Dios puede no existir pero hay que atenderlo

Si un cliente pide rezar hacia La Meca uno le hace caso y evoca sus creencias aunque las mías no sean las mejores.

Un índio swara ecuatoriano en la trinchera de la guerra con Perú en 1995. Foto: Rui Ferreira.

Vamos a dejar claro un asunto desde ya: no creo en ningún dios, solo creo en mis amigos.

Pero tengo que admitir una cosa: la iglesia católica me ha “salvado” la vida en varias ocasiones. No necesariamente porque yo crea que Dios existe sino porque la iglesia tiene más de 2000 años de experiencia y sabe cómo hablarle a la gente.

Después que al niño Elián González las autoridades norteamericanas hicieron justicia y entregaron al entonces menor de edad a su padre, tuve la oportunidad de sentarme a conversar con el padre Francisco Santana que, según decían, era su “padre espiritual” en Miami. Le preguntaba qué estaba pasando en su parroquia de la Pequeña Habana con los parroquianos que tanto habían deseado que Elián se quedara en Estados Unidos, algunos equivocados pero otros con sincera devoción. Su respuesta fue directa: “Tuvieron una crisis de fe. Algunos me dijeron que habían dejado de creer en Dios. Me dijeron que rezaron mucho y no obtuvieron una respuesta palpable. Intenté consolarlos.”

Es ese momento dejé de tomar notas y le dije que yo no creía en Dios porque Dios no existe, que no lo he visto nunca. Y el padre Santana me dio una explicación que nunca he olvidado y, todavía creo, fue importante. Me dijo: “El problema no es que lo veas o palpes. El asunto es que debes ver a Dios en la forma que quieras, donde quieras y como quieras. Así se materializa”. Debo confesar que fue una respuesta que me gustó, resolvió algunos de mis problemas espirituales y en esa hemos estado.

El padre Santana falleció en 2003 tras una dolorosa enfermedad de la que ni Dios logró protegerlo. Injustamente. No voy a entrar en sus posturas durante la llamada “crisis de Elián”, pero – volviendo atrás – debo explicar cómo la iglesia Católica ha resuelto algunos de mis problemas. El que me parece más destacado fue la guerra del Perú con Ecuador del año 1995.

Me tocó cubrirla del lado ecuatoriano después que los militares peruanos me expulsaron de su territorio cuando me atraparon sin permiso en la frontera del lado de ellos. Resulta que los ecuatorianos decidieron, quizá porque no jugaban a la propaganda como en ese entonces lo hacia el dictador peruano Alberto Fujimori, no publicar ningún parte de guerra en el día a día, como forma de mantener sus operaciones en secreto.

Llegado al frente de batalla ecuatoriano, en la zona del Cenepa, aunque los militares nos trataban bien no nos contaban nada. Yo tenía, en ese entonces, que mandar un parte casi diario a Lisboa, aunque el periódico para que trabajara fuera semanal. Fue cuando una amiga ecuatoriana me sugirió que fuéramos a la iglesia. Fuimos. Fue cuando me di cuenta de que los curas hacían esas homilías en un código difícil de entender que, al final de la jornada, necesitaban una interpretación. Con la ayuda de los feligreses me di cuenta de que los curas lo que hacían en sus homilías eran verdaderos partes de guerra, en ese lenguaje críptico que manejan como dioses y compartían con la gente el diario acontecer del frente. Así todos se enteraban quien avanzaba, retrocedía, moría o sobrevivía en el frente.

Imagen del telegrama dando la orden del inicio de la guerra de Ecuador con Perú, en poder del archivo de Rui Ferreira.

Eran informaciones tan precisas que una vez descifradas del lenguaje teológico nadie ponía en duda. Años después, conversando con un antiguo de ministro de Defensa ecuatoriano éste admitió que, incluso los mismos militares, creían más en las homilías de los curas como fuente de informaciones que en las suyas.

Meses después me fui a Haití a cubrir la invasión norteamericana y la expulsión de los militares dictadores haitianos. Con la experiencia ecuatoriana, toqué a la puerta de la iglesia haitiana y me proporcionaron datos más precisos que el Pentágono, haciendo siempre la salvedad de que “nosotros no decimos nada”. Pero estuvieron correctos.

La cuestión no es si Dios existe o no, sino en lo que uno cree, en quién cree y cuántos somos los que creemos en algo. Y cuán cómodo se cree uno creyéndolo. O dónde.

Por eso, cuando el martes pasado un cliente musulmán de Uber en Miami me pidió detener el auto a las cinco de la tarde para que él pudiera decir una oración orientado hacia la Meca, yo no tuve ningún reparo en buscar la orientación en mi GPS de la ciudad sagrada ni remetirme a un silencio respetuoso mientras duró la oración.

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