“the place in which I’ll fit will not exist until I make it.”
James Baldwin
¿Dónde está el hogar?
Ya lo pregunté antes.
Ya comentamos también.
¿Dónde está el hogar?
Y la pregunta era entonces, más bien, ¿dónde reconoce su pertenencia la mujer negra? Es decir, ¿dónde sentimos que es bienvenido nuestro cuerpo, que no somos percibidas como las otras, las del cuerpo desechable, las que no debemos hablar? Sobre todo, eso, no hablar; no expresar sino lo que la sociedad espera de nosotras. Comportarnos dócilmente y nunca disentir.
Hoy vuelvo a preguntar, ¿dónde está el hogar?
Pero esta vez la interrogación no permanece encerrada en mi cuerpo de mujer negra. Tiene otros sentidos. Busca otro tipo de respuestas.
Este fin de semana se cumplen 27 años de mi definitivo aterrizaje en París, entonces incapaz de aquilatar con justeza lo que me estaba ocurriendo. No se sabe nunca si se está abandonando algún lugar, si se regresará, cómo será la vida en la ciudad a la que se llega con esperanzas indefinidas, por tiempo indefinido. La palabra hogar, cuando se da el primer movimiento hacia lo desconocido, no aparece en el pensamiento; mucho menos, en el anhelo. Sin embargo, ahora, que llevo ya más años viviendo fuera que dentro de la Isla y he cambiado de hogar tantas veces, que lo he fundado y desmantelado en París, en New York, en un pueblito de Connecticut, y que lo compongo lentamente por estos días en Philadelphia, sí que puedo preguntarme, ¿dónde está el hogar? Sé, por lo menos, que no es definitivo el hogar. Siempre podemos reinventarlo en los lugares más inimaginables.
De niña, nunca creí que un día viviría en París. La misma ciudad donde luego, con el paso de los años, estaba convencida que me quedaría viviendo para siempre. Allí empecé a ser, lejos de la tutela familiar. Allí hice amigos que duran hasta hoy, me enamoré y también juré no volver a hacerlo, me descubrí como profesional, me empapé de todo el arte que me era humanamente posible absorber