OnCuba recomienda este texto de Horacio Fernández del Castillo, publicado en Jot Down
Parecía un domingo cualquiera, anodino, en el que en muchas familias americanas se repetía el sempiterno ritual con el que remataban los momentos crepusculares de la semana: apurar la cena, lavar los platos, encender la radio. Una rutina invariable, de esas que retratan y compendian el espíritu de una época. Esa noche, sin embargo, era 30 de octubre, víspera del día de Halloween, día que en algunas sitios de Inglaterra y de la costa este americana se conoce como «Mischief Night» (La noche de las travesuras), en la que la tradición manda que se lancen huevos y piedras contra los vecinos y se realicen pequeños actos de piromanía consentida, una suerte de contrapunto canalla a la insoportable cursilería del «truco o trato» de la noche de Halloween.
Ese domingo, poco después de las ocho de la tarde, treinta millones de personas escuchaban con atención el programa estrella de la cadena NBC, The Chase and Sanborn Hour, un show de enorme éxito en el que el ventrílocuo más famoso de la historia, Edgar Bergen, ponía a prueba junto a su marioneta Charlie McCarthy los límites en hilarantes diálogos repletos de de frases mordaces. En un receso del programa muchos de esos oyentes cambiaron el dial y aterrizaron en la CBS, en donde acababa de empezar a ser radiada una adaptación dramática de la celebérrima novela de H. G. Wells, La guerra de los mundos.
Los primeros momentos de la emisión son frenéticos. En apenas quince minutos se describe con todo detalle el aterrizaje de naves marcianas en Grover’s Mill, una pedanía cercana a Nueva Jersey; la muerte de un profesor de Princeton, Phillips —encarnado por Welles— el exterminio de un ejército de siete mil soldados, achicharrados por los rayos de una máquina de combate marciana y el lanzamiento de un ataque alienígena a gran escala contra las grandes ciudades del litoral estadounidense. Pasan los minutos y se suceden las explosiones, las conexiones en directo y los relatos en primera persona de ese caos que estaba apoderándose de la costa este, donde «media Nueva Jersey había sido arrasada» y «cinco máquinas de largas patas estaban en formación a orillas del Hudson, listas para arrasar Nueva York». El lenguaje estaba medido al milímetro para recrear con fidelidad un conflicto bélico, imitando el estilo y la narración propios de los boletines de noticias que a diario trasladaban a millones de hogares estadounidenses el relato del clima prebélico que se vivía en Europa. El efecto era tremendamente real.
El responsable de esta adaptación era un jovencísimo profesional de apenas veintitrés años, Orson Welles, que estaba demostrando con su narración su absoluto dominio del medio radiofónico. Explosiones, conexiones en directo, relatos en primera persona de la desolación acaecida, silencios: Welles estaba armando con su voz y su genio un relato extraordinariamente vívido de la invasión, utilizando toda una plétora de recursos y efectos para otorgar realismo a la narración, dirigiendo con maestría a los diez actores y veintisiete músicos que lo acompañaban aquella noche en el estudio. La grabación contaba, incluso, con una alocución de un falso presidente Roosevelt, —presentado no obstante como el secretario del Interior y encarnado por el actor Kenneth Bilmars—, que fue lo que para muchos acabó por dotar al relato de una pátina de veracidad.
Era un montaje genial, perfectamente calculado para trasladar fielmente el espíritu apocalíptico de la obra de H. G. Wells. Incorporaba además multitud de referencias geográficas locales, buscando adaptar el original inglés a su público norteamericano. Pero muchos de esos recién sintonizados oyentes, que se habían perdido la cuña inicial que así lo anunciaba, no lo sabían. Asumieron como verdadera una ficción delirante en la que su mundo estaba siendo destruido por gigantes metálicos que expelían gas venenoso y disparaban rayos verdes; máquinas de destrucción que asolaban todo a su paso y de las que no había escapatoria posible.
Se ha dicho que el pánico se apoderó de una gran parte de la población estadounidense durante la hora que duró el programa. La reacción ciudadana, cuenta la leyenda, fue de veras espectacular: la mayor parte de los oyentes no esperó al final (en el que se volvía a repetir que todo se trataba de una ficción) para dejarse llevar por el pánico: en muchos estados del país se colapsaron las líneas telefónicas, se encerró la población en sus casas y salieron algunos valientes a enfrentarse, escopeta de caza al hombro, a los temibles invasores.
