De Cuba he traído esta vez algo más de mis cosas, las pocas que van quedando allá, a la deriva. Migrar es aprender a prescindir. Uno debe alejarse primero físicamente y deshacerse luego, en todo sentido, de aquello que en una época fue muy importante, casi vital. De los libros, por ejemplo. De las fotos de la familia —las de papel. Y, aunque cueste decirlo, incluso de algunos afectos.
Sé que no es fácil, pero es bueno entrenarse también para sobrevivir con lo que quepa en una maleta. Como mucho, en dos. Y en el corazón.
Hace poco conversaba con un amigo sobre el apego que llegamos a sentir por los objetos; tanto que, incluso, pueden anclarnos a situaciones desfavorables. “No puedo dejar mi casa…” “No puedo dejar mis cosas…” “Tanto por lo que he luchado”.
Los más jóvenes, con menos posesiones —o casi ninguna— van ligeros por la vida y están dispuestos a llegar con las manos vacías a cualquier sitio. Han crecido en un ambiente mucho más fluido que sus padres: en una sociedad líquida, según Bauman. (Aunque, dicho sea de paso, para pensar en Cuba considerando esos conceptos, habría que poner algunos asteriscos y paréntesis.)
El asunto es que cuando llegamos a “cierta edad” y además hemos hecho nuestras vidas en un ambiente de escasez, el patrimonio acumulado, inmenso o breve, se convierte en algo casi sagrado. Y es la plomada que, en ocasiones, hace caer hasta el fondo, impide tomar decisiones rápidas y arriesgadas, por más apremiantes que sean.
He tenido que hacer y deshacer muchas maletas y cajas en mi vida, obligada por los cambios de hábitat. Quizás por eso trato de luchar contra “las cosas”, no porque no las desee o no las valore, sino porque no puedo dejar que me obliguen.
Después de varios años de estar lejos, en este último viaje de verano a Cuba, recogí algo más de los objetos que me van quedando en La Habana.
Boté lo inservible, regalé lo que pude, guardé para un mañana incierto tres o cuatro cosas pequeñas de las que no puedo deshacerme todavía. Con el resto, cargué y lo traje hasta mi nueva geografía.
Varias semanas después estoy desempacando todavía. Poco a poco organizo y les asigno puesto a esos objetos rescatados. Sospecho que la mayoría de ellos dormirá el sueño eterno en la gaveta en que los puse. Algunos son ya perfectamente inoperantes, salvo para enredarme en la nostalgia.
Otros vinieron conmigo porque son mensajes iluminados del pasado. Como estos cinco dados que ahora mismo estoy viendo frente a mí, salidos de sabrá Dios qué improvisada fabriquita en las profundidades de Cuba, y vendidos por los “merolicos” en la ya lejana década de los 80.
Dados de cubilete conformados de un plástico brusco y pastoso, con aristas irregulares y un color indefinido; sus caras hechas de “negros”, “mujeres”, “jotas”, “cundangos”, “kás” y “ases” no pueden disimular que el implacable tiempo les pasó por encima.
Son objetos feísimos e innobles, símbolos persistentes de esa precariedad material que ha marcado la vida de varias generaciones de cubanos.
Fueron parte del erario familiar, gratos lo mismo para tertulias etílicas donde los mayores se alegraban, que en los viajes a la playa, que en los apagones del Período Especial.
Cuando los encontré fue que pude apreciar cuánto me habían faltado. No importa su tosquedad, su baja estofa y su vejez. No tienen sustitutos. Son una revelación de lo que fuimos y somos.
Aunque difícilmente podré legarlos en herencia cuando ya no tengan valor sentimental para nadie, decidí que no me separaré de ellos otra vez.
Un pensamiento como un flechazo me hizo relacionar esos dados con un post que leí hace poco en Facebook. Sumado al bombochíe anti mipymes que ha estado combustionando en las últimas semanas, el autor intentaba rebajar a algunos de esos pequeños emprendimientos llamándolos “merolicos”, despectivamente.
Había en esa expresión una especie de “odio de clases” invertido, rancio y conservador, que fluctuaba entre la envidia y la desesperación por el bolsillo insolvente.
Pensé que más les valía a los intransigentes de entonces, y a los de ahora, hacerles un homenaje en vez de un acto de repudio a ese grupo de buscavidas que vendían, y venden, en los portales y aceras, cerca de las paradas de guagua o en los parques, sobre mesitas plegables o en lonetas tendidas en el piso, cargando su mercancía de barrio en barrio.
Tal como hoy ocurre, sin los merolicos aquellos, los que tuvieron que crear y mover “por la izquierda“ sus productos, sumergidos en un océano de prohibiciones, no habríamos tenido nunca acceso a objetos básicos para desenvolver la vida cotidiana.
Percheros, palitos de tender, peines, rolos, jarritos, juntas de cafeteras, válvulas y cabos de olla de presión, calentadores de agua, encendedores de cocina, repuestos de aspas de ventilador, llaves de paso, arandelas, pasadores, codos y tés de plomería, aparatos de hacer discos voladores, sucedáneos de hornillas, coladores, sogas, hebillas, yoyos, papalotes, téipe, forros de libretas, coladores de café, bases de plancha, acetona y pinturas de uña, palos de trapear y escobas, cepillos y cubos, soldaditos, camioncitos, platos y cubiertos, lijas, cepillos de metal, ollas para freír, pozuelos, muñequitos de yeso, espumaderas y cucharones, aretes y collares, estropajos, suizas de saltar… cubiletes.
Esos mediocres objetos que sobreviven todavía, tenaces, en algunos hogares; o que quedaron suspendidos en el pasado del “no había“ cuando por fin llegaron días mejores para algunas familias… Esos feos, toscos, pastosos, pero útiles objetos, fueron los artilugios meriloqueros que nos aseguraron “un salve” en las recurrentes épocas de escasez. Fueron aquellas —¿escribo ”pequeñas”?— cosas que nadie más se ocupaba de garantizar.
Yo no quiero que se me olviden.