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No deja de asombrarme la lucidez de la vanguardia de revolucionarios que, en el siglo XVIII, partiendo de cero, fundaron y edificaron los Estados Unidos. Ellos fueron los primeros y hasta hoy los únicos que lograron la integración efectiva y, en lugar de 13 países, fundaron uno y previeron casi todo lo que se podía prever, entre otros asuntos, el despotismo, la dictadura y la corrupción.
A propósito, cuando ha llegado a la presidencia Donald Trump, un personaje casi de Ripley, el cual frecuentemente reta los límites de lo que el poder puede permitirse, es constantemente llamado al orden por jueces, ejecutivos y por el Congreso. Así ocurre ahora con el avión catarí.
Aunque de modo inequívoco, la Constitución establece que “ninguna persona que ocupe un empleo remunerado u honorífico que dependa de los Estados Unidos aceptará ningún regalo, emolumento, empleo o título, sea de la clase que fuere…”, a Donald Trump le parece estúpido rechazar el regalo de un avión de 400 millones de dólares.
A pesar de que tanto los ciudadanos privados como los gobiernos o entidades oficiales conocen, o como parte del protocolo son advertidos de esta regla, no es posible impedir que tengan tales gestos, por lo cual se han creado regulaciones al respecto, aunque todas insisten en la prohibición o establecen la obligación de entregar los obsequios recibidos por razón de sus cargos o como parte de actividades oficiales.
Con motivo de la visita de Donald Trump a Oriente Medio, el emir de Qatar, Tamim bin Hamad Al Thani, ha renovado la oferta de obsequiar al mandatario con un avión Boeing 747, valorado en unos 400 millones de dólares, que el presidente se ha propuesto aceptar.
Aunque con frecuencia, durante el ejercicio de sus cargos, viajes al extranjero, aniversarios u otras ocasiones, los presidentes y las primeras damas, así como otros funcionarios de los Estados Unidos, reciben regalos y a veces premios que incluyen dinero, nunca conocí ninguno de semejante monto.
El carácter inusual de la dádiva y el valor del objeto están generando controversias, alimentando la espectacularidad y enriqueciendo la excentricidad de Trump y su Administración.
Cuando en 1839 el sultán de Marruecos regaló al presidente estadounidense Martin Van Buren dos feroces leones y el de Omán le obsequió un valioso caballo árabe y otras bisuterías de gran valor, el ejecutivo pidió al Congreso que dispusiera de los objetos. Finalmente, los leones se enviaron a un zoológico, los caballos fueron vendidos y las perlas enriquecieron la colección del Museo Smithsoniano.
Un caso notorio ocurrió en 1945, cuando el presidente Franklin D. Roosevelt visitó al rey Abdul Aziz de Arabia Saudita, momento de un intercambio de regalos.
Ambos estadistas, monarca uno y demócrata el otro, tenían en común dificultades para caminar por la invalidez del norteamericano y la debilidad de las piernas del saudí. Conmovido, Roosevelt le obsequió una de sus sillas de ruedas. El agradecido rey llamó al artefacto: “Mi posesión más preciosa”.
Además de la humilde silla, el presidente regaló al rey saudí un fabuloso avión de pasajeros Douglas DC-3, en su época el más avanzado y de tanta calidad y prestancia que, todavía a 90 años de su estreno, sigue prestando servicio en algunos países. Aquel aparato estaba dotado de un “trono giratorio” para que, al volar, el monarca estuviera siempre de frente a La Meca.
El debate entonces no fueron los regalos recibidos, sino el otorgado porque, todavía se duda de si un presidente de Estados Unidos puede permitirse tal dispendio y si con ello se incurrió en violación de la Constitución.
Con ocasión de la visita de Nixon a China en 1972, le fue obsequiada una pareja de osos pandas gigantes que fueron destinados al zoológico de Washington, donde incluso procrearon.
A pesar de que las regulaciones no incluyen a las primeras damas, ni a otros cónyuges de funcionarios federales, en ocasiones, dado el valor, algunos han llamado la atención. Nancy Reagan fue mencionada por lucir en actividades oficiales costosos vestidos y joyas recibidos como regalo. Otras parejas presidenciales, al dejar la Casa Blanca, han devuelto algunos regalos o pagado por ellos.
Aunque, con la autorización debida, pudieran quedárselos los presidentes que han recibido premios Nobel, por lo general, han dado usos sociales o caritativos a los dineros obtenidos.
El hecho de que el presidente Trump conserve propiedades comerciales que ostentan su nombre, como casinos y hoteles, ha generado comentarios e incluso litigios, debido a que funcionarios extranjeros, en misión oficial, se han alojado en ellos pagando por el servicio, especulando si el presidente obtuvo beneficios pecuniarios de la gestión.
A todas estas, aunque dice costar unos 400 millones de dólares, se trata de un avión de segunda mano que ha sido utilizado durante 13 años por la monarquía catarí como nave privada.
De todos modos, es preciso prever. Todavía hay países donde los presidentes carecen de residencia oficial, los altos funcionarios no están obligados a declarar su patrimonio al asumir altos cargos y ni siquiera se realizan licitaciones al realizar millonarias adquisiciones e inversiones con fondos públicos. Allá nos vemos.
*Este texto fue publicado originalmente en el diario ¡Por esto! Se reproduce con la autorización expresa de su autor.