En las horas y días siguientes a la emisión radiofónica todos los periódicos se llenaron de artículos repletos de lacerantes testimonios de gente que había perdido familiares o amigos durante esa fatídica noche que había mantenido en vilo a la nación. Muchos reclamaban que Orson Welles, que había sido detenido pocos minutos después de haber terminado de emitir y mantenido bajo custodia policial durante toda la noche, debía responder ante la justicia por su felonía, poniéndose en marcha incluso iniciativas políticas destinadas a limitar el contenido de ciertos programas de ficción en la radio. En los días siguientes se publicaron en total doce mil quinientos artículos acerca de este incidente que subrayaban el carácter histérico de las escenas «que habían llevado al país al pánico» durante algunas horas y que recogían dramáticas historias de gente que a lo largo y ancho de Estados Unidos afirmaba haber participado y sufrido las consecuencias de estos episodios de histeria colectiva.
Esta reacción histérica, que hoy en día se antoja excesiva, era perfectamente comprensible. El espíritu de la época de entreguerras en EE. UU. era calamitoso. El crac del 29 y el consiguiente desempleo masivo habían provocado un fuerte sentimiento de vergüenza y miedo en la población, que vieron como la caída de la bolsa y la ruina de los bancos se habían llevado por delante su empleo, sus ahorros y su futuro. Una vez superadas las primeras reacciones de rabia y resentimiento de los primeros años de la Gran Depresión, la sociedad americana se miraba al espejo con una mezcla de temor y vergüenza, temerosos de un futuro que se antojaba oscuro. Franklin Delano Roosevelt, el presidente que había subido al poder en 1933, exclamó con motivo de su primer discurso de investidura que lo único que merecía la pena ser temido era «el propio miedo», consciente de la necesidad de levantar los ánimos de una nación deprimida.
A pesar de las numerosas reformas emprendidas por Roosevelt, que acabarían levantando el país con su New Deal y la inestimable ayuda de la Segunda Guerra Mundial, un lustro después, en 1938, los norteamericanos de a pie todavía no se habían recuperado del mazazo psicológico que había supuesto el crac. El consumo se recuperaba y sus empleos retornaban, tímidamente, pero sin embargo el ánimo general era todavía lúgubre cuando se produjo la emisión de La guerra de los mundos.
Por otra parte, en los primeros años treinta se estaba viviendo una popularización de la radio por todo el país. Ese aparato de reciente aparición era entonces el medio más fiable con el que millones de familias se mantenían informadas. La crisis se había llevado por delante negocios, casas y vehículos, víctimas inevitables de la depresión económica, pero no esos pequeños aparatos electrónicos de reciente aparición que vertebraban informativamente al extenso país. Para 1938, se calcula que ya el 80 % de los hogares norteamericanos contaba con una radio. La economía americana, primero, y los acontecimientos internacionales, después, se turnaban con sucesos variopintos para teñir de negatividad las veladas de las familias norteamericanas, que habían aprendido a asociar instintivamente los boletines urgentes de noticias con desgraciadas tragedias. Quizá el episodio más famoso que horrorizó a la sociedad estadounidense fue el incendio en el aeropuerto de Nueva Jersey del dirigible Hinderburg, un suceso que en 1937 sacudió a los habitantes de del país. Esto, unido a los tambores de guerra que venían allende el Atlántico —la crisis de Múnich y la anexión de los Sudetes por parte de Hitler eran las últimas noticias que llegaban de Europa—, repercutía en los sentimientos de angustia y temor que se habían enraizado en la población en esos años difíciles.
Además de todo este clima prebélico, para aumentar la credibilidad de la historia, en los primeros años del siglo xx se había fantaseado mucho en radio y prensa con la existencia de vida inteligente en Marte. La observación por parte del astrónomo italiano Schiaparelli de unos «canales» sobre la superficie marciana habían disparado los rumores sobre la existencia de una raza de industriosos marcianos similares a los humanos que habían llegado a acometer obras públicas «probablemente para trasladar agua desde los helados polos hasta las regiones desérticas del Planeta Rojo». Incluso en 1924 el Cuerpo de Señales del Ejército americano exigió temporalmente a las radios que dejaran de emitir «para que fuese posible captar posibles señales marcianas». Un disparate. Y, por si fuera poco, apenas tres días antes de la emisión de Welles en la CBS, la prensa publicó que Knut Lundmark, un eminente astrónomo a la cabeza de un observatorio europeo afirmaba que, por pura lógica, debía de existir vida inteligente en Marte. En ese contexto, pues, no podía haber mejores mimbres para una reacción histérica a gran escala.
