Yoko, mi perro, no tuvo ningún problema en ladrar en inglés desde el primer día que llegó a los Estados Unidos. Esa misma noche, cuando bajó a abonar el parterre, insultó en inglés a todos los perros que le pasaron cerca. Sin titubeos dejó el “guau guau” y estrenó un “woof woof” sin acento latino. En el aeropuerto vi como llegaban perritos de todos lados. De Turquía llegó uno ladrando en “hev hev”, uno desde China no paraba con su “wang wang”.
Estas variaciones se reducen a nuestros intentos de imitarlos creando onomatopeyas, codificando sonidos naturales, no discursivos. ¡Boom! por ejemplo, hace el gerente de una cafetería cuando sufre una auditoría por sorpresa. ¡Páfata!, cuando llega a la casa, le cuenta a la señora que se acabó la buena vida y esta le da un cariño. ¡Toc toc! cuando desterrado llega a la casa de su mejor amiguita. ¡Fantásticas!.
Un sonido muy onomatopéyico —aunque dudo en calificarlo como tal— es gua gua o guagua. Puede ser el llanto de un bebé o la sirena de un antiguo carro de policía. En Cuba es demasiado familiar. El cubano del último siglo y principios del siguiente sabe cuánto nos toca. Inevitable enredarse con ella, perseguirla, sudarla, dejarse zarandear. Todo un símbolo de la cubanía, a la altura del pan de la bodega, la ventolera política, las marchas, contramarchas y la culpa de todo la tiene los blogs y el “blogueo”.
Aquí se le ignora olímpicamente. ¿A quién se le ocurre tener algo que ver con una guagua? Nadie quiere ser tomado por un fracasado. Casi todos las hemos utilizado de vez en cuando, acabados de llegar, sin nada, sin dinero, sin papeles, sin autoestima. En cuanto se alcanza esa codiciada trinidad, en cualquier orden, se desechan y se miran con horror y pena. Porque todos merecemos el carrito, porque es lo que siempre debimos tener y justamente porque nunca lo tuvimos, ahora es que ya lo tenemos.
Caminando por las desoladas aceras de la Coral Way tropecé con un logo interesante. Wawa. Una cadena estadounidense de tiendas de 24 horas y estaciones de servicio —gasolineras— que operan a lo largo de toda la costa este de Estados Unidos.
Un negocio viejísimo, por cierto. Existe desde 1803, pero no fue hasta 1964 que inauguró su primer mercado de alimentos, abierto las 24 horas, en Pennsylvania. En 1974 se agrega un ganso al logotipo.
Precisamente wawa, o wewe es la palabra con que los indios ojibwe llamaban a cierto tipo de ganso salvaje. Así le llamaron luego, a una localidad rural de Pennsylvania y de ella es que toma el nombre la cadena. Y no solo eso, también es sinónimo de “bien hecho” en la misma lengua. Creo yo que es una onomatopeya. Leer wawa y pensar en nuestros ómnibus es inevitable. Surge una sonrisa porque en el caso que tuviera que montarme en una estaría completamente vacía y climatizada. Aflora también brevemente una tristeza porque nacimos allá, y porque allí están enterrados nuestros muertos.
El wa wa del llanto es audible, somos onomatopéyicos de sangre.
Lo interesante es notar cómo marcas surgidas en determinados contextos suenan completamente diferentes a consumidores que crecimos en otros entornos. El “catecismo” del emigrante que se imparte en la Florida prioriza el cambio de chip: no te hagas preguntas, las cosas son así.
Agarra el remo, coge el ritmo, rema y no mires atrás. Y en el esfuerzo uno tropieza con el logo, sonríe, y sigue remando, todavía volando como el ganso migratorio que aún no termina de llegar a tierra prometida. Y sí, el logo está bien… no es para tirar cohetes, no es para recortarlo y pegarlo en la cabecera de la cama, pero no hay por dónde darle un mordisco.
Va a ser difícil encontrar desastres por aquí. Pero los hay.