Gondolieri en Miami

Otras escenas de taxi: romances, calenturas y traiciones.

Foto: flipboard.com

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Oh, il amore! Sean las góndolas de Venecia o los asientos traseros de los Uber de Miami todo lugar es bueno para profesar el amor si el momento es propicio y la música apachurra. El chofer del Uber no es como el gondolieri, no tiene sus aptitudes musicales. Pero cuando la pareja está completamente compenetrada pues no cuesta nada facilitar el instante de amor. Para eso está el archivo fonográfico y hay siempre un CD apropiado a mano.

No se sabe cómo ha comenzado pero se puede ver cómo sigue. Depende de cómo entran en el automóvil. Si entran los dos por la misma puerta, la cosa va por el buen camino. Puede tener futuro. Si cada uno entra por su puerta, podemos tener discusión en el por delante. No falla. Los tórtolos cuando se quieren mucho suelen enroscarse como si fueran uno solo en un asiento sin que les importe que cada uno debe colocar su cinturón de seguridad –los cinturones de seguridad suelen ser un problema para el amor en los Uber, son como una especie de muro.

El tiempo va pasando, los besos son inmensos, fogosos, calientes y gráficos. Uno se concentra en el camino y si no tiene vocación de voyeur solo mira hacia la carretera. Se dicen cosas bonitas, dibujan ilusiones en las nubes, prometen cosas que seguramente nunca van a cumplir, pero se aman y eso es lo importante. Y quieren que uno sea cómplice a como dé lugar. “¿Se nota que nos queremos muchos?”, dice ella estando ya sentada arriba de él con su espalda viradas para el asiento delantero.

El chofer apenas llama la atención de que tiene que sentarse bien porque si hay que dar un frenazo ella sale disparada por el cristal delantero y después es complicado limpiar la sangre. Es una respuesta malita, pretende tener gracia pero no la tiene. A veces la acogen bien. “Disculpe”. Y se reacomodan. Pero los besos y los abrazos no paran en lo que queda de viaje.

Y dice él, como si fuera un mago que saca un conejo del sombrero. “Estoy pensando que debíamos casarnos”. ¿Debíamos?, pregunta ella. “Si, my love, vamos a Las Vegas y nos casamos mañana”. Para vuestra información Las Vegas está a siete horas de vuelo y cada pasaje cuesta ahora como 700 dólares. El amor no parece valer tanto. “Mejor lo dejamos para otro día”. Ella tiene razón, el alcohol no suele ser buen consejero y cuando uno se casa se supone que es para siempre. Hay que pensarlo.

Y fue lo mejor que hicieron porque unas dos semanas después en el centro de la ciudad como al mediodía, ella volvió a pedir un Uber y la reconocí al momento. Uno nunca se olvida de un cliente que quiere hacer un hijo en el asiento trasero del carro. La recogí y tampoco estaba sola. El acompañante era otro. ¡Qué sorpresa! Pero el discurso era el mismo. Este también se quiere casar y ella que lo piense mejor. Parece que este año nadie se quiere casar a la primera salida. Pero lo que importa es que el amor florezca aunque sea por algunas horas y haga su nido de ilusiones en el asiento trasero de mi auto.

Hay amores idiomáticos, no vayan a pensar que esto es todo monolingüístico. Es cuando vale que el chofer de Uber sea poliglota. No se escapa nadie.

Esta carrera comienza en el barrio financiero de la ciudad. Un hombre la había pedido, a juzgar por su perfil, pero en el local indicado no hay ningún hombre. Para estos casos lo que uno hace es llamar al cliente y pedir que lo ayude a encontrarlo. “No soy yo. Debes recoger a mi novia que está en la esquina delante de la farmacia. No puedes perderla. Es modelo. Muy bonita, muy bonita, no la vas a perder. Y la traes aquí a casa”. Uno mira y, efectivamente, delante de la farmacia hay una joven espectacular, modelo sin duda, una más en esta ciudad donde ellas florecen como nenúfares en celo en medio de estos lagos de hormigón y cristal. Solo que hay un problema: no está sola. La acompaña otro hombre y parecen compenetrados. Muy compenetrados.

Entran de sopetón enrollados como pulpos y hablan en francés. Oui, monsieur. En français. El diálogo es impropio para menores. Muy florido, muy caliente, muy XXX. Todo esto amenizado con gestos e insinuaciones que pueden perturbar el buen seguimiento de la carrera taxística.

Uno se entera de que hay traición en el ambiente como si hasta entonces no fuera evidente. Pensándose protegidos por un idioma que asumen que el que conduce el auto no entiende, van fraguando una conspiración que, como todas las de este tipo implica, una fuga en un vuelo de avión clandestino y, ¿cuándo no? la “seguridad” de una vida futura.

En eso suena el teléfono de ella. Es el novio que la está esperando. Mi verdadero cliente. El acompañante se calla al instante cuando ella le hace una señal. “Ya estoy en el Uber, mi amor”. Ahora el diálogo es en español. “Estoy llegando a casa. Espérame que ya llego. Te quiero mucho, espérame mi amor”. Y cuelga. No sé si el cliente terminó entendiendo algo, pero lo dudo. La gente así son como los diplomáticos, siempre los últimos en enterarse de la realidad de la vida.

Y la conversación atrás volvió al idioma original, como si la llamada no tuviera importancia. Es que no la tuvo. La conspiración siguió y cuando llegamos al destino, delante del apartamento del otro, se dan un beso apasionado, ella entra al edificio y él sigue a pie vaya a saber hacia donde. Se creen felices y que su secreto está a salvo. Solo que el Uber, habla francés.

Pero el sexo a bordo sigue. Esta es una ciudad de sangre caliente. Como el atardecer en Coconut Grove en que una mujer se montó al Uber con un consolador en la mano.

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