Cada vez que los fanáticos -hinchadas como velas las arterias del cuello- debaten sobre quién fue mejor pelotero entre Casanova y Linares, cabe decir que pareciera que se han trasladado del Parque Central al desaparecido Imperio Bizantino, donde hablar boberías llegó a convertirse en deber ciudadano.
No hubo (ni habrá) nada más inútil que las discusiones bizantinas, en las que ninguna de las partes logra probar jamás sus tesis. Ignorantes de eso, mientras los otomanos ponían cerco a Constantinopla en el siglo XV, los habitantes de aquel extraño pueblo se dedicaban a polemizar sobre el sexo de los ángeles.
¿A qué llevaba esa afición teológica increíble? Lógicamente, a nada. Los ángeles eran representados siempre con el cuerpo cubierto por túnicas, y en verdad carecía de importancia si debajo ocultaban una cosa o la otra.
Pero los bizantinos se enfrascaron en saberlo, y tanto, que los turcos saquearon y ocuparon la ciudad sin contratiempos, amparados en que el emperador y su familia sostenían entonces un fervoroso diálogo de tipo religioso.
Al menos eso cuenta la leyenda, y tan deliciosamente suena que más vale no tratar de desmentirla.
El chivo expiatorio
Este dicho proviene de una práctica ritual de los antiguos judíos, mencionada inclusive en La Biblia (Leviticus 16:8, 10, 26).
Vestidito de blanco para la celebración del Día de la Expiación, el Gran Sacerdote elegía dos machos cabríos, uno de los cuales era sacrificado en nombre del pueblo de Israel, y al otro, sin comerla ni beberla, se le hacía portador de todos los pecados.
La desdichada criatura era devuelta entonces al campo, en el valle de Tofet, donde la gente la perseguía entre insultos y pedradas. Así, con el tiempo y por extensión, la imagen adquirió el sentido de responsabilizar a alguien con la culpa colectiva, aun cuando ese alguien nada haya tenido que ver en tal entierro.
Nada, que todos los pájaros comen arroz… y el chivo se sacrifica.