Dos años después de la emisión radiofónica, en 1940, el presidente del Departamento de Psicología de la Universidad de Princeton (a escasos kilómetros del lugar del pretendido «aterrizaje»), Henry Cantril, publicó un estudio que se convirtió al instante en una referencia ineludible para entender el fenómeno. En él se buceaba en historias personales de gente «afectada por el suceso» para entender el alcance del pánico colectivo que «se había apoderado de la nación». Según Cantril, más de un millón de personas de los seis que se calcula que escucharon el programa sintieron «algún tipo de reacción negativa». Se hablaba también de un «número indeterminado pero con seguridad enorme» de personas que habían entrado en pánico debido a testimonios orales de terceras personas. Se hablaba de gente afectada «por el gas que exhalaban los marcianos» e incluso relatos detallados de presuntos avistamientos y combates con alienígenas en los bosques de la costa este. Cantril además incluía entrevistas con cientos de personas que atestiguaban el caos provocado por el programa, adornando el histérico relato con testimonios de suicidios, desapariciones y muertes en las carreteras cercanas a Grover’s Mill.
Y sin embargo hoy sabemos que la verdad es muy distinta. Todo este supuesto pánico de escala nacional fue, probablemente, una exageración orquestada por las grandes cabeceras de la prensa escrita para desprestigiar a un nuevo medio de comunicación, la radio, que les estaba arrebatando buena parte de sus ingresos publicitarios en esos años de penuria económica. Aprovechando el clima enrarecido que existía entonces, los periódicos se hicieron eco de historias y testimonios que en muchos casos no eran más que pura fantasía para elaborar una imagen catastrófica de las consecuencias que podía tener un mal uso del medio radiofónico, intentando de ese modo recuperar parte del favor perdido entre la población.
En este sentido, unos pocos días después del incidente se supo que no hubo que lamentar muertes debido «a la irresponsabilidad de Welles», que las escenas de tiroteos con marcianos eran inventadas y que los accidentes de coches aquella noche tenían más que ver con el consumo de alcohol y las travesuras propias de la «Mischief Night» que con una invasión alienígena. Incluso se sabe que, a pesar de lo publicado a la mañana siguiente en los periódicos, los habitantes de Washington que se quedaron sin luz aquella noche siempre supieron que el apagón no se debía a un ataque marciano. Además, hoy sabemos que todos esos cientos de testimonios de primera mano que recogió Cantril venían en realidad de una pequeña muestra de ciento treinta y dos personas que vivían en las proximidades de Princeton y Grover’s Mill, una muestra poblacional que en ningún caso podía ofrecer un modelo fidedigno de cuál fue la reacción a escala nacional. Asimismo, de ese millón de personas que calculó que se había sentido impresionada por la narración, Cantril no especifica cuántas afirmaron sentir «pánico», agrupando todas las posibles reacciones negativas (preocupación, intranquilidad, ansiedad, histeria) bajo la etiqueta de «pánico», elaborando un retrato incompleto y tendencioso de la reacción popular a la emisión de Welles.
Podemos concluir que, por tanto, la emisión radiofónica no tuvo la repercusión ni la trascendencia que se ha creído siempre. Hubo una reacción histérica, sí, pero estuvo limitada a grupúsculos de gente en el medio rural, especialmente en las zonas cercanas al lugar del pretendido aterrizaje marciano. Solo una de las historias fantásticas de aquella noche ha resultado ser cierta: el épico combate entre una máquina de guerra marciana y un grupo de valerosos vecinos de Grover’s Mill, liderados por un tal Mr. Koch, que esa noche hizo frente escopeta en mano al avance alienígena. La máquina de combate marciana en cuestión no era sino un depósito de agua de gran dimensión que se erguía sobre largas patas de metal en el jardín particular de un habitante del pueblo, que tuvo que ver cómo era tiroteado furiosamente por sus mismos vecinos en el ejercicio de su legítimo derecho de autodefensa de la invasión marciana.
Al final, la consecuencia principal de toda esta rocambolesca historia fue la consagración de Orson Welles como una nueva estrella, un nuevo talento que había sido capaz incluso de romper reglas que todavía no existían. Ensalzado por la revista Time como «la mente más brillante de Broadway», Welles no tardó en firmar un contrato con la productora RKO para la grabación de tres películas, sin limitaciones creativas o presupuestarias.
Solo llegó a realizar una, una que a la postre ha sido considerada como una de las mejores películas de la historia del séptimo arte: Ciudadano Kane, en la que Welles realiza un implacable retrato de William Randolph Hearst, un magnate de la misma prensa escrita que había intentado hundir su carrera en las horas posteriores a la emisión de su magnífica y personalísima adaptación de La guerra de los mundos.
Pienso en varios momentos en que los EE UU perdio la inocencia. Uno, el dia del asesinato de J F K cuyos autores n nunca llegaron a descurbrirse. Otro, el escandalo de Richard Nixon que, segun he leido era una perlita y estaba medio loco, y que condujo a su destitucion. ?Otros? La crisis a que nos condujo hace pocos annos la avaricia y fraudulentos manejos por parte de las grandes corporaciones durante las hipotecas sup-primes. El descubrimiento de la mentira que nos llevo a la Guerra en Iraq.