El desafío de Luiz Inácio Lula da Silva al plazo máximo concedido por un juez para entregarse a las autoridades y comenzar a cumplir una condena de 12 años de cárcel por corrupción derivó en una situación de tensión, con el expresidente de Brasil encerrado junto a sus partidarios en la sede de un sindicato desde el viernes.
Se espera que Lula, una figura destacada en la política brasileña y principal favorito en las encuestas de cara a las presidenciales de octubre, asista el sábado por la mañana a una misa en memoria de su fallecida esposa en la sede del sindicato metalúrgico en Sao Bernardo do Campo, un suburbio de Sao Paulo.
El juez federal dio a Lula hasta el viernes por la tarde para que se presentase ante la policía en Curitiba, a unos 417 kilómetros (260 millas) al suroeste de Sao Bernardo do Campo.
Pero el plazo se agotó y la policía se mostró reacia a entrar al edificio ante los miles de partidarios del exmandatario que esperaban en el exterior, lo que podría haber derivado en disturbios. El sindicato metalúrgico que fue el lugar donde comenzó el ascenso al poder de Lula.
“La intención es no forzar la entrega a cualquier costo, sino seguir la orden de la mejor forma posible, con tranquilidad y sin un espectáculo mediático”, dijo el director de la policía federal, Luis Antonio Boudens, en un comunicado.
Dos fuentes cercanas a Lula dijeron a The Associated Press que el ex mandatario no acudiría a Curitiba, sino que estaba considerando si esperar a la policía en la sede sindical o entregarse en Sao Paulo. Ambos hablaron a condición del anonimato al no estar autorizado a compartir deliberaciones internas.
Anna Julia Menezes Rodrigues, experta en derecho penal en Braga Nascimento e Zilio, dijo que la negativa de Lula a entregarse lo convierte en un fugitivo. Esto supone que la ejecución de la orden judicial depende ahora de la policía federal, agregó.
La orden de detención de Lula se emitió el jueves, horas después de que el Supremo Tribunal Federal denegó por votación de 6-5 una solicitud de Lula de no ir a la cárcel mientras apela una sentencia que, según él, es sólo una maniobra para impedir que su nombre aparezca en las boletas de las elecciones de octubre.
El juez federal Sergio Moro, considerado por muchos brasileños un héroe contra la corrupción por su labor al frente de la “Operación Autolavado”, condenó al exmandatario el año pasado por hacer favores a una constructora a cambio de la promesa de un apartamento en primera línea de playa. El fallo fue ratificado en enero por un tribunal de apelaciones. Lula niega haber cometido delito alguno en ese caso ni en las acusaciones de corrupción en su contra que están pendientes de juicio.
Pase lo que pase, el arresto de Lula supondrá una caída colosal para el hombre que llegó a poder contra pronóstico en una de las naciones más desiguales del mundo. Presidió el país entre 2003 y 2010 y que dejó el puesto con un índice de aprobación superior al 80 por ciento.
Como muchos otros asuntos en una nación cada vez más polarizada, la entrada en prisión de Lula se interpreta de forma distinta entre sus seguidores y detractores.
“Lula siempre ha sido así: un delincuente y un radical que no respeta la ley”, dijo Edson Soares, un jubilado de 70 años, en un centro comercial próximo al edificio sindical. “Sería mucho mejor que estuviera en prisión”.
Antonio Ferreira dos Santos, un albañil de 43 años que participó en la vigilia en el exterior del inmueble, tenía una opinión diferente.
“Lula es uno de nosotros. Sabe lo que es tener una vida dura y quiere más a los pobres que a los ricos”, manifestó dos Santos.
El Partido de los Trabajadores insistió en que Lula, de 72 años, seguirá siendo el candidato de la formación para los comicios de octubre. Técnicamente, empezar a cumplir su condena no le obliga a abandonar la carrera electoral. La corte electoral brasileña, el Tribunal Superior Electoral, decidirá sobre las candidaturas en agosto. Se espera que vete al exdirigente en base a la ley que impide la elección de aspirantes con condenas confirmadas, aunque esa decisión podría ser recurrida.
AP / OnCuba