El destino de Margarita

Ella es, como muchos de los centroamericanos que viven en el sur de Florida, una indocumentada.

Miami. Foto: Pxhere.com

Miami. Foto: Pxhere.com

Todos los días a las 5 en punto de la tarde Margarita baja 18 pisos de un edificio de lujo en Miami Beach. En la puerta la espera un Uber que la llevará a su casa.

Hay un detalle: en este caso el chofer no sabe cuál es el destino exacto de esta mucama salvadoreña, porque la dirección que aparece en pantalla del móvil es una intersección en la zona de los hospitales.

No es raro que los clientes de plataformas digitales no siempre indiquen su destino. Muchos optan por quedar cerca para poder caminar un poco.

Pero en el caso de Margarita llama la atención, cuando me consta que el destino indicado es maleza pura, una de las pocas zonas verdes, por no urbanizadas, del área metropolitana. Por el camino me voy enterando de que es salvadoreña, que tiene tres hijos y todos los días se levanta a las 5 de la mañana para prepararlos para la escuela, arreglarse y salir rumbo al trabajo. Margarita es una de las tres empleadas de servicio de la casa donde labora. Su trabajo consiste en lavar y planchar la ropa.

“Es tanto lo que hay que lavar allí que me ocupa el día entero. Ocho horas. No sé cómo esa gente ensucia tanto la ropa de cama, las toallas, los calzoncillos, camisas, pantalones. Lo único que no toco son los vestidos de la señora: van todos a la tintorería”.

Margarita es, como muchos de los centroamericanos que viven en el sur de Florida, una indocumentada. Llegó a Estados Unidos por la frontera con México hace cinco años y, tras unos meses en Texas trabajando en lo que podía encontrar, terminó decidiéndose por bajar a Florida a sugerencia de una hermana porque por aquí “la migra no los persigue tanto”.

El ambiente antiinmigrante en la zona siempre fue mucho más suave. Con un conjunto de leyes que les facilita el asentamiento, los cubanos, que son la mayor comunidad extranjera y un factor importante en la política en el sur de Florida, nunca tuvieron un rechazo militante hacia los inmigrantes centroamericanos como en otras regiones del país.

Margarita tuvo suerte. Consiguió un trabajo en la casa de una pareja de empresarios argentinos con cinco hijos y no tuvo mucho tiempo que perder.

Le pregunto si le gusta el trabajo. “Es lo que hay”, dice sin gran entusiasmo. “Pero, ¿le va bien?” “Sí, la verdad que no me quejo, pero…”, y se calla. “¿Pero…?” Duda si decirlo. Al fin: “La señora es muy caprichosa, uno de estos días me bota”, afirma anteviendo su futuro laboral.

En eso llegamos a la zona donde debo dejarla. Me indica la esquina y cuando veo que es un barrio de casas móviles, como vive la mayoría de los indocumentados, insiste en que la deje en la calle. No discuto, el cliente siempre tiene la razón. Pero me deja pensando y decido esperar un momento.

Al cabo de unos 10 minutos doy marcha atrás y media vuelta e ingreso al barrio. Y se descubre un mundo totalmente nuevo y desconocido. Hay tantos árboles y ramas que uno diría que por allí viven Tarzán y la mona Chita. Pero no. Claro que no. Si Tarzán y la mona Chita vivieran en Miami serían la atracción de las fiestas de ricos y famosos. No, en esa zona se va descubriendo que allí es donde viven los que sirven a los ricos y famosos, lejos de los rascacielos, mansiones y lupanares.

Por una calle central, que no está asfaltada, se va atravesando un paisaje de decenas de casas móviles, antiguos tráileres de campismo que ya conocieron mejores tiempos y que sin duda saldrán volando al menor huracán que no se apiade de ellos. Sus habitantes intentan conservar la mejor apariencia posible. Pero en una sociedad donde lo más importante es comer, lo poco que ganan no les dan para grandes preocupaciones estéticas.

Los desechos se acumulan en algunas esquinas y, me entero después, una vez a la semana una de las dos empresas de recogida de basura que hay en la ciudad, se adentra en el “poblado clandestino” y recoge lo que puede. “Es casi como un favor que nos hacen”, me explicará días después uno de sus pocos habitantes que se atreve a darme un paseo por el interior del “barrio”.

No todo son casas móviles en la zona. Al fin de lo que es la calle principal surgen las primeras edificaciones, si se les puede llamar, porque algunas parecen unos igloos árticos, pero de cemento y bloques. Están allí a la buena de dios. Al observarlas pudiera concluirse que el arquitecto pudiera ser el mismo que ha diseñado miles de favelas como esta, de norte a sur de Sudamérica, o es que la pobreza solo permite un modelo de refugio de la intemperie. Después me entero de que las autoridades municipales se aparecen de vez en cuando pero su mayor preocupación es cuidar apenas de los pocos servicios públicos que brindan. No la salud y comodidad de las personas. Es cierto que hay alcantarillado, servicio eléctrico, agua corriente y todas esas “utilidades”, como dicen en un macarrónico spanglish, que son útiles pero caras.

Al menos para los bolsillos de los habitantes de este barrio improvisado, donde en una de mis incursiones explorando un mundo totalmente desconocido para la mayoría de los que viven en Miami, termino con la policía en los talones porque se me ocurrió preguntar a uno de ellos si estaban allí para protegerlos de las pandillas y me contestó que es allí donde buscan a los pandilleros. Y yo le contesté que estaba equivocado. Pero eso queda para otro día. La saga de estos clandestinos continúa.

(Continuará…)

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