Leo en Granma la noticia –firmada por el querido colega Venereo- de que Buena Vista Social Club estará en el Starlite Festival de Marbella, que se extiende desde el 23 de julio hasta el 24 de agosto. Me alegra todo lo que signifique promoción para la cultura cubana y el llamado “fenómeno Buena Vista” ha sido, por una conocida suma de factores que van del talento y el vigor de nuestra música a la coyuntura exacta en que nació y se promovió, una grieta de autenticidad abierta en el grueso muro del Mercado.
La tendencia a legitimar lo conocido, la marca registrada, el valor seguro no cesa ni entre los productores de libros, discos o espectáculos ni –al menos en España- en los medios de comunicación. Es muy fácil en Madrid o Barcelona evocar una canción de los clásicos Silvio Rodríguez o Pablo Milanés pero si hablas de otros también grandes trovadores como Pedro Luis Ferrer, te suelen poner una mirada de que te cambiaste al idioma chino. En el caso concreto de Pedro Luis, durante años regalaba una y otra vez mi viejo casette a aquellos amigos a los que lograba interesar con la pasión por su Obra. Ahora las redes sociales están ayudando. Cuando sus más recientes conciertos en España ya se apreciaba el notable crecimiento entre los que saben de sus formidables canciones.
Omara Portuondo es una extraordinaria cantante (consolidada en lo más excelso del panorama musical cubano y de otros circuitos mucho antes del inicio del proyecto de Ry Cooder), pero se le reconoce como tal a nivel planetario a partir del dichoso –en el doble sentido de afortunado y llevado y traído- Buena Vista. La tan poderosa como Omara, Elena Burke murió sin formar parte de ese sello consagratorio y la tendencia es a no tener en cuenta su legado. Los colegas escritores o los seguidores de la literatura estarán pensando en Virgilio Piñera y el desconocimiento o insuficiente presencia que se arrastra por no haber entrado en el boom de los sesenta.
Y ni siquiera es que el Mercado acoja lo atractivo, lo sensorial, lo fresco. Borges y Lezama son –además de inmensos escritores- complejos y hasta abstractos. Lo que pasa es que el viejo Borges con sus conferencias agudas y repetidas por el mundo puso la gota necesaria de glamour y de escándalo digerible para hacerse perdonar la hondura filosófica y la legítima belleza de su producción literaria. En el caso de nuestro Lezama aquel artículo de Cortázar en La vuelta al día en ochenta mundos llegó justo a tiempo.
Recuerdo una conferencia de prensa en Santander junto al brillante guionista argentino Fernando Castets. Habíamos terminado de impartir un taller de dramaturgia. Todos los periodistas le preguntaban por El hijo de la novia, la película que –como resultó candidata al Oscar en 2001- se ha visto mucho en España. Yo insistí en que también es formidable el guión de Fernando en el caso de Luna de Avellaneda. Tuve la impresión de que hablaba solo o de que –como se decía en mi juventud- “perdí una buena oportunidad de quedarme callado”. Ningún comunicador se preguntó por qué se elogiaba ese otro film, sino que todos se centraron en ratificar la legitimada y sobre todo “oscarizada” película.
En otra conferencia de prensa aplaudí la sinceridad de Elíades Ochoa – merecidamente instalado en la fama por la ancha y productiva puerta del Buena Vista- cuando recordaba los años en que (con similar repertorio al que ahora lo lleva por las más exigentes plazas del mundo) se escuchaba nada más que en las provincias del Oriente cubano, pues era el radio de acción de la única emisora donde durante muchos años se programaban sus deliciosas guarachas.
A veces dan ganas de rendirse ante la mirada reduccionista y la cómoda repetición de los mismos nombres y agrupaciones. Cuando lo hacemos, estamos ayudando a completar el círculo, ratificando el imperio, bajando los brazos ante la arrogancia de ese gigante que apuesta por restringir nuestro acceso al consumo diverso de productos culturales.
Estupenda crónica, Amado. Es cierto que el mercado quiere ponernos orejeras, y lo hace de las formas más ladinas. Aunque, por otra parte, rescata y ubica. Curiosa paradoja con la que convivir; los escritores (ni te cuento los de teatro) no nos libramos de ese magma. Lo ideal es intentar no perderse las periferias.