“En una noche triste te alegrará, la conga se te sube a la cabeza.”
Kelvis Ochoa
Hoy, La Habana, que siempre ha sido tan arrogante como todos nosotros, los habaneros —o será al revés, es de ella de quien extraemos la arrogancia—, de noche pretende hacerse pasar por la misma Habana nocturna de los ochenta, noventa, incluso de los tempranos 2000. Pero es en realidad, ¡pura vestimenta! —como cantaban los Van Van tiempo atrás.
Sábado, 2:00 am, ya estoy en casa. Vuelvo de un par de bares de los que antes solía regresar al amanecer. No mencionaré nombres porque quiero que todos progresen en su negocio, pero ¡por favor! esta Habana ya no es ni la sombra de lo que fue. Y no hablo de la nostalgia ajena, la de mis padres o abuelos. No estoy tomando como referente los años cincuenta que pocos recuerdan, o los sesenta o los setenta con el mozambique de Pello el Afrokán, Felipe Dulzaides en el hotel Riviera o la descarga en el Bar Las Cañitas del hotel Habana Libre: toda esa extinta pachanga. No quiero ni mencionar los carnavales de los ochenta, ni siquiera el Palacio de la Salsa o los bailables en el La Tropical y en La Piragua en los noventa. Me resisto a recordar el concierto de Síntesis en el cine La Rampa, también en los noventa, con policías enfrentando a una multitud de jóvenes que luchábamos por entrar —al final lo logramos—, o el célebre concierto de Carlos Varela en el cine 23 y 12.
¿Para qué rememorar el pasado si, entre el público de esos conciertos que hoy cuestan más de 500 CUP, nadie sabría de qué estoy hablando?
Farandulera he sido, farandulera soy, y así quiero que siga mi estirpe.
Mi hijo nació horas después de que en el Teatro Nacional terminara otro concierto memorable, el de “Los Caballos”, que es como llamaron al espectáculo con el que el Proyecto Interactivo irrumpieran en la escena cubana en diciembre del 2002. Había allí empuje, buena vibra, ashé, había amor, y hasta esperanza: “con dinero y sin dinero, hago siempre lo que quiero, vivo así sin desespero, siempre Ok. Mis amigos ya se fueron, de nadie se despidieron, somos muchos, somos pocos ,somos cien.”– rezaba un estribillo. Tocando y cantando hasta romperse el alma estaban Robertico Carcassés, Yusa, Francis del Río, Telmary, William Vivanco, y el resto de los integrantes de la banda, junto a un montón de aliados, colaboradores desde hacía años ya: Santiago Feliú, Kelvis Ochoa, Descemer Bueno, Gema y Pavel milagrosamente llegados desde ¿Madrid, Miami?, Boris Larramendi… y hasta el brasileño Lenine. Nada más ni mejor podía pedirse. En algún momento sentí un dolorcito algo más agudo que de costumbre y cuando fui al baño, durante el intermedio, vi una mancha que ahora sé que era el rompimiento de aguas, pero preferí entonces asociar a cualquier cosa menos a mi hijo, que desesperaba por salir. No quería perderse el fiestón, tal vez. Poco después, en el Hospital González Coro salía su cabecita entre mis piernas. Orgullosa puedo decir que mi hijo nació del Concierto de los Caballos. (Es además Sagitario, centauro armado de arcabuz, y anda por el mundo siempre peligrosamente trotando).
Al parecer, sin percatarme había hecho el trabajo de parto mientras bailaba sin parar —¿cómo no hacerlo si de memoria me sabía cada canción, si era aquel el concierto tardío de una generación a la que la penuria y la aceleración diaspórica de los noventa habían dejado sin grandes espectáculos que no fueran los de las ubicuas orquestas de timba o los conciertos antiimperialistas? En el Concierto de Los Caballos pudimos al fin escuchar y cantar juntos, cubanos de aquí y de allá, canciones que apenas difundían entonces, como podían, Radio Ciudad de La Habana y Radio Metropolitana; pero que habían aparecido ya en España en el disco compilatorio de Habana Abierta, “Habana oculta”, producido por Gema y Pavel para el sello Nube Negra. Conocíamos aquellas canciones porque años antes las escuchábamos tirados por los pisos de la Peña de 13 y 8, en El Vedado. Fue hace tanto tiempo, que si mal no recuerdo también solía dejarse caer por allí, junto al anfitrión Vanito y asiduos como Alejandro Gutiérrez, Boris Larramendi y Luis Alberto Barbería, entre otros, un lánguido y flacucho Raúl Torres —el de “Candil de nieve”— que ya no existe más. Eran los tempranos noventa, nos había caído de golpe aquello que llamaron el Período Especial, y compartíamos todos una hambruna demasiado profunda, hasta entonces desconocida por los de nuestra generación. Buscando engañarla, que es todo lo que se podía hacer con aquella hambre, circulaba de mano en mano una botella de chispaetrén (traduzco, para la farándula nueva: ron a granel, repartido en pipa, por supuesto que sin etiqueta ni señal de origen).
