Al abandonar la isla e instalarse en Estados Unidos, una de las primeras acciones que emprenden muchos migrantes cubanos es enviarle a su familia en Cuba la foto de un enorme bisté sobre un plato; una especie de ritual que preside la entrada a la cultura de la Unión, con implicaciones que van más allá de lo que algunos consideran un trozo de animal muerto adobado con mojo criollo Goya y puesto en una sartén de teflón o un horno de barbecue.
Por no variar, es lo primero que hizo al llegar un sobrino criado en techo de placa con abundante sol, meriendas de pan con pasta, croquetas ontológicamente indeterminadas y guachipupas con azúcar prieta. Desde su llegada hemos estado manteniendo un intercambio más o menos sistemático por teléfono y Messenger, pero sospecho que cualquier discurso sobre los peligros del exceso de peso (uno de los problemas de salud más serios y preocupantes en la sociedad estadounidense) o sobre la comida chatarra y las hormonas asociadas a la crianza y comercialización del ganado vacuno, tendrá como destino, por buenas razones, el fracaso. Como si un ecologista de Cambridge le mencionara los efectos sobre el medio ambiente de la cría extensiva de ganado. O como si un activista antiglobalización de Berkeley le pidiera no comprar zapatillas Nike por el outsourcing, la sobrexplotación de la fuerza de trabajo en las fábricas de Taiwán o en cualquiera de las maquilas de la frontera con México.
Por otra parte, a partir del aterrizaje en la Unión comienza una secuencia de shocks, empezando por los supermercados. El solo hecho de caminar por sus pasillos supone enfrentarse a un mundo desconocido y apabullante para el que muchos recién llegados no tienen entrenamiento ni referentes personales, sobre todo en caso de no haber salido nunca de la isla, un hecho más frecuente de lo que a menudo se supone.
Lo mismo ocurre con las transacciones bancarias, los seguros, la letra del carro y de algo tan fijo en este país como la muerte: los impuestos. Estamos hablando en especial de personas provenientes de zonas de la Cuba profunda, difíciles de ubicar en el mapa.
En paralelo están los procesos de socialización. En el nuevo medio, los vecinos suelen ser como espectros de Halloween o simples barcos que pasan sin que el saludo necesariamente forme parte del orden del día, lo cual contrasta con el gregarismo cubano, donde la comunidad todavía juega un rol en la vida de los individuos y es común sacar sillas a la puerta de la casa para tomar el fresco, saludar y cuchichear.
En su provincia, cada dos zancadas, el sobrino entraba en una casa. Pero en el nuevo medio muchas veces las visitas se cuadran previamente por celular, y las distancias suelen ser grandes. “Aquí los vecinos ni se ven, todo el mundo está metido en lo suyo”, me escribió desde San Diego después de pasar la frontera, lugar que terminaría abandonando porque le pareció “el municipio Bartolomé Masó pero con carros”. Fue su manera peculiar, aunque equivocada, de aludir a que estaba instalado en un suburbio de clase media alta, en medio de animalillos (mapaches, osos, ardillas y ciervos) que solo había visto en televisión o el cine con los muñequitos de Walt Disney. Eso sí, añadió, “con una soledad del carajo”.
La ruta migratoria centroamericana: testimonio de una migrante cubana (II)
Me dio, además, una queja, el clásico leitmotiv de gran parte de los recién llegados: en Estados Unidos, dijo, se vive para trabajar. Provenientes de un país en el que el trabajo por mucho tiempo no ha sido un medio de movilidad social ascendente, mal entrenados y carentes de una cultura de la eficiencia, los nuevos emigrantes experimentan un corrientazo existencial cuando tienen que incorporarse a extensas jornadas laborales que pueden llegar a seis días a la semana pero cuyos ingresos dan solo para cubrir los biles (las cuentas) y ciertas comodidades propias de la vida cotidiana en medio de una crisis inflacionaria y de bienes raíces.
Si se vive lejos, hay que salir a trabajar temprano en la mañana, con los primeros rayos de sol, y regresar a su caída para cenar algo, ver un poco de TV y volver a la misma rutina, over and over again. Se produce un cambio respecto a la imagen que tenían antes de llegar: “Esto ya no es el Yuma, esto es la Llama”, me dijo desde el efficiency o “efiche” en el que pudo instalarse después de bajar a Miami; opción de alquiler históricamente económica que los últimos tiempos, sin embargo, puede superar los mil dólares al mes.
Pero una vez allí, bien mediante frontera o parole, las circunstancias aludidas funcionan como obturadores en segmentos no despreciables de esta migración, impulsándola a establecerse en otros puntos de la península de la Florida, en los que, según el último Censo, radica casi el 70 % de los cubanos que viven en Estados Unidos.
Estamos hablando, sin embargo, de localidades en las que, a diferencia de Miami, la población cubana no ha sido hasta ahora un dato distintivo. En lugares como Port Lucie, Naples, Fort Myers, Brandon y Sarasota no resultan raras las expresiones de rechazo social ante conductas y fenómenos disruptivos que portan los recién llegados, incluso al establecerse en áreas residenciales habitadas por otros hispanos/latinos, en especial puertorriqueños, colombianos y mexicanos.
Antes de echar a volar etiquetas de racismo, lo cual tampoco es raro, debería tomarse nota de fenómenos como el aumento de motorinas circulando por las principales arterias y highways, donde no deben estar, con el subsiguiente riesgo de colisiones fatales para ellos mismos y otros choferes. O de fiestas ambientadas con reguetón que se prolongan más allá de lo permisible y se escuchan en todo el vecindario. O de padres montando bicicleta por las avenidas sin los carriles habilitados al efecto, con menores de edad sobre el “caballo” o la parrilla, tal y como si no hubieran salido de sus localidades de origen. O de personas con licras y chancletas de playa en el interior de tiendas, sobre todo en las dollar stores, filmando los estantes y hablando a viva voz en una videollamada con sus familiares en la isla. O de sujetos gritando sin tapujos, a la entrada de un Walmart, la mala palabra más habitual en Cuba.
Se dirá que no todos son iguales, y es cierto. Sucede que, como se sabe, una imagen vale más que mil palabras: y el problema sociológico sobre el que la primera se sustenta es, en este caso, abrumador: los nuevos emigrantes son embajadores de una crisis polivalente que ha ido expandiéndose como lava sobre laderas. Por eso, no por otra cosa, vecinos de los nuevos territorios adonde han llegado, sean anglos o latinos/hispanos, quisieran tenerlos a años luz de sus radares.
Queda por delante el largo camino del aprendizaje para la convivencia.