En 1945, un crítico nacionalista como Juan J. Remos daba cuenta del proceso de modernización/norteamericanización de la vida nacional cubana, iniciado a partir de la primera intervención, como lo ha estudiado insuperablemente la historiadora Marial Iglesias en su libro Las metáforas del cambio.
Escribía en su capítulo Historia de la literatura cubana:
Con el proceso político y social ha corrido paralelamente el literario. Las influencias extrañas, que se han dejado también sentir en las costumbres, se han reflejado en el arte. El gusto norteamericano ha dejado sus huellas en nuestra organización social, en la vida privada y en la pública; los bailes, la música, el sentido de la vida de relación, el carácter, los usos se modificaron al ritmo de los grandes vecinos. Las costumbres tradicionales variaron, el régimen familiar, las diversiones, la propia cortesía; todo; y el club borró las tertulias hogareñas, el ambiente se hizo más frívolo, las ropas de vestir se aligeraron, y no ya fue sustituida la fiesta de Reyes Magos por la del exótico Santa Claus, sino que hasta nuestro incomparable tabaco ha sido suplantado por la mezcla opiosa del cigarrillo yanqui.
Y más adelante señalaba:
Todo esto halló su eco en la literatura. Poetas y prosistas llevaron a sus temas las nuevas corrientes de cepa americana, sin faltar la flapper, el boxeador y el clubman. Nuestra fisonomía, en efecto, parecía diluirse en una vorágine del esnobismo social, y la literatura, que se nutre de la realidad, se llenó también de films, de handicaps, de clubs, de cabarets, stadiums, girls, skating ring, leaving room [sic, living room, A. P], hall, sandwich, chaisse longe, etc. El idioma, por tanto, ha sufrido a su vez una fuerte y violenta sacudida, que lo ha desquiciado…
Más allá del conservadurismo excesivo de este juicio, esa era, en efecto, la tendencia, que alcanzaría un punto casi paroxístico apenas un quinquenio después, con la mafia instalada en los casinos y las oleadas de productos y turistas estadounidenses pudientes en hoteles y calles de La Habana.
En ese entonces la ciudad estaba llena de luces y anuncios, frecuentemente en inglés. Las clases medias iban a las tiendas a comprar frigidaires —era solo el nombre de una marca, pero se extendió de hecho a todos los refrigeradores, como se documenta en Contigo pan y cebolla, de Quintero— y mercancías diversas a Miami durante un fin de semana.
Night clubs como el Turf, el Johnny´s Dream y otros constituían parte de un escenario cultural entonces expansivo. Pero ese legado es casi desconocido para las nuevas generaciones de cubanos, para quienes a veces resulta imposible distinguir conceptual y fonéticamente entre el nombre Ward, atribuído a una heladería habanera presente en la Cuba de los 50, propiedad de una corporación estadounidense homónima, y el término Word.
Durante los años 60, la confrontación también tuvo su terreno lingüístico. El inglés se convirtió en la lengua del “enemigo” y de la intervención y la enajenación del patrimonio nacional. Además, por si fuera poco, figuraba en las bombas que no explotaron en la Sierra, en las cajas con armamentos para las guerrillas del Escambray y en los documentos incautados a diplomáticos extranjeros que trabajaban para la CIA.
La onda expansiva de este fenómeno llegó incluso a la conversación cotidiana: el okay se cambió entonces por un OK castellanizado. Repartos exclusivos como Havana Biltmore fueron rebautizados con palabras aborígenes —digamos, por ejemplo, Siboney, Atabey y Cubanacán—, y los campos de golf de la aristocracia sustituidos por escuelas de arte o centros de entrenamiento militar.
En los predios de la música se produciría durante algún tiempo una identificación mecánica entre cultura y política cuyo resultado más rechinante fue la satanización del rock and roll, incluido en una categoría denominada “penetración cultural”, olvidando sin embargo que del otro lado era una expresión de contracultura y cuestionamiento al establishment.
Mas adelante, durante la etapa de institucionalización (1971-1986), el inglés tampoco fue el protagonista, aunque su enseñanza no desapareció de escuelas de idiomas, currículos y carreras universitarias en la Facultad de Lenguas Extranjeras de la Universidad de La Habana y los institutos pedagógicos.
Definido como la lengua de la colaboración, el ruso ocupó entonces la mayor parte del horizonte visual de los setenta-ochenta del pasado siglo. Lo estudiaron los cubanos que iban a la URSS a formarse en distintas especialidades, técnicas o no. Y también se produciría un hecho inédito en la cultura nacional al impartirse clases de idioma ruso por radio. Un programa televisivo de participación popular, 9 550 (la distancia en kilómetros que separa a Cuba de la entonces URSS) premiaba al ganador con un viaje a la patria de Lenin y de Stalin.
Con el derrumbe del Muro de Berlín, el proceso de reformas de los 90 y la llamada “actualización del modelo cubano”, el inglés comenzó a recuperar terreno socialmente. La globalización, los contactos con el exterior y la reforma migratoria trajeron de regreso al panorama cubano palabras de origen inglés para bautizar los negocios de la nueva economía emergente.
En una lista tomada al azar, figuran nombres como Havana’s 21, NAO Cuban Restaurant, Chicken Little, King Bar Restaurant —este, una originalísima avenida de dos vías que denota en su traducción tanto “rey” como “fornicar”—, VIP Havana y Restaurant Opera Slow & Food.
En cafeterías, El Louvre Coffee Shop y Waoo!; en dulcerías, Leo´s Cakes, Burner Brothers y Tammy´s Cakes, que ahora vienen a unirse a sitios históricos como el famosísimo Sloopy Joe´s —restaurado por la Oficina del Historiador de La Habana— y el Two Brothers Bar, ambos en La Habana Vieja.
Ese proceso tiene incidencia en el habla cotidiana, más allá de la computación, la tecnología, internet y el béisbol: hoy las nuevas generaciones de cubanos frecuentemente se invitan a asistir a un buen “pary” (party) —en mi época la palabra para fiesta era otra, “güiro”—, hablan de un tremendo par de “chús” (shoes) y a los recién nacidos se les inscribe en el Registro como Michael, Bryan, Christian, Jennifer o Samantha.
Llegado el nuevo siglo, las autoridades de la isla dieron un giro al proclamar la obligatoriedad de dominar el inglés para obtener un título universitario. “Tenemos que resolver el problema de que el profesional cubano no es capaz de expresarse en el idioma universal de nuestro tiempo”, dijo un alto funcionario del Ministerio de Educación, como si el terreno hasta aquí perdido fuera obra del Espíritu Santo o resultado de la generación espontánea. Una afirmación, sin embargo, a tono con los tiempos. Implicó la aceptación del inglés como lingua franca de la globalización, según los códigos de politólogos y teóricos de los estudios culturales.
Pero el anterior fenómeno va escoltado de una paradoja al otro lado del Estrecho. Y es que esa tendencia de aprender la lengua de Shakespeare suele tener bastante bajo perfil en la nueva emigración —la misma que ha roto los récords con las visitas a los volcanes, la frontera y el parole— al asentarse en el enclave de Miami, donde las personas, como en Cuba, pueden hacer su vida social sin saber una palabra de inglés. Posiblemente sea la única localidad de la Unión donde han figurado y aun figuran letreros de “English spoken” en ciertos establecimientos comerciales.
O la única en la que una empleada cubana de Taco Bell rechaza aceptar la orden de una clienta porque esta, una anglo, no hablaba ni una palabra de español. Para completar el cuadro, otra dependienta de la misma nacionalidad le gritó a la afroamericana en un tono más bien descompuesto: “¡Vete a la 29 Avenida! ¡Esto es Hialeah! ¡Aquí no se habla inglés!”.
El incidente, más bien tragicómico, pero de cualquier manera ilustrativo, remite al hecho de que en esa llamada “ciudad-templo de la cubanidad”, a menudo considerada la menos diversa del país, es donde menos personas utilizan el inglés en el hogar (6.4 %) y donde más emplean el español en la vida social cotidiana (93.1 %).
Este es un fenómeno sociológico que no se agota en la resistencia, toda vez que constituye un resultado de la inserción de los recién llegados al enclave en la parte más baja de su estructura laboral, y de tener que destinar 10 o más horas diarias a doblar el lomo para pagar los biles en un escenario marcado por el aumento de los alquileres y el peso de la inflación sobre productos y servicios. Muy poco tiempo o ninguno queda para aprender esa lengua de Shakespeare en el college.
Ese aprendizaje queda pospuesto, a menudo durante toda la vida.