No recuerdo cuándo aprendí que la justicia debería prevalecer sobre la ley, entre otras cosas, porque existen leyes injustas, porque en ocasiones los encargados de aplicarlas no obran de buena fe, y porque existen circunstancias, asociadas sobre todo al poder, que dan lugar a amplios márgenes discrecionales. No obstante, sin reglas la convivencia social es imposible.
Tal como ocurre en la naturaleza, en las comunidades humanas desreguladas, funciona un cierto “darwinismo social”, según el cual los más fuertes y más aptos, no solo tienen más posibilidades de sobrevivir, sino también de imponerse a los demás. Así ocurrió en todas las épocas cuando las clases económicamente dominantes, mejor colocadas en la arquitectura social y los caudillos más resueltos y hábiles, se impusieron a las comunidades y a las sociedades.
En las sociedades preindustriales, excepto la Iglesia, apenas existían instituciones, en lugar de ciudadanos las personas eran súbditos y su participación social era nula. Entonces el poder se ejercía directamente, de modo personal y con frecuencia violento. Los monarcas lo eran por derecho divino y por herencia y su condición de infalibles estaba fuera de discusión.
Todo comenzó a cambiar con el advenimiento de la democracia, la soberanía popular y el estado de derecho, en virtud de lo cual se entronizaron entornos jurídicos y morales que igualaron, o trataron de igualar a todos los actores sociales. Siempre hubo y hay quienes se oponen porque se benefician con las situaciones en que las reglas son laxas, ambiguas o no existen, abriendo amplios espacios al autoritarismo y la arbitrariedad.
Por conveniencias políticas, algunos actores relevantes insisten en la necesidad de que, en las relaciones internacionales, los Estados observen las reglas vigentes, las mismas que otros consideran inadecuadas u obsoletas. Otra vez: “La verdad es mezcla”.
La idea de vivir en un mundo regido por reglas es obviamente correcta, siempre y cuando tales reglas, elaboradas conforme a derecho y aplicadas por instituciones legítimas, sean iguales para todos. La idea no es nueva ni es fruto de imposiciones imperiales, sino que fueron consensuadas por fuerzas políticas avanzadas como resultado de las circunstancias creadas por las dos guerras mundiales.
Entre los mejores compendios figuran la Carta de la ONU, la propia organización, la Corte Internacional de Justicia y la Declaración de los Derechos Humanos que, en su momento fueron avances trascendentales y cuya letra y espíritu, salvo precisiones, están vigentes.
Esas regulaciones fueron alcanzadas por el consenso de todos los estados independientes de entonces y dieron lugar, entre otras cosas, a la descolonización afroasiática en virtud de la cual, cerca de 50 estados alcanzaron la independencia, se consolidó la opción socialista y se instaló la coexistencia pacífica. Tan sólidos fueron los avances que sobrevivieron a la Guerra Fría y resisten las tendencias a imponer los puntos de vista y las conveniencias de las potencias imperialistas.
Las reglas de funcionamiento de la sociedad internacional contenidas en la Carta de la ONU y otros documentos, entre otras: igualdad soberana de los estados, independencia, soberanía nacional y autodeterminación, solución negociada de los conflictos y exclusión de la guerra, no son perfectas, no equivalen a “sagradas escrituras” y, como mínimo, deben ser actualizadas para ponerlas a tono con las realidades sociales y políticas contemporáneas, lo cual no significa renunciar a ellas.
Un mundo sin reglas o con reglas ambiguas o discrecionales, no solo no es viable sino catastrófico, tanto como uno donde las normas puedan ser interpretadas de modo caprichoso como suelen hacer los imperios. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diaro ¡Por esto!. Se reproduce con la autorización expresa de su autor.