El silencio a su alrededor tras decretarse la cuarentena en marzo por la pandemia de coronavirus estremeció a Marcela Álvarez. Pocos días después, la mujer de 53 años no lo aguantó y salió al balcón de su casa en el barrio de Villa Devoto, en Buenos Aires, Argentina. Lo decoró con luces navideñas, sacó un parlante y prendió la música. Temía que sus vecinos, a los que no conocía, se quejaran. Por el contrario, la imitaron.
Así fue como empezó “la fiesta de los balcones” en la calle donde vive Marcela. Al principio todas las noches a las ocho y luego los fines de semana, ella y sus vecinos disfrazados con pelucas de colores bailan rock, ritmos latinos y reggaetón entre luces y humo como en una discoteca, pero cada uno desde su ventana o balcón.
“Hoy estoy feliz, me pude conectar con todos mis vecinos y encontré muchísima gente que no conocía. Mucho mejor que en otros momentos”, apuntó Marcela sobre la relación “familiar” que entabló con sus compañeros de parranda. “Odio lo que está pasando con el coronavirus, pero me enriqueció la vida completamente”.
Argentina es uno de los países que lleva una de las cuarentenas más largas por la pandemia de coronavirus, incluso por encima de España, Italia y la provincia china de Wuhan, donde se desencadenó el virus. El presidente Alberto Fernández la decretó el 20 de marzo y no está claro hasta cuándo la extenderá.
La medida si bien evitó el colapso sanitario que sufrieron otros países de la región, también está dañando gravemente la economía —el FMI proyectó una caída de casi 10% para este año— y afectando la salud mental de un alto porcentaje de la población.
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En contraste con los efectos que provoca el encierro —incertidumbre, cansancio extremo, ansiedad y angustia, según el Observatorio de la Psicología Social de la Universidad de Buenos Aires—, muchos argentinos consideran a la cuarentena un estado ideal o pudieron darle un sentido positivo al encierro, como Álvarez.
“Se habló muy rápidamente de lo malo que iba a ser el encierro, que en sí mismo produce un malestar”, reflexionó la psicoanalista Alexandra Kohan. “Pero ese repliegue del mundo que se produjo, para muchos significó un alivio porque hay mucha presión social siempre, con la sociabilidad, con el estar afuera, con salir. Con este repliegue, cesó esta presión y los imperativos”.
Tatiana Fronti, una diseñadora textil de 29 años, se separó de su pareja tras una década de relación días antes de que se impusiera la cuarentena y tenía un viaje planeado a Estados Unidos en mayo para ver a su cantante favorita, Lady Gaga, en Las Vegas.
Ella no está deprimida. En cien días de encierro, redecoró su casa en un suburbio al norte de Buenos Aires “con un pincel pequeño”; aprobó cuatro materias de la carrera de administración de empresas que cursa de forma virtual y se dedicó a su marca de ropa interior TIEF, cada vez con más ventas.
“¿Qué extraño? Me quiero perfilar las cejas y el gimnasio”, bromeó sobre la vida antes de la pandemia. “Es la primera vez que estoy sola, pensé que no iba a ser posible. Me di cuenta de que podía”.
Como muchos de su generación, Tatiana cumplía con los mandatos sociales de trabajo estable en una compañía multinacional de servicios contables; pareja y vida social activa.
“Si me preguntás, prefiero esto” responde sin vacilar.
Hace unos meses, un repartidor de comida tocó el timbre de una casa al norte de la capital para entregar el pedido y lo sorprendieron Los Simpson al abrirse la puerta. Los grabó en un video que rápidamente se viralizó y detonó la fama de la familia Arévalo, quienes se convirtieron en un fenómeno de las redes sociales en cuarentena por sus graciosas caracterizaciones.
