Séptimo día de guerra entre Israel y el grupo islamita Hamás. Al amanecer del sábado 7 de octubre milicianos de las Brigadas Qassam, brazo armado de Hamás, rompieron la valla de separación y penetraron en Israel, dejando tras de sí sangre, destrucción y terror.
Para nosotros iba a ser un sábado más, almorzaríamos con amigos en Belén y poco más. Prometía ser un día agradable, tranquilo. Pero al amanecer empezaron las alertas, las noticias, fuimos enterándonos del lanzamiento de misiles desde Gaza; pero no de dos o tres como es casi habitual aquí. Esta vez eran cientos, de forma aplastante. Se hablaba de una incursión por tierra, mar y aire. Parecía imposible, aunque hubo milicianos de Hamás que saltaron la frontera volando en parapentes.
La que acaba de terminar ha sido una semana de mucha muerte en esta explosiva esquina del mundo.
Del lado israelí suman más de 1 400 víctimas, la mayoría civiles masacrados en sus casas y en una fiesta rave, durante las primeras horas del ataque.
Los bombardeos israelíes en Gaza han cobrado la vida de 2 200 palestinos y han dejado, al menos, 8 700 heridos, también mayoritariamente civiles, mientras los ataques aéreos sobre la Franja no cesan y destruyen indiscriminadamente infraestructura civil.
Las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) dicen haber aniquilado unos 1 200 militantes de las Brigadas al Qassam en territorio israelí.
En total, más de 4 800 personas muertas en siete días.
El fatídico sábado 7 estrenamos el búnker de casa, que normalmente usamos como oficina. Fue nuestro refugio, ahí corrimos cada vez que sonaban las alarmas de la proximidad de un misil. Y lo hicimos con miedo. Ni Sara ni yo habíamos vivido jamás una situación así. Estábamos nerviosos, como atontados; por momentos todo parecía un sueño y nuestras reacciones fueron lentas y torpes. Estábamos asustados, sí, pero tratamos de mantener la calma y contar noticias, que es lo nuestro.
En estos días terribles he visto de todo. He visitado localidades arrasadas por la violencia de los milicianos de Hamás, conversado con un sobrevivientes de los ataques y he estado en funerales de militares y víctimas civiles; he visto cadáveres en las cunetas y he tenido que correr a un refugio antiaéreo en medio de una carretera, mientras se escucha el silbar de los cohetes. Usar chaleco antibalas y casco en determinadas zonas se ha vuelto una incómoda costumbre.
En el kibutz Beeri, a pocos kilómetros de Gaza, mientras caminaba por calles tapizadas por casquillos de balas, entre los escombros de casas y autos destruidos por la metralla permanecían los cuerpos de milicianos de Hamás, descomponiéndose a la intemperie. El olor a carne podrida era insoportable y se sentía desde mucho antes de llegar a la comunidad. Por el camino, a ambos lados de la carretera había autos calcinados y todo tipo de pertenencias olvidadas por los que huían, en vano, de la muerte. Mochilas, loncheras, zapatos, botellas de agua, cinturones, toda clase de objetos que narraban el terror de los que corrían delante de las balas.
Muy cerca, en pleno campo, se agrupan divisiones de blindados y cientos de soldados de las FDI a la espera de la orden para marchar por tierra hacia Gaza.
Pero lo más impactante son los funerales. Ver la muerte es duro, pero ver el dolor de quienes sufren la pérdida de un amor es devastador. Los gritos desgarradores de una madre. La firmeza de un padre que se derrumba, pero saca fuerzas de donde no tiene para afirmar, durante el funeral de su hija, “que el mundo entero sepa que esto es terrorismo, no tiene otro nombre“.
El viernes Israel ordenó la evacuación de los habitantes del norte de Gaza en un plazo de 24 horas, algo prácticamente imposible en un territorio devastado por los constantes bombardeos de esta semana, un lugar privado de infraestructura, de electricidad, una zona totalmente colapsada en la que más de 2 millones de hombres, mujeres y niños respiran sin saber si esa bocanada de aire será la última.
El ataque terrestre de las FDI es inminente. Mientras escribo, llegan mensajes confusos sobre este nuevo giro de la guerra. Un capítulo más de un conflicto que siempre sentí lejano y que ahora estoy viviendo cerca, demasiado cerca.