Cubano vota cubano

Cuando miré por el retrovisor lo conocí al momento. Era un viejo político venido a menos a causa de un sonado escándalo de corrupción electoral.

Foto: Milena Recio.

Foto: Milena Recio.

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Las palabras sonaron como un látigo. Un pequeño chorro de sudor comenzó a bajar por la nuca. Ese, “yo a ti te conoco” sonó como un ajuste de cuentas previo al degüello.

Era de noche, el pasajero ingresó al carro por la puerta detrás de mi asiento y no tuve tiempo de verle la cara. No me preparé para lo peor sino para lo sorpresivo. ¿Qué vendría? En este pueblo en que vivo los periodistas ya tuvieron más enemigos que los que tienen. Más violentos. Pero como los viejos hábitos tardan en disolverse, todo cuidado es poco. Y yo no hice muchos amigos en estos años de periodismo político en el sur de Florida.

Cuando miré por el retrovisor lo conocí al momento. Era un viejo político venido a menos a causa de un sonado escándalo de corrupción electoral. Perdió su trabajo a causa de una seria investigación hecha por el periódico donde trabajé. Resulta que esa investigación no tuvo nada que ver conmigo. Hice otras.

“¿Cómo dijo?”, me volvió a preguntar si yo no era determinada persona. Le dije que no, que me había confundido. Refunfuñó algo, pero se calló enseguida. Estaba borracho. “Ufff”. Si le da por confundirme con el otro colega, todo era posible. Porque lo suyo fue sonado. Se metió con el sistema electoral, diseñó un esquema para falsificar votos, lo atraparon y cuando el periódico comenzó a indagar se descubrió, además, que había cometido fraude con las cuentas de campaña. Es un delito común en el complejo ambiente que se llama “la política de la Calle Ocho”, el ex libris de los cubanos en Miami.

Entre 1992 y el 2008, al menos una veintena de políticos, funcionarios, voluntarios de campaña o ciudadanos comunes se las tuvieron que ver con los tribunales. La mayoría terminó en la cárcel aunque por apenas unos cuantos meses. Pero su actitud ha llevado a que el área tenga uno de los mayores niveles de abstención de toda Florida. Y la reputación por el piso.

Una de las características que tiene manejar Uber o Lyft es que uno tiene mucho tiempo para pensar mientras el cliente duerme la borrachera o bucea en su celular. Lo que le pasó al hombre que tenía sentado detrás no es más que el resultado de una de las más tenebrosas consignas políticas que circularon por Miami a partir de fines de la década de 80 del siglo pasado y que está comenzando a diluirse porque los protagonistas, sencillamente, se están muriendo. La consigna: “cubano vota cubano”.

Confieso que cuando me instalé en la ciudad a mediados de los 90 me costó mucho trabajo entender como un concepto tan sectario de la política podía haber prosperado. Tardé algún tiempo en descubrir que más que un sectarismo discriminatorio termina siendo un mecanismo de aseguramiento de poder real. Parte de un principio muy enraizado, principalmente en la generación de los primeros cubanos que se instalaron en el sur de Florida escapando de Fidel Castro, creyendo que para sobrevivir deberían mantener la misma élite política que tuvieron en Cuba.

A ello contribuyó el hecho de que el ambiente sureño que imperaba en ese entonces en Miami intentara discriminarlos. Hubo manifestaciones de gringos de ojos azules exigiendo que los recién llegados hablaran solo inglés, cafeterías y restaurantes rehusaron prestarles servicio. Aparecieron los carteles diciendo “no Cubans” como en Alabama exclamaban “No blacks admited”.

Pero eso fue al principio. Cuando yo llegué en los 90 el concepto se mantenía. Un buen ejemplo de cómo el “cubano vota cubano” funciona es el caso de un comisionado de Miami que fue reelecto pese a que estaba bajo una investigación por corrupción. Se llama Humberto Hernández y desde 1995 estuvo dos años intentando conseguir un puesto público hasta que en 1997 logró ser concejal tras una vacante en la alcaldía, con el abrumador voto cubano. La alegría duró poco. Al año siguiente el gobernador del estado lo suspendió del cargo en medio de una investigación de fraude bancario y lavado de dinero.

Pero Humbertico, como le decían, no se quedó quieto y al año siguiente volvió a postularse a concejal. Aunque estaba envuelto a un escándalo serio, apeló al voto de los suyos, estos respondieron en masa sin importarles su deshonestidad y, como “cubano vota cubano”, Humbertico volvió a salir electo.

De nuevo, la alegría duró poco. A los pocos meses cuando se descubrió que hubo fraude electoral en esa campaña, el gobernador lo suspendió de nuevo y él terminó purgando unos tres años de cárcel.

Si no fuera por eso, creo que si Humbertico se hubiera presentado de nuevo saldría triunfador porque, hasta el día de hoy, todavía hay gente en la Calle Ocho que cree que “los americanos la tenían cogida con Humbertico”. El hombre ha rehecho su vida y jamás volvió a la política. No es el único ejemplo pero es uno claro de las características del mundo electoral miamero de entonces.

Ahora ha cambiado un poco. Los nuevos electores cubanos se ríen de la tonta consigna, las otras nacionalidades se han abierto camino y los gringos de ojos azules se dieron cuenta de que si quieren sobrevivir hay que adaptarse a las circunstancias. Pero lo de que “cubano vota cubano” queda en la historia porque durante décadas separó a los demás inmigrantes de un grupo de social que, en el fondo, terminó dejando a su país sin tener la más mínima noción de si lo volvería a ver de nuevo. Y eso es tragedia y sufrimiento.

Ah, se me olvidaba una cosa. Hace unos años una amiga mía cubana se mudó a Miami desde California y cuando fue a alquilar un apartamento, la casera, cubana ella, intentó tranquilizarla: “Mijita, no te preocupes que esto es un barrio serio. Aquí solo hay cubanos, no hay hispanos”.

La mayoría de esos hispanos viven otro mundo. Uno de los grupos de clientes más sólidos de Uber y Lyft son las decenas de miles de empleadas domésticas que al final de la tarde regresan a casa en unas carreras pagadas por sus empleadores. Vuelven a lugares que la mayoría de los miamenses no saben que existen. Ni les interesa. Me di cuenta de ello el día en que una mucama salvadoreña no quiso que la dejara delante de la puerta de su casa.

Miré al fondo de la calle y allí estaba. No es una casa, es un ranchito. Como hay millones en Latinoamérica. Pero éste levantado en el corazón de la ciudad del beautiful people en una ciudadela que nació improvisada pero se está volviendo permamente.

(Continuará)

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