La última vez que estuve en Kiev fue hace más de 30 años, poco después de la catástrofe de la central electronuclear de Chernóbil.
Los ciudadanos comunes recibíamos entonces solo retazos de información de lo que estaba ocurriendo no lejos de la capital de la entonces República Socialista Soviética de Ucrania, y con eso intentábamos armarnos una historia, que vino a tomar cuerpo y consolidarse solo décadas después.
He sentido en estos días la misma sensación de tener que reconstruir lo que está ocurriendo a partir de flashazos, aunque la Internet y las redes sociales cambian mucho el panorama y visibilizan en tiempo real los testimonios y las versiones de cada parte.
En este, como en cualquier conflicto, hay muchas “verdades“, y lo más probable es que la realidad esté en algún punto intermedio, bregando por abrirse paso también entre desinformación y fake news.
Aunque los responsables de la “operación militar especial” rusa aseguran que los ataques militares no van dirigidos contra ciudades o civiles, sino que buscan inutilizar la infraestructura militar, el horror de la guerra y la posibilidad real de ver de cerca la muerte, de un modo u otro alcanza a todos.
A mí, que vivo en Moscú, me llegan mensajes desde Ucrania de gente que conozco y quiero, que denotan lo terrible de verse envuelto en una situación bélica.
“Voy saliendo de Kiev, llevamos dos días escondidos en una casa en las afueras, ahora intentaremos llegar a Moldavia”, me escribe Luisa, una amiga boliviana que reside hace un tiempo en Ucrania.
A Yulia la conocí en La Habana, fue una de las “niñas de Chernóbil” que llegaron a Cuba a inicios de los años 90 a recuperarse de las consecuencias del accidente. Ahora, cuando se creía a salvo, comienza otra pesadilla.
“Llegamos a Bila Tserkva, el esposo y el padre van a la guerra… Tenemos el corazón roto, pero estamos enteros, amiga. Corremos a escondernos”.
La gente abandona las ciudades, o se han refugiado “en el metro, en sótanos, en cualquier lugar que dé al menos una cierta sensación de seguridad”, cuenta.
Más de medio millón de ucranianos han abandonado su tierra hacia otros territorios más seguros en apenas tres días y unos 160.000 se han convertido en desplazados internos, aseguraba la ONU, a la vez que cifra en 102 los civiles muertos hasta el momento por los ataques rusos.
El mundo entero, con razón, ha condenado lo que no se puede nombrar de otra manera que invasión, e implementado sanciones sin precedentes.
Pero desde hace 8 años había historias igual de trágicas entre los habitantes de Donbás, en el este de Ucrania, donde los muertos se cuentan por miles y la mayoría de la población, étnicamente rusa, ha sufrido casi un genocidio por parte de las autoridades ucranianas con la anuencia y el apoyo occidental, mientras la mayor parte del mundo miraba a otra parte. Un doble rasero, que dicho sea de paso, también se nota al juzgar y sancionar a Rusia de manera más severa que en casos de incursiones similares en el pasado reciente por parte de EEUU o la OTAN.
Pero volviendo a lo que nos quita ahora el sueño, nada justifica combatir el horror con el horror y está claro que un ataque violento no es solución para nadie, menos en un caso como este de dos países unidos indisolublemente por la historia y los lazos de sangre.
Los rusos de a pie, sin responsabilidad ninguna en lo ocurrido y muchos de los cuales están en contra de esta guerra, ya empiezan a sufrir las consecuencias de las sanciones y la rusofobia desatada, por lo que también se convierten en sus víctimas.
Se trata de un conflicto complejo y mucho más profundo, pero pelea de hermanos al fin en la que solo hay perdedores, y que nadie puede prever a dónde nos llevará si continúa escalando. La cordura, de todas las partes, es lo único que puede ahora salvar la situación, y tal vez hasta a la propia humanidad.
“No hay camino para la paz, la paz es el camino” Mahatma Gandhi