Poco a poco voy abandonando la idea de la Gran Conspiración. Las carencias culturales de nuestra cotidianidad y la vulgaridad que la confita a fuego lento me desaniman a considerar que en algún rincón, una mente prodigiosa se burla de nosotros. De la misma manera que un difuso criterio gastronómico autoriza hoy ajiacos chapuceros de todo género con sabor a ‘sobrecito’, nuestras habilidades para comunicar funden un zumbido imperativo e impaciente, que interpela sin distinción a niños, jóvenes y ancianos en cualquier estado mental.
Me oscurece el alma tropezar con mensajes que desarrollan un ensimismado diálogo. Slogans predeterminados y demasiado generales, cánticos de reconocimiento tribal más que cualquier otra cosa. Tal parece que entendemos por comunicación un repertorio de diez o doce mandamientos moralizantes que tiñen de un amarillo otoñal a nuestro mundo político, ético, institucional o empresarial. Todo lo que leo me sabe igual, todo tiene esa pátina rojiza, esa textura casi cruda, casi nunca en su punto ideal.
Algunas proclamas se escriben a mano alzada encima de otras que el tiempo ha ido borrando. Como en una excavación arqueológica, afloran capas superpuestas de alabanzas a dioses y religiones de ciclo corto, reemplazadas a su vez por nuevos ídolos, más locales que nunca, por sencillas supersticiones. Anclado en ese ayer reiterativo, ‘Por un servicio de calidad’ no murmura más alto que los jeroglíficos egipcios. Aparentemente legibles como una adición lineal de gatos, serpientes, solecitos y perfiles humanos con cabezas de perros. Porque si me detengo a interpretarlo de veras, ¿quién hace algo por ese ‘Por’? ¿Qué calidad puede esperarse desde esa borrosa tipografía?
Lo dramático del asunto —y esto es: pasando limpiamente sobre Marshall McLuhan y su enunciado de que cualquier mensaje está primariamente determinado por el medio en el cual está ‘incrustado’— es que este comentario pasa sus horas sobre una barricada alambrada, hostil, como quiera que se mire. Disuasorio a reventar. Entonces, ¿qué servicio propone?
La altura de la tapia cornada de púas, incluso sin el eslogan, ya deja clara ‘la suspicacia’ de ‘lo escondido’ hacia los visitantes casuales. De modo que a pesar de la mala praxis de la enunciación, la única oferta de calidad, es la capacidad de segregación, la negación del ‘algo simbólico’ que se oculta al otro lado. No percibo otra. Se puede alegar que debo ser imaginativo, comprensivo, suponer que soy un analfabeto social y que del otro lado ocurre algo que a la larga, o en un plano simbólico, me es beneficioso. Sí que se puede pedir lo que se quiera. Pero algo es seguro. Estos espectáculos promocionales no construyen. Atacan frontalmente y sin miramientos la autoestima de sus ‘usuarios’, su sentido de pertenencia, compromiso personal, su participación en el juego y proyección al futuro. Aún peor: carga contra lo único que el repertorio vigente de servicios puede ofrecer sin racionamiento y sin cola. La noria de gratificaciones simbólicas que rodeamos cansinamente en espera del jugo.