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El mayor peligro para la estabilidad y el futuro de la humanidad puede radicar en el desmontaje, por parte de algunos líderes actuales, de la arquitectura política y económica que hace 80 años, con luces y sombras, levantaron Franklin D. Roosevelt, Iósif Stalin y Winston Churchill.
Ese modelo constituye el marco legal para las relaciones entre los estados y la convivencia internacional, regidas por la Carta de la ONU, los estatutos del Tribunal Internacional de La Haya y la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Dinamitar esas estructuras sin tener sustitutos para ellas es maligno o suicida.
Entre 1940 y 1945, a la vez que libraban la guerra contra el fascismo, Estados Unidos, la Unión Soviética y Gran Bretaña elaboraron los consensos para crear instituciones económicas y políticas internacionales, capaces de propiciar el progreso y asegurar la paz entre las grandes potencias.
En 1944, cuando la victoria era inminente, en Bretton Woods se efectuó la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas con 730 delegados de 44 naciones, para crear un sistema financiero y monetario internacional, capaz de solventar las necesidades de la reconstrucción y de la época que se abriría en la posguerra.
Aquellos trabajos fueron encabezados por los economistas John Maynard Keynes y Harry Dexter White*, británico uno y norteamericano el otro. Si bien la Unión Soviética participó en los trabajos de la conferencia y firmó los acuerdos, no se unió al Banco Mundial ni al FMI.
En 1945, con la victoria a la vista, representantes de 50 estados se reunieron en San Francisco para redactar la Carta de la ONU.
Por primera vez fue posible que el mundo funcionara basado en reglas que, aunque son frecuentemente violadas por las mismas potencias que las establecieron, aportan referentes jurídicos apropiados.
La ONU disponía además de medios legales para usar la fuerza para preservar la paz mundial.
El límite autoimpuesto todavía vigente es el veto que favorece a los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad que, debido a la cláusula de unanimidad, no pueden ser condenados, privilegio que beneficia también a sus aliados y clientes.
La premisa para aquel proceso fue la coexistencia entre las grandes potencias; esas que continuaron con sus respectivos proyectos políticos y establecieron alianzas internacionales.
Mientras Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia se ocuparon de restablecer el statu quo vigente en Europa Occidental, anterior a la guerra, la Unión Soviética maniobró para instaurar el socialismo en Europa Oriental. Las conferencias de Yalta y Potsdam consagraron aquellas tendencias.
El Consejo de Seguridad, las instituciones de Bretton Woods y una docena de agencias de la ONU, todas financiadas y regidas principalmente por Estados Unidos, propiciaron las condiciones para recrear el mundo de la posguerra.
Para renacer, además de paz, se necesitaban enormes cantidades de dinero, tanto que no existía suficiente oro para respaldar tan grandes esfuerzos y únicamente Estados Unidos podía aportar las sumas necesarias.
A pesar de las contradicciones, el sistema funcionó.
A su amparo se abrió una era de paz y prosperidad económica mundial; se realizó la reconstrucción de Europa y la Unión Soviética; tuvo lugar la descolonización afroasiática; se amplió y se consolidó el socialismo real; se produjo el espectacular desarrollo de China y de una veintena de potencias emergentes y, sobre todo, se evitó la guerra.
Aquellas decisiones que han estado en vigor por los últimos 80 años fueron una apuesta por el futuro que resultó exitosa, entre otras cosas, porque fue realizada entre aliados.
Hacerlo con adversarios, o mediante acuerdos ad hoc, es un esfuerzo que difícilmente puedan lograr líderes que, cuando más, son “fellow travelers”, compañeros en un viaje que puede ser corto y con final de pronóstico reservado.
El sistema político internacional que dio lugar a importantes polos de poder, la URSS y China, además de Turquía, India, Brasil, México, Corea del Sur y otras potencias emergentes integrantes del G-20, fue lo suficientemente flexible como para absorber las turbulencias de la crisis del socialismo real, el colapso de la Unión Soviética y el surgimiento en lo que fueron sus territorios de unos 20 nuevos estados.
El hecho de que aquella enorme mudanza que provocó el cambio de régimen social hacia la instauración del capitalismo en más de 40 países, incluida Rusia, y la reunificación de Alemania, se realizara sin alterar la paz es un logro trascendental que significa un rotundo mentís para quienes argumentan que la guerra en Ucrania era inevitable.
Las superpotencias pueden romper alianzas, improvisar fórmulas, castigar al mundo con aranceles, romper la cohesión de Occidente, inducir una nueva carrera de armamentos y favorecer la proliferación nuclear.
También pueden ningunear a la ONU, negarles financiamiento a sus agencias y reducir sus aportes al desarrollo; desestimular el libre comercio y volver a las prácticas proteccionistas, cosas que no harán más grandes ni poderosas a esas superpotencias, sino que pueden comprometer su futuro y el del mundo. Allá nos vemos.
Nota:
*Harry Dexter White, director del Departamento del Tesoro de los Estados Unidos que en 1948 fue convocado a comparecer ante el Comité de Actividades Antiestadounidenses para defenderse de la acusación de ser agente de la Unión Soviética.
Días después de la comparecencia, falleció de un ataque al corazón, lo cual no detuvo las diligencias respecto a lo que puede haber sido su traición.
**Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.