Resuena el doblar de las campanas, una vez más, llevando el triste mensaje de guerra y muerte. No soy una isla, la psicosis belicista me acecha, me perturba, cualquier muerte de un ser humano me disminuye. El añorado “adiós a las armas” de Hemingway se muestra hoy como una quimera. Lo raro es que sea hoy, precisamente, que me decida a escribir: ¿por qué no escribí antes sobre alguna (cualquier otra) guerra?, me pregunto. ¿Por qué no habían emergido en un texto mis angustias tanatofóbicas? ¿Es ahora con una invasión del gobierno ruso a Ucrania que me siento también invadido, refugiado, emigrante, amenazado en mi paz, adversado por alguien, sin dudas más poderoso?
Quiero entender de dónde viene esta bipolaridad bélico-pacifista que ahora se desata como un mare magnum. En mi país de origen —Cuba— la opción de turno es la abstinencia de condenar la (esa) guerra, lamentar las muertes y enfocarse en la Serie Nacional de Béisbol. En el país que vivo —Brasil— ya no importan las muertes causadas por las lluvias en Petrópolis, ahora solo el fútbol y el Big Brother Brasil me permiten una tregua dentro del cerco informativo (anti)ruso, en el que me siento asfixiado.
A veces pienso que aunque digamos que no, el discurso belicista es uno de nuestros preferidos. ¿Por qué en un mundo tan líquido, inestable, volátil, la arenga guerrerista no deja de ganar adeptos, de vender mensajes, de articular voluntades a favor y en contra? Sin dudas, el actual conflicto ruso-ucraniano resalta por tener el privilegio discursivo de los medios de comunicación hegemónicos, la egocéntrica petulancia de la extinción nuclear y el eurocentrismo como virtud. Pero, lo cierto es que en lo cotidiano, ya hace mucho tiempo, mi cuerpo y mi mente experimentan esa sensación inmanente de belicosa distopía.
Con ese argumento no pienso, ni puedo trivializar los efectos mortíferos de las bombas que caen en cualquier punto cardinal de Ucrania en estos momentos, el drama de una bala atravesando un cuerpo, de una familia sin hogar, de las personas que escapan hacia Polonia o en dirección a Rusia, dejando una vida hacia atrás. Tampoco me detendré en utilizar estas líneas para hacer una analogía necrológica con los que mueren en Siria, Palestina, Irak, o en cualquier otro rincón oscuro, pues el básico derecho a la vida me niega utilizar ese recurso en oposición. Más allá, preciso en este soliloquio cuestionar por qué, incluso cuando soñamos con una paz social perpetua, lo hacemos a través de un delirium por la guerra.
En este punto traigo a colación a Michel Foucault cuando en su genealogía del racismo afirma “que una estructura binaria atraviesa la sociedad, como un frente de batalla, continuo y permanente, colocando a cada uno de nosotros en un campo o en otro”. Según el intelectual francés la noción de biopoder entraña “la inexistencia de un sujeto neutral, pues somos necesariamente el adversario de alguien”. Desde esta formulación, el principio del arte militar clásico que comprende la guerra como la continuidad de la política por otros medios pasa a ser la confirmación de que la política es la guerra continuada con otros medios. Detrás de un aparente orden y de la paz, la guerra no se detiene, en el ánimo de estructurar un cuerpo social de segregación, de eliminación, de normalización de un discurso de lucha de razas.
Lo que hoy se nos muestra como un cruce de frases, sanciones, reprimendas y acusaciones entre Rusia (Oriente) y Occidente (representado por la Unión Europea, OTAN, EE.UU.) es parte intrínseca de esta guerra de razas, de civilizaciones, donde el objetivo primigenio no parece ser la reconciliación, la pacificación; sino la victoria de una verdad sobre otra, de unos valores ¿humanos? sobre otros. La verdad-arma se convierte en un elemento estructurante del poder, de las asimetrías, de una relación de fuerza donde el sujeto poseedor de ¿derecho?, más que polemizar en la búsqueda de la verdad, desea beligerar para imponer su verdad, que también le garantiza la victoria.
En esa lógica el discurso de guerra permanente resulta en una política de la muerte donde “(…) Ia expresión última de Ia soberanía reside ampliamente en el poder y Ia capacidad de decidir quién puede vivir y quién debe morir. Hacer morir o dejar vivir (…)”. Desde la defensa de esa “soberanía” los Estados, los Gobiernos, la comunidad nacional imaginada (distorsionada, deshumanizada) convertirán su verdad-arma en mortíferos artefactos para causar la destrucción máxima de las personas y crear mundos de muerte. Las disputas de soberanía ucraniano-rusa (Occidente-Oriente) geolocalizadas hoy en las regiones autónomas del Donbass, creó mundos de muerte. Y parece ser que, hasta ahora, la extensión de esos mundos de muerte son la más sabia solución que encuentra la necropolítica.
Todavía en este monólogo me inquieto por la desmedida importancia que adquieren las nociones nacionalistas en el mantenimiento de los estados de guerra y de negación de la paz. Que por un mismo conflicto versiones nacionalistas de izquierda, de derecha y de centro se estrechen o distancien las manos, parece sintomático de un fenómeno ideológico-discursivo más profundo, y de implicaciones geopolíticas. En esta línea es posible reconocer, junto a Balibar y Wallerstein, que “(…) la noción de nacionalismo se divide constantemente. Siempre hay un nacionalismo “bueno” y un nacionalismo “malo” […] El que es signo de amor (incluso excesivo) y el que es signo de odio […] la división interna del nacionalismo resulta tan esencial y tan difícil de clasificar como el paso que va de “morir por la patria” a “matar por su país”.
El discurso de guerra nacionalista aparejado al odio de razas resulta en una constante en el desarrollo histórico-político del Estado-nación en Occidente. Los fundamentos racistas de la nación moderna se ubican en la Antigüedad y el Medioevo. Sin embargo, entre la primera mitad del siglo XIX y la primera mitad del XX la funcionalidad de las razas al servicio de la construcción nacional de las identidades europeas, alcanza una importancia capital para entender las políticas entre y al interior de los Estados-nación de la Europa contemporánea, así como su relación con otros territorios, en este caso, la propia Rusia.
El nazismo, el antisemitismo, el antieslavismo son subproductos mortíferos del racismo, utilizado como dispositivo de poder por diversos nacionalismos, que hoy reverberan en un conflicto complejo y multifactorial como el que presenciamos en Ucrania. Lo más preocupante, quizás, de este conflicto, sea el probable enquistamiento de los racismos e intolerancias con sus consiguientes ramificaciones intra y extraterritoriales. Esas neurosis que sobrepasan la lectura nacionalista de encontrar “culpable” al otro por no pertenecer a una colectividad no “escogida” y los declara de facto inconvertibles, inteligibles, irreversibles, de una esencia perversa que “justifica de antemano todo lo que uno se proponga hacerlos sufrir”, como nos advierte, con razón, Castoriadis.
En este contexto las palabras de Frantz Fanon, como tantas veces, se resignifican y adquieren especial dimensión, al convidarnos a cambiar de piel, a desarrollar un pensamiento nuevo, a crear un “hombre nuevo”: “Por Europa, por nosotros mismos y por la humanidad (…)”. Ojalá una pedagogía positiva para la gestión de los conflictos sea el camino que nos conduzca a terminar la(s) guerra(s) social(es) que nos acechan y enaltecer la paz como política cotidiana.