“Esto empezó en abril por aburrimiento, somos una familia muy divertida”, contó Mariano Arévalo, de 44 años, con el rostro pintado de amarillo y con una gorra de natación para imitar la calvicie de Homero Simpson. “Los sábados son para salir, juntarse con amigos. Y todos los días se volvieron iguales con la cuarentena. Dijimos: ¿cómo hacemos un día diferente? Nos empezamos a disfrazar, poner música y divertirnos”.
Su esposa Mariel Robledo, alias Marge, sus dos hijas Camila (Maggie) y Julieta (Lisa) y el novio de esta Federico Garozzo (Bart) asumen cada sábado nuevas identidades. De Los Simpson a la vecindad del Chavo; de Piratas del Caribe a los Minions. Activan el vivo de Instagram y divierten a sus miles de seguidores.
“Entendemos que las cosas no están bien para todo el mundo. Tratamos de ponerle diversión al aburrimiento que es estar encerrados tantos los días”, afirmó Mariano.
Mariel acotó que “recibimos muchos mensajes de personas que nos dicen que les levantamos el ánimo o que esperan el sábado para ver el vivo”.
“La vida es tan linda que hay que tratar de llevarla lo mejor que se pueda”, sostuvo Arévalo padre.
“La gente que disfruta de su soledad genuinamente es muy violentada. Se considera raro el que quiere estar solo, no es normal”, apuntó la psicoanalista Kohan. “Los que mejor la pasan son los que efectivamente supieron resistir a esas imposiciones. Es como una especie de venganza”.
Es el caso de Camila Fernández, de 26 años y empleada de una fiscalía que vive en su apartamento en compañía de libros —lleva leídos más de 20 en cuarentena—, música, peluches y réplicas de personajes de películas y series favoritas.
“La cuarentena es un estado ideal. Me gusta principalmente porque no tengo que ver a nadie todos los días, como en el trabajo y en la facultad. El no viajar me encanta y me hace bien a la cabeza”, admitió. En la cima de la biblioteca tiene una edición especial de la pelota Wilson para la película “Naufrago”, de Tom Hanks, sobre los desafíos que enfrenta el único sobreviviente de un accidente de avión en una isla solitaria.
A su vez, el aislamiento mejoró la calidad y la cantidad de tiempo que Camila le dedica a sus amigos y familia a través de plataformas virtuales, mientras estudia para traductora pública y el profesorado inglés.
“Sí, me da culpa porque sé que hay gente que la está pasando mal, sobre todo de la cabeza. Más allá de la economía, la cuarentena va a destruir cabezas”, opinó. “No todos tienen la capacidad de adaptarse, lidiar o enfrentarse con lo que les pasa”.
Camila también tuvo momentos de crisis durante la pandemia, pero “cuando parecía que la cuarentena se terminaba”.
Para Horacio Bonafina —un psicólogo de 36 años que no festeja su cumpleaños desde los 13, detesta ir a celebraciones ajenas y asegura que no hace culto de la amistad— la cuarentena le permitió relajarse. “La vida social es una ficción”, sentenció.
“Siento que hay una gran impostura. Hay una especie de imperativo de la felicidad, de la productividad… Yo muchas veces no puedo escapar de esta especie de demanda social y el de ver personas. Estar en un trabajo y poner cara de contento”, admitió.
Gracias a la cuarentena pudo escaparse del pequeño departamento en el cual la convivencia con ruidosos vecinos se había vuelto insoportable. Ahora vive en una casa prestada, que es antigua y mucho más grande, junto con su esposa psiquiatra, un niño de seis años y un gato al cual había tenido que medicar porque vivía alterado.
“Cuando todo funcionaba, a la gente tampoco se le ocurría pensar quiénes eran los que la pasaban mal en ese momento”, cuestionó el especialista que trabaja para el Estado. “Yo estoy bien así en este contexto, conmigo, con los míos y con el universo”.
Lo que ahora desvela a Horacio es el día después de la cuarentena. Estudia sistemas para ganarse la vida sin salir de su casa. “En mi caso en particular yo quisiera sostener la rutina que estoy generando el mayor tiempo posible, mi idea es poder darle continuidad”.
AP/OnCuba