Los famas

Una de sus prácticas habituales proviene del nominalismo medieval: lo que no se verbaliza no existe.

Casi todo lo que decidimos hacer está inspirado —digamos francamente, copiado— de modelos célebres.

Julio Cortázar.

Historias de cronopios y famas.

 

Según Alejo Carpentier, el español que llega al llamado “Nuevo Mundo” no es un hombre del Renacimiento. Tipo segundón, sin herencia ni fortuna, transpira y vehicula el imaginario de la Contrarreforma. No tiene como referente a Erasmo de Rotterdam, sino a San Ignacio de Loyola. Convencido de su Verdad, la única posible, se dedica entonces a lo previsible. En nombre de su Dios, erige su catedral encima del Templo Mayor de Tenochtitlán. Impone sus convicciones y su cultura toda.

También excluye y sataniza. La diferencia no tiene, de ninguna manera, derecho a un lugar bajo el sol. Y practica la pureza, empezando por la de la sangre, un bluff muchas veces levantado sobre bolsas de maravedíes destinadas a limpiar ancestros. Expulsa de sus dominios a quienes no comulguen con su credo, enviándolos afuera, a la lejana Ceuta o, con suerte e influencias, a Zaragoza.

En la Cuba de hoy existen personajes de similar estirpe: los llamo “los famas”. Hace seis años, el reconocimiento que les dio el Gobierno cubano como un actor legítimo, y la negociación en términos de igualdad y reciprocidad —dos de los rasgos distintivos del proceso de normalización de relaciones con Estados Unidos—, no fueron, para ellos, en modo alguno, motivo de jolgorio. Convirtieron entonces el hecho en un muro de lamentaciones, y lo que debió haber sido celebración lo transfiguraron en un funeral con tulipanes negros. Cuando se les leía/escuchaba, sonaban como las tubas de Tchaikovski en la “Sinfonía Patética”, no como el flautín de Lennon y McCartney en “Penny Lane”.

Una de sus prácticas habituales proviene del nominalismo medieval: lo que no se verbaliza no existe. Por ejemplo, cuando durante ese “deshielo” se puso de moda en Estados Unidos viajar a la Isla, apenas les dieron visibilidad social a personalidades como Usher, Smokey Robinson y Madonna, que anduvieron merodeando por sitios más o menos emblemáticos de La Habana. El procedimiento estándar consistía en confinarlos en sus predios y aplicarles la lógica del Quijote: “Mejor es no menearlo”. Fábrica de Arte, Casa de la Música, Hotel Saratoga, algunos contactos sociales puntuales… Pero no mucho para el público con mayúsculas.

Nada o muy poco dijeron sobre el impacto de esas interacciones culturales y humanas al regreso de estos y otros personajes a Estados Unidos, que en muchísimas ocasiones funcionaron como un boomerang respecto a cualquier presunción. Les aplicaban una etiqueta clásica: “bajo perfil”, válida también para casi cualquier actor/actriz residente en el exterior que pretenda presentarse en su país y aparecer en la televisión. La prensa extranjera los reporta; la cubana solo en esos términos. Los de la Isla tienen entonces que acudir al “Paquete” o a las redes para enterarse de lo que pasa en sus propios predios.

El problema radica, al menos en parte, en dar como válidas las presunciones de una política que, como todas, se basa en constructos. Uno de ellos consiste en propagar la idea de que quienes viajaban a Cuba eran “los mejores embajadores de la política y valores estadounidenses”, algo que apenas se sostiene en una sociedad donde la diversidad y la contradicción son norma. En este caso, entre los famas nunca se escucharon preguntas como estas: ¿Cuáles valores? ¿Los conservadores? ¿Los liberales? ¿Los de Donald Trump? ¿Los de Bernie Sanders? ¿Los de la peculiar izquierda estadounidense? ¿Los de la comunidad LGTBIQ+? Ni la libre empresa, ni el libre mercado, ni las libertades individuales —incluyendo la de expresión y la democracia— son en Estados Unidos templos universalmente concurridos, mucho más en tiempos del coronavirus.

A lo interno, “los famas” pueden volverse contra publicaciones en línea, acción destinada a la aceptación acrítica de la idea de que todos los gatos son pardos. En esos casos retoman el mantra del dinero, aplicado a periodistas que cobran por sus colaboraciones, una práctica universal estigmatizada. Lo verdaderamente problemático sería, en todo caso, amenazarlos o correrlos de sus empleos si se empeñan en hacer lo que, lamentablemente, es un ave muy rara en los medios oficiales: un periodismo de ideas, no de consignas. “Los famas” funcionan con certezas; las dudas y cuestionamientos les dan urticarias. 

Amenazar y eventualmente castigar constituye una expresión de enquistamiento, mientras los problemas del país siguen ahí y el barco de los medios continúa dando tumbos. En este último terreno, habría entonces que prescindir de una vez por todas del modelo autoritario-verticalista de que nos habla Martín Barbero y reemplazarlo por prácticas comunicacionales horizontales y participativas. Por dos buenas razones: la primera, porque ese esquema copiado de los soviéticos resulta disfuncional ante el impacto de las nuevas tecnologías que han llegado para quedarse, como dice la canción de George e Ira Gershwin, y la segunda, porque el país cambió.

“Entre nosotros quedan muchos vicios de la Colonia”, escribió José Antonio Ramos en 1916. Tal vez por eso, y más, hoy un pensamiento de Martí se recicla: lo difícil, en efecto, no es quitarse a “esa España” de encima, sino a sus costumbres. Y ya Lezama lo decía: “Solo lo difícil es estimulante”.    

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