La vida, como la conocemos, viene del agua. Salimos del mar. Conquistada la tierra, evolucionamos hasta requerir el agua dulce. Necesitamos beberla. Sin ella, sería imposible digerir los alimentos, eliminar los desechos, distribuir los nutrientes hacia todo el cuerpo a través de la sangre. Antes que todo eso, necesitamos alimentos que también la necesitan.
No en balde las primeras civilizaciones surgieron a la vera de grandes ríos. Sus ciudades se levantaron y florecieron entre los ríos Éufrates y Tigris, en la antigua Mesopotamia. Al sur nace la civilización sumeria, la primera en desarrollar un sistema de escritura. Por allí también prosperaron los acadios por poco tiempo, pero conservan el honor de haber escrito los primeros textos literarios de la humanidad. Hasta donde se conoce, fue Enheduanna, la esposa del rey Sargón, quien, por decirlo de alguna manera, inventó la literatura. A pesar de este notable precedente, los feroces acadios masacraron tenazmente a todos los que declinaron sus usos y costumbres. Aquella húmeda y fértil región fue a la vez cuna de la exorbitante Babilonia de Nabucodonosor, ya surcada de canales para extender sus territorios cultivables. Pero fueron los asirios los que concibieron el primer acueducto para abastecer a Nínive, su capital. Muchos creen que fue allí donde se construyeron los jardines colgantes.
Egipto, por su parte, nace y crece al borde del Nilo. Un río roñoso que sólo crecía en la temporada de lluvias, de julio a noviembre. Inundaba la zona y dejaba un limo negro óptimo para cultivar hortalizas. Esta crecida anual —el Akhet— no podía sostener por sí sola una civilización que crecía como ninguna otra. El desespero por disponer de cebollas durante todo el año los llevó a construir la primera presa de la historia. Algunos historiadores afirman que la esfinge fue originalmente un almacén de ajo.
Atenas nace junto al Eridanos, Roma se funda en las faldas de las siete colinas, al margen del Tíber; París junto al Sena. La vida exuberante, ya sea silvestre o civilizada, creció a orillas de los grandes ríos. Más tarde se popularizaron toda clase de acueductos. Los romanos, por ejemplo, aún provocan asombro en los estupefactos tiktokers de la era moderna.
Sabemos que el agua que fluye es sinónimo de vida. Evolucionamos a lo largo de milenios disfrutando el sonido del agua corriente. Se duerme especialmente bien escuchando el sonido de la lluvia —la otra gran fuente natural de agua en la historia del hombre.
De modo que, tras explorar los rinconcitos de Miami sentí la curiosidad de investigar establecimientos, más bien restaurantes, que se presentaran como ríos.
Cada vez que visitaba a mi abuela paterna cerca de Santiago de las Vegas, pasaba junto al río Cristal. Asomado a la ventanilla de la 76, notaba claramente cómo cambiaba la atmósfera cerca de su cuenca. El aire se tornaba fresco y húmedo y el sonido de las aves se multiplicaba. Abajo veía decenas de pretendientes dando remo sobre pequeños botes, cortejando a las mujeres de sus vidas. Algún que otro despistado simulaba pescar para alejarse de las turbulencias del hogar. Yo, que apenas veía el cauce desde la guagua, jamás pude llevar al río una sola mozuela. De cualquier manera tiene un nombre precioso. De todos los nombres con ríos es mi preferido.
Así que no me sorprendió encontrarlo aquí en Miami, en un restaurante de la calle 40. Importados como los de Rancho Luna, Coppelia o La Carreta, todos portentosos. Los locales con ríos como apelativo se amontonan por toda la Florida, disputándose la clientela. No en balde la palabra rival proviene de la misma raíz lingüística. Como derivar, originalmente el acto de desviar una corriente de agua.
En México son incontables: el Río Café, de Tamaulipas; el Río San Pedro de Jalisco, especializado en Cocteles de mariscos; el Río Campestre de Tijuana; Boca del Río en Santa Cruz de Juventino Rosas; Río Quintana de Querétaro y muchísimos más. Más al sur encontramos el Río Dulce de Guatemala y el Río a secas en Colombia. Me llamaron la atención ríos de colores como el Río Negro de León en España; el Rio Amarillo en Cartagena, Murcia; el Río Blanco de Auburn, Seatle; el Río Verde aquí en Miami, por mencionar algunos. En Europa los encontré en Orense, Portugal, junto al Omaña en León, España. Por cierto, en Orense, en unas pocas cuadras hay más de cinco restaurantes con ríos en el nombre: el Mira Río, el Pé no Río…y otros. Lo que es el río y su ría son muy populares en esa zona.
Viví muchos años en 1era y 0, en Miramar. Un sitio precioso con olor a costa. Intenté sembrar de todo en el patio, pero nada prosperaba por el salitre. Paseaba por la zona para despejar días difíciles. Por allí cerca está el restaurante Ríomar, en 3ra y Final, detrás de la Puntilla. Guardo este logo desde hace casi dos años. Lo consideré un logo muy pobre y canijo. Sin embargo, hoy no me lo parece tanto. Más bien creo ahora que es uno promedio normalito. Como los que vemos por toda Latinoamérica. Los años y las toses nos fuerzan a dejar de pedir peras al olmo —piedras al horno, como decía mi amigo Rodolfito—. Nos contentamos con estar vivos y empezamos a mirar la vida con indulgencia. Mucho de lo que en un momento nos pareció intolerable ya no lo es tanto.
Los restaurantes orillados a los ríos son casi todos pobres. Digamos populares, modestos, para familias. Cuando los géneros de la cocina tradicional se elaboran con criterio y se les pone toda la atención, pueden llegar a lo sublime. Los platos geniales son casi siempre centenarios. Los que en las noches las mujeres conservaban calientes para sus esposos cansados de la faena. Tiempos de patriarcados que van desapareciendo con toda justicia, pero cuyo daño colateral es la pérdida acelerada e irremediable de la excelencia culinaria doméstica.
Del mismo modo que nos sentimos tan a gusto en aquellos rinconcitos, llegamos con un entusiasmo similar, manso y sencillo, a los locales con nombres de ríos. Cartas sencillas, con los platos que nos servían las abuelitas entrañables. Comensales, que pasan del diseño y atienden más a la blancura escrupulosa de los manteles que guardan en la memoria. Manteles blancos quedan en Buckingham Palace para los días de fiesta. Revisan la carta y descubren que tienen hoy deseos de aquello o de lo otro, ansia de nostalgia. Ante esa realidad ninguno de estos logos supone la menor pretensión por muy pretencioso que pueda ser su creador.
Hay sustantivos que reclaman honestidad: rincón, río, sopa, asado, agua. No debemos jugar con ellos, podemos irnos todos de cabeza al Metaverso.