El verso “es una rosa es una rosa es una rosa…” forma parte de un poema de la novelista estadounidense Gertrude Stein. Lo escribió en 1913 y parece ser un aforismo donde subraya el principio de identidad de la lógica y la filosofía. La sencilla afirmación —en apariencia— de que toda identidad es idéntica a sí misma. La filosofía insular propone su rotundo equivalente: las cosas son como son.
Esta mañana, de regreso a casa, volví a ver el cartel de una floristería llamada “Rosas”. Desde que leí la impresionante novela de Eco, la rosa nunca volvió a ser la rosa. El mismo narrador decía que a lo largo de los siglos, había representado a tantas cosas que ya no significaba nada.
La rosa del rosal agrupa más de cien especies, originarias casi todas del Asia, aunque las hay nativas en otros sitios. Se conoce de toda la vida. Cuando los amantes cultos se enamoraban en latín, la rosa era ya “la rosa”. Y su nombre sencillo, perfecto, de una rotunda delicadeza, se ha mantenido inalterable desde entonces. Como los ríos de la pasada semana, cada vez que un grupo humano se ha asentado en un vecindario, no tardan en aparecer los rosales. Las primeras referencias de la rosa llegan desde Creta, en el siglo XVII antes de Cristo, aunque ya perfumaba los jardínes de media humanidad. Desde entonces sus variedades se multiplicaron casi tanto como su simbología.
Mi abuela materna trajo desde España un “rosario” cuyas cuentas la conformaban pétalos apretados de rosas secas. Tenía un olor curioso y distintivo. La palabra ya nos deja una pista de su relevancia para el catolicismo. Desde que el espíritu se empezó a recoger en textos, casi en todos encontramos una rosa, con un propósito específico. Y de ellos me quedo con el cuento fantástico de Oscar Wilde: “El Ruiseñor y la rosa”. El vano sacrificio del ruiseñor en nombre del amor arruinó para siempre mi temprana veneración por el amor romántico, ciego, sordo, trastornado y bipolar. Amor adolescente. Nunca he perdonado a aquella joven preferir las joyas del sobrino del Chambelán, ni a su débil pretendiente tirar la rosa empapada de sangre al arroyo, ni a la humanidad, por su propensión a pisotear la naturaleza efímera.
Precisamente porque, simbólica, parece no aportar demasiado a estas alturas, hice una búsqueda rápida en la web para ver en qué tipo de establecimiento es más utilizada. Fue decepcionante. Por más que encarnó el poder mental, la capacidad de autoregeneración y protección; a pesar de que no falta en nuestra vida esa rosa crucial que tanto significó en su momento —amarilla y en botón, en mi caso—; más allá de que hasta disfruta su propio día, el 23 de abril; que San Jorge la ofreció a la princesa, tomada del rosal que nació de la sangre del dragón; más allá incluso de que le disputa al corazón y sus Cupidos el símbolo del mismísimo Amor… sus representaciones gráficas son en su gran mayoría miserables. Ha sido pésimamente tratada.
Cosa curiosísima… encontré más locales con el nombre de una persona llamada Rosa que de la rosa en sí. Parece que llamarse Rosa garantiza una mano magistral en la preparación de la comida italiana. ¡Claro! ¡La pizzería de mi niñez! ¡Doña Rossina! En aquellos años de finales del 70 y principios de los 80 iba muchísimo cuando reunía las monedas que me regalaba mi padrino. Tan glotón que me iba sin compañía a disfrutar de la blancura del mantel y del aire acondicionado a esperar por aquellas pizzas gruesas y grasientas con los bordes chamuscados que sabían a cachete de virgen en aceite.
La cantidad de Mama Rosas que he podido revisar es asombrosa. En Pennsylvania, en el estado de Mississauga, en Canadá, New Jersey, Colorado, Tennessee. En todas partes, en todos lados. Todas con logos malísimos.
¿En qué momento la delicadeza y la fragancia casi mística de la rosa se convirtieron en una pizza? Desde que el estudiante tiró la rosa que sacrificó al pájaro encendido, cuando la usamos indiscriminadamente para lucir divinos y soñarnos en rosa. Desde que es barata. Porque caro fue una vez su símbolo y de tanto manosearse perdió todo valor.
A pesar de haberle perdido el respeto como portadoras de un mensaje relevante, todavía las apreciamos físicamente, como portadoras de un encanto que ha resistido el paso de siglos. Cierto que es una belleza empalagosa que tiene a los diseñadores hartos. No se puede explicar de otro modo que apenas se encuentren en el mundo real —no en los asépticos laboratorios experimentales de diseño— representaciones logotipadas dignas de su pasado o de la importancia que siempre tuvo para el mundo del espíritu.
En mi trabajo siempre he utilizado el color rosa. Me gusta. Me resultan fascinantes —desde algún distraído punto de vista— los globos rosados que niños y no tan niños inflan con la goma de mascar de fresa. Disfruto enormemente los rosales domésticos que cultivan mis caras amigas como nunca pudo hacer mi madre por falta de espacio. Y si me entregara a una fantasía, me gustaría verme una vez más en el invierno de 1982, en “aquella” Doña Rossina de Calzada e I, semi vacía, sentado a la mesa, absorto en la lectura de la edición española de El nombre de la rosa, traducido por Ricardo Pochtar, miestras espero por una crema necia de queso amarillo, unos espaguetis napolitanos con Vitanova y una pizza corpulenta de jamón. Todo rociado con un par de refrescos de naranja helados. Suspirar porque no queda espacio para el flan de leche o el tocinillo.
¿ Y las rosas? ¿A dónde se fueron?