El fin de una larga espera

Los choferes somos algunas veces una especie de paño de lágrimas de los pasajeros.

Tótem de los Miccosukee en Florida. Foto: Paul Everett.

Tótem de los Miccosukee en Florida. Foto: Paul Everett.

El cierre del gobierno de Trump, que representa ya el mayor de la historia, ha perjudicado a cerca de 800,000 empleados federales en todo el país. Sin recibir el salario durante la primera semana de 2019, muchos de ellos han acudido a Uber o Lyft para poder llevar algún dinero a casa.

Me cuenta Miguel, un cliente habitual a quien suelo recoger en su casa para ir a trabajar al Aeropuerto de Miami, que muchos de sus colegas, agentes de inmigración en la terminal aérea, prefieren este trabajo provisional a presentarse a trabajar sin que les paguen. “Se engancharon rápido y están resolviendo”.

Me dice que sus compañeros saben perfectamente que la insistencia de Trump en construir el muro no tiene mucha razón, porque la mayoría de los ilegales se cuelan por los aeropuertos, entran con una visa y después se quedan. Y ellos no están dispuestos a trabajar sin un sueldo: no hay seguridad ninguna de que, una vez termine el cierre trumpiano, vayan a recibir algo. Si acaso, los días de compensación que les toque por las jornadas en que se reportaron enfermos, pero lo demás es incertidumbre total. Y me revela algo que no sabía: “La gente cree que si el Presidente logra algo con esto puede volver a hacer lo mismo otra vez. Es una inseguridad”.

Manejar Uber tiene estas cosas. Los choferes somos algunas veces una especie de paño de lágrimas de los pasajeros cuando se establece una empatía y a mí me gusta conversar mucho con la gente.

Es todo un mundo. En más de un año que llevo en esto me han tocado un par de conversaciones interesantes. Sucedió con una madre que fue a dejar a su hija en el aeropuerto el fin de semana pasado y la despidió para volver a la universidad. De regreso a casa, la señora, bonita y conversadora, no podía aguantar las lágrimas. “Es que nunca me he separado de ella. Es una niña”, lloraba.

A mí los llantos femeninos me desarman, pero no tuve coraje para decirle que no creo que su hija sea propiamente una niña. A decir verdad de niña no tenía nada. Aunque los choferes de Uber no deben opinar sobre sus clientes, en este caso se abre una excepción. Estoy absolutamente seguro de que ella se sabrá defender en los antros universitarios allá en el norte revuelto y brutal, donde a esta hora la debe haber depositado un vuelo de American Airlines. Yo sé en que aerolínea voló porque la dejé, con sus dos maletas estampadas con florecitas, en la Terminal D que solo sirve a American.

La madre no pudo quedarse porque tenía que ir a trabajar. Pero todavía no habían pasado 10 minutos de dejar a la hija y ya estaban las dos hablando por teléfono. La señora lo quería saber todo. Cómo era el avión, si estaba cómoda, si la comida a bordo servía para algo y, sobre todo, quería decirle que ya la extrañaba mucho. Del otro lado, me parecía –porque al contrario de lo que la gente piensa, nosotros los choferes de Uber o Lyft, lo escuchamos todo– la niña intentaba explicarle que no sabíaa nada de eso porque todavía estaba en la fila esperando pasar por el “toqueteo” que desde el 11 de septiembre de 2001 estamos obligados a sufrir todos los pasajeros.

La madre no sabía qué es el “toqueteo” y no entendía nada. Yo intenté calmarla explicando que, debido al cierre del gobierno, lo más probable es que la niña pasara rauda esa prueba porque en estos días no hay tantos agentes de seguridad trabajando en los aeropuertos.

Pero la mujer seguía sin entender. Entre otras razones, porque cuando llegó a Estados Unidos hace casi 30 años por el aeropuerto de Miami nada de eso existía. Me cuenta que se quedó ilegal (¡Oh, cómo no me extraña!). Vino de México (¡Oh, qué coincidencia!) con la niña, que en ese entonces era una niña de verdad, (¡Oh, me digo, también hay una dreamer en esta historia!) y de la cual no se ha separado nunca.

Debe haber algún tipo de dios que protege a los choferes de Uber que quieren escribir sus aventuras. Especialmente para un columnista hablando de Trump, del muro que quiere construir y de la forma en que está forcejeando con el Congreso para salirse con la suya… todo “a causa” de los ilegales que vienen de México y traen a sus hijos. Si no existe hay que inventarlo.

Bueno, nada, la hija en el aeropuerto, está quizá contenta por abandonar el nido maternal y ser más libre en el norte revuelto y brutal. La señora triste es un ejemplo más de esos millones que han arribado a Estados Unidos desde siempre y que ahora quieren frenar.

Pero hay otros que nacieron aquí desde siempre y ahora viven en reservas como si estas tierras nunca hubieran sido de ellos. Pero se han adaptado a los tiempos nuevos y también usan Uber. En el sur de Florida hay dos tribus de americanos nativos, los Seminole y los Miccosukee. Había una tercera pero se extinguió, los Tekesta. Uno de estos días les voy a contar cómo después de muertos los Tekesta detuvieron el desarrollo inmobiliario de Miami. Esa historia no tiene desperdicio porque, además, involucra al mayor loco de Miami. Mayor, de alcalde, entiéndase.

Pero concentrémonos en el Miccosukee que hace unas semanas me tocó en suerte y, como dice Clint Eastwood, made my day.

Eran como las once de la noche cuando el indio se acomodó señorialmente en el asiento trasero del lado derecho. Ya sabía que iba hacia la reserva de su tribu, en las afueras de la ciudad, y para allá fuimos. El pasajero no era muy conversador. Uno intenta decir algo, pero nada. Hasta que me tocó recoger un segundo cliente que iba en la misma dirección. (Querido lector, yo tengo por norma no destacar la nacionalidad de mis pasajeros a no ser que sea necesario y en este caso lo es). Era cubano. Hay muchos por acá, ¿saben?

Pasados unos minutos, le pregunta el cubano al indio: “¿De dónde eres?” Dice el indio: “De aquí”. Silencio sepulcral. Me imagino lo que va dentro de esa cabeza. Y yo pensando conmigo mismo y la oreja afilada: no puede ser, es que no puede ser. ¡Al fin, Dios mío! Tanto tiempo esperando.

“De aquí pero ¿de dónde?”, insiste el cubano. “De aquí”, vuelve a responder el indio. “Vaya, que yo también soy de aquí, pero nací en Cuba”, dice el otro ya medio desesperado. El indio sigue: “De aquí”. No hubo más diálogo y yo no sabia si reír o llorar.

Toda la conversación fue en inglés y no duró más de cinco o seis minutos. Pero fueron los minutos que yo estuve esperando durante más de 20 años, presenciar el momento en que un nativo americano pusiera a un blanquito en su lugar. Se lo hice saber cuando el cubano llegó a su destino y nosotros seguimos viaje.

Y es cuando mi primer pasajero nativo americano sale del silencio a que se había remetido y con esa lentitud y parsimonia con que estamos habituados a ver los indios hablar en las películas de vaqueros, al estilo de Toro Sentado vaya, se me dirige directamente con su voz ronca y pausada: “Pues has esperado mucho tiempo, amigo”.

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