Pero hoy ¡hay que comer! Además, tenemos hijos, y siguen creciendo. Piden o necesitan —con tanto ruido ni lo sabemos bien— hasta lo que no podemos darles. Los músicos ya no están flacuchos. Nadie, entre los que podemos pagar el precio de estos conciertos en bares y restaurantes privados, está flaco tampoco. Mas no nos vemos tan gordos, pues también tenemos dinero para ir al gimnasio. Pero, insisto, ¡hay que comer!
Es que todo está tan caro. Y por todo ha de entenderse lo que se encuentra o lo que, a la mayoría de la gente, que no puede darse el lujo de ir a los conciertos en los bares ni suscribirse al gimnasio, le es posible adquirir. Una semana no hay huevos, luego los hay, pero entonces no se encuentra el aceite, después se pierden el pan y el pollo. ¿Cómo ha podido desaparecer el pescado de una isla? ¿Acaso han emigrado los pargos como la gente a Nicaragua, Panamá y México? Ya a las 8 de la noche las grandes avenidas de El Vedado se vacían y no puedo saber si es a causa de la escasez de combustible, la crisis del transporte, la inseguridad o el éxodo masivo. ¿Dónde están todos? A pocos les alcanza el dinero para comprar papas y cebollas, ¿qué harían entonces en la calle sin necesidad?
De los viejos tiempos, queda, entre otros, Kelvis Ochoa. Hace poco, un amigo de tez muy blanca que viste blancos linos y en un auto blanco se desliza por las calles de la ciudad sin sudar ni percatarse de los baches, me invita a un concierto de Kelvis en un bar de Miramar. Está lleno. Perturba el bullicio que no se acompasa con la música, porque nadie sabe las canciones de Kelvis. Pero tampoco nadie espera que alguien pueda tararearlas. Nadie, además, espera mucho de Kelvis, que sin demasiado afán rasguña la guitarra y canta por lo bajo, como quien no quiere las cosas. Hace bien, ¿para qué desgastarse si tal vez ni un alma en el público lo escucha? Sospecho que la noche se está llenando de sinsentidos y es entonces que el pánico aprovecha para filtrárseme por la planta de los pies: percibo sombras que me tocan, me hablan, pero como mismo nadie escucha a Kelvis, yo no puedo saber lo que dicen. ¿Me estaré convirtiendo en fantasma yo también? Puede ser el alcohol, me digo, y trato de alcanzar un vaso con agua. Bebo, pero el agua tampoco me hace sentir mejor. Alguien —otra sombra— se acerca a nuestra mesa y, preservándome, antes de que diga algo agarro esta vez el vaso de un mojito ya casi caliente, tan desganado como la noche. ¿Será que todo se fantasmagoriza en estos lugares? No sé quien soy allí. Necesito sacudirme. Me levanto, me alejo de la mesa, me acerco a Kelvis, le pido una vieja canción y sorprendo en sus ojos un chispazo que parece decirme: “no estás muerta, yo tampoco lo estoy”. El músico se reanima y enlaza un tumbao con otro para deslizarse de “Juana tiene un novio y una amiga que la cuida y salen a pasear, ya se hace de noche, suena el carnaval, los niños ya se cuelgan de los coches “ a “Si tú no quieres no te digo nada”. Vuelve a vibrar la voz que le conocía de antes y que no había oído en toda la noche; se alza la rumba y por un momento diríase que estamos en otro concierto, en otro ambiente, años atrás, y yo bailo y me olvido de las sombras, reapareciendo, reencontrándome dentro de mí misma. Otras noches habaneras son posibles. No quiero mirar alrededor.
Pero aunque yo no quiera, las sombras están en todas partes, acechantes, no sé qué hacen. ¿Cómo se divierte esta gente que ni canta ni baila? Sólo sé que allí están. Y tienen dinero. Quizás, mucho. ¿De dónde lo sacan? Me pregunto qué significará tener mucho dinero en La Habana de hoy. Y, más importante aun, ¿cuál será el umbral de pobreza? Hasta a mí se me agotan los billetes esa noche, pero este amigo me salva de parar en la cocina fregando platos.
Creo que soy la única negra en el local. Hay otras mujeres de piel siempre mucho más clara que aparentemente mueven sus cuerpos siguiendo algún ritmo que no es de ninguna manera el que más o menos se escucha. Visten con relativa elegancia tropical, algunas se llaman a sí mismas mulatas —tal vez porque está de moda autoproclamarse afrodescendiente o para aludir lo más glamorosamente posible al contraste de sus muslos contra el de los hombres rubios que las acompañan. Me dicen que ellas pregonan que son mulatas, pero se desrizan el pelo y lo tiñen de rubio. En la puerta, los guardianes y valets, que son negros, las conocen a todas, las adulan y hacen reverencias. Por su parte, las rubias mulatas se muestran satisfechas con el servicio que reciben. Sostienen unos billetes que entregan sonriendo, luciendo sus largas uñas, parejas, inmaculadas, brillando en la noche. Mas, antes de entregarlo hacen muecas para hacer un pedido especial, preguntar por algún detalle olvidado por el portero, revisar el estado en que el valet le trae el carro. Me aparto. No entiendo nada. De hecho, creo que entendería mejor la transacción entre un millonario y un valet negro o latino en Madison Avenue que entre las mulatas teñidas de rubio y los mulatos ennegrecidos a la salida de un restaurante supuestamente de lujo en La Habana. O tal vez es todo lo contrario: entiendo demasiado. Es tan sabrosamente trendy hacerse pasar por mulata cuando en la calle te gritan rubia con sonrisa libidinosa.
He tenido amantes de casi todos los colores que aguanta la piel. Recordando a algunos de ellos —sólo algunos—, a veces pienso que han sido hasta valientes; y me entran ganas de salir a buscarlos para abrazarlos —los que no me odien y me lo permitan… Pero como nunca es fácil remover el pasado, vengo ahora aquí, a las 2 de la mañana de un sábado triste y sin amores, a preguntarles a los que sepan, a los que recuerden o a los que aún osen recordar: ¿Cómo se siente ir del brazo de una negra que se sabe negra que se siente negra que se enorgullece de ser negra y a quien a nadie, en la calle, se le ocurriría llamar de otra manera que negra? ¿Cómo nos sienten? Respondan.
En esta noche oscura, por alguna razón que no sé si atribuir a la nostalgia o al deseo insatisfecho, me gustaría que alguien hablase.
BUENISIMO ME ENCANTO
Mi negra, te la comiste!!!
Lo mejor que he leído en muchísimo tiempo!
Añoranzas de las noches habaneras
Eres intensa, profunda y carnal.
Leyendo esto me daba cuenta que yo tambien soy una sombra…y que esta ciudad fantasma cada día la vulgarizan mas para que cada noche pueda lamerse las sombras que la cubren…
No voy a esos lugares pero entendí tu sentir, conoci los anteriores, parece que está gente son de una impresora 3D, de plástico y lo de negra estate muy orgullosa de serlo y mostrarlo
Muy bueno el recorrido histórico de la Habana nocturna y las distorsiones actuales. No me gustó el rumbo final hacia la racialidad
Oye estas escapada t felicito buenisisimoooooo.
MINNEGRA, TE LA COMISTE Y ME HICISTES RECORDAR TODOS ESOS LINDOS TIEMPOS QUE YO SI DISFRUTE, LA PEÑA, EL LINDO VEDADO, LA HABANA OCULTA Y TODO ESE DERROCHE DE ALEGRIA DISFRUTE Y PLACER QUE VICI WN MI HABANA……..
LÁSTIMA DE ELLA
Versátil, incisiva, certera. Tu poder descriptivo hace historia y también estremece y trae nostalgia. Alguna parte de la Habana nocturna de los 70 viví. Tu negritud es auténtica, disfrútala con ese orgullo. Dios te bendiga