levantamiento de estos datos actualmente es realizado por un consorcio de medios de comunicación, con información extraída directamente de los datos de las secretarías estaduales de salud. Este mecanismo de conteo es usado desde que el Ministerio de Salud —ya sin Mandetta— comenzara a adulterar las cifras de la pandemia que recibía la prensa.
Es difícil realizar una cronología precisa de cómo suceden los eventos en el Brasil de Bolsonaro. Entre escándalos y cortinas de humo, el presidente despide y nombra nuevos ministros, corta presupuestos de los sectores esenciales, destruye el acervo natural nacional, niega la crisis sanitaria, exalta la dictadura de 1964 y articula una estrategia para entorpecer el combate al coronavirus.
Mientras los casos de COVID-19 crecen y Brasil se coloca como referencia (negativa) del virus a nivel mundial, la tasa de desempleo sobrepasa el 14% y la tercera nación que más produce alimentos en el mundo se coloca nuevamente en el mapa del hambre, con 50% de la población en estado de inseguridad alimentaria, de acuerdo con datos de investigaciones de origen nacional y foráneo.
En este contexto, la gestión Bolsonaro promueve manifestaciones contra el aislamiento y el uso de mascarillas, e incita a sus seguidores a invadir hospitales, agredir y boicotear medios de prensa, que no dejan de “perturbarlo” con esa historia de muertos y de virus. Para el presidente, Brasil tiene que dejar de ser “un país de maricas” y conformarse con que ese virus es “como una lluvia”, que va a mojarnos a todos.
Recientemente, con los continuos fallos en el flujo de vacunación, ha salido a la luz lo que muchos ya sospechaban: la falta de acción del gobierno era en realidad una estrategia bien pensada. La idea del mandatario y de sus apoyadores negacionistas, denunciada en las últimas semanas por un diputado federal del Partido de los Trabajadores (PT), era conseguir un efecto de “inmunidad de rebaño” en la población.
El congresista afirma que el presidente compró la idea de que dejar al virus circular libremente sería lo suficiente para eliminarlo. Esto no solo va en contra de los estudios al respecto, sino que disminuye la gravedad de la crisis sanitaria internacional.
Sin embargo, en su paranoia escapista, Bolsonaro sostiene que la pandemia se transformó en un pretexto para iniciar una guerra contra él. No es la primera vez que el presidente usa la carta de los enemigos y de las “manos atadas” para justificar ineficiencia y negligencia.
Siempre hablando de sus adversarios en tercera persona, omnipresentes e indefinidos, Bolsonaro gritaba en marzo a sus apoyadores frente al Palacio de la Alvorada: “Estos tipos que quieren derrocarme, ¿qué harían en mi lugar? Ah, comprar vacunas. ¿Dónde hay vacunas para vender? ¿Dónde hay vacunas para vender?”.
Ciertamente, en la situación actual, las vacunas pasan por un proceso de alta demanda. Sin embargo, el propio ejecutivo canceló una encomienda anticipada de 46 millones de dosis en octubre de 2020: “soy el presidente, no renuncio a mi autoridad (…) Incluso porque estaría comprando una vacuna que a nadie le interesa, excepto a nosotros”, dijo en aquel momento, mientras recibía, de buena gana, la carga de cloroquina que Estados Unidos descartó por ser ineficiente.
A pesar de que la vuelta de Lula al ruedo lo presionó a negar todas estas acciones, lo cierto es que Bolsonaro también se omitió en cuanto a la compra del llamado “kit de intubación”, con un impacto decisivo en la actual ocupación de las unidades de tratamiento intensivo y en la supervivencia de los pacientes internados; además de vender a la población la idea de que existía un “kit preventivo”, que en realidad está compuesto por una serie de medicamentos científicamente comprobados como ineficaces contra el coronavirus, entre ellos, la propia cloroquina.
Deliberadamente, Bolsonaro condenó a los brasileños a muerte, con la esperanza de minimizar las “pérdidas” económicas que un combate efectivo a la pandemia habría acarreado.
Como resultado de las omisiones y negligencias, más de 500 organizaciones han firmado pedidos de impeachment (destitución) contra el mandatario, siendo 63 solicitudes originales, 7 adiciones y 45 solicitudes duplicadas, de acuerdo con la agencia de periodismo investigativo “Pública”. De estos, apenas seis fueron desconsiderados y otros 109 esperan por análisis.
Por otro lado, Bolsonaro también enfrenta acusaciones de la Orden de los Abogados de Brasil (OAB) y existen varias acusaciones en su contra en la Corte Internacional de Derechos Humanos, por su actuación frente a la pandemia.
De todos estos procesos, parece ser que apenas la reciente Comisión Parlamentaria de Inquérito (CPI) de la COVID-19 concretizará investigaciones sobre el desempeño presidencial. La investigación conducida por el Poder Legislativo oirá ministros y exministros de la actual administración, y se concentrará en evaluar la responsabilidad gubernamental en los aciertos y desaciertos durante la gestión de la crisis sanitaria.
El presidente dice estar tranquilo, pero por detrás del telón, hace llamadas y presiona a quienes le deben favores dentro de los otros poderes, para intentar –sin éxito- que la CPI sea ampliada y así disminuir su cuota de responsabilidad individual.
En este contexto de paredes estrechándose, al mejor estilo Edgar Allan Poe, Bolsonaro recibe la noticia de un Lula elegible, y de la creación de una coalición presidencial en su contra.
Brasil de cara a 2022
Ahora podemos regresar a la anulación de las acusaciones. Sin dudas, el tema más comentado en los grupos de WhatsApp y probablemente uno de los pocos que causa rupturas familiares en Brasil es la política y sus bastidores. Este es el único asunto capaz de mover el foco de los miles de muertos por la pandemia.
Sin importar las múltiples cortinas de humo y los juegos políticos del gobierno, una encuesta de Datafolha, de marzo —mucho antes de que la elegibilidad de Lula fuera una cuestión— ya arrojaba que el 54% de los brasileños veían la actuación del presidente Bolsonaro como mala o pésima, lo que representa un crecimiento de 6% con respecto a enero del mismo año.
Ante este contexto, cabe la sospecha de si la reciente sentencia del STF se trata realmente de un acto de reparación y justicia, o apenas de una demostración de fuerzas contra Bolsonaro que, a pesar de estar debilitado, continúa haciéndole amenazas anticonstitucionales al Supremo.
La teoría de la revista derechista Veja es que esta acción es parte de un “ajedrez del judiciario” contra el actual mandatario, que junta acciones del STF y del Tribunal Superior Electoral (TSE) para conseguir la casación de la dupla presidencial.
Una vez que, por constitución, el presidente está protegido contra procesos penales, las instancias judiciales van agrupando y engordando pruebas que puedan dar solidez a la sentencia contra Bolsonaro en el Tribunal Electoral. De acuerdo con la propia revista, las acciones llevadas a cabo en silencio buscan también alcanzar a los hijos del gobernante, envueltos en numerosos esquemas criminales.
Entre las especulaciones que el asunto suscita aparece la de que, mientras Bolsonaro se mantiene ocupado apagando los fuegos de la pandemia, y los muchos procesos corriendo en su contra, los hilos del poder se mueven para que, en caso de que las acusaciones no se concreten y el gobernante consiga llegar a las próximas elecciones, encuentre mayor resistencia a una reelección.
Esta hipótesis se hizo más palpable en la declaración del Ministro Marco Aurélio Mello, uno de los tres magistrados que votó en contra de la anulación del proceso Lula. Para él, la decisión del STF no puede estar basada en el argumento de que, en el actual escenario político, sin Lula, Bolsonaro podría llegar a 2022 sin un oponente real.
La idea, sin embargo, no excluye la posibilidad de que, una vez que Bolsonaro esté fuera del juego, el petista pueda volverse nuevamente blanco de otros procesos judiciales.
Mientras tanto, es curioso ver cómo muchos de los medios de prensa que ayudaron a sacar a Lula del juego político, incluida la revista Veja, ahora presionan para colocarlo de vuelta. En las últimas semanas, no pocos medios se han hecho eco de encuestas que muestran a un Lula con posibilidades reales de llegar al segundo turno en 2022.
Esta pudiera ser la forma encontrada por los medios nacionales, constantemente atacados por el presidente y sus seguidores, para impulsar una agenda electoral; esta vez —mira que el mundo da vueltas— contra el mismo político que ayudaron a elegir en 2018.
La encuesta “PoderData”, de Poder360 , concluida el 14 de abril de este año, indica que en una confrontación directa hoy, el candidato petista vencería en segundo turno con 52% a 34% al actual presidente. La pesquisa también apunta que, en la coyuntura política actual, Bolsonaro no ganaría con seguridad de ningún posible contendiente, a pesar de todavía contar con el apoyo de un tercio del electorado brasileño.
El exmandatario Lula aún no declaró si tiene intenciones de colocarse o no como candidato a las próximas elecciones presidenciales. No obstante, uno de los saldos más interesante de la encuesta es poder medir el capital político con que todavía cuenta el petista, quien hasta marzo era impensable como candidato.
El ensayo de la disputa también ofrece una visión clara de las fuerzas que aún son movilizadas por el legado de los gobiernos del PT. De acuerdo con “Poder360”, Bolsonaro tiene más intención de voto entre la clase media alta (61%) y los electores masculinos (47%), mientras “Lula supera al presidente en todos los demás, especialmente entre los jóvenes (69%) y las mujeres (61%)”, independiente del Estado donde viven o del nivel de escolaridad que poseen.
Las previsiones también apuntan que el retorno de Lula reaviva la polarización de 2018 y dificulta no solo la reelección bolsonarista, sino también la llegada al poder de otras fuerzas de centro y de izquierda.
Teniendo su mayor antagonista concretizado y de vuelta al juego, Bolsonaro se desgasta entre la necesidad de entregar más cargos al “Centrão” –y con eso perder autonomía política, a cambio de supervivencia-; y decidir entre complacer al mercado o hacer concesiones populistas para intentar equilibrar la caída de su popularidad.
Lo real es que, candidato o no, Luiz Inácio (Lula) Da Silva regresa para ser una piedra en el zapato del actual gobernante. Y, dicen por ahí, que como un ave fénix ha arrojado un rayo de esperanza sobre el futuro del país de cara a la próxima contienda electoral.
Ahora solo nos queda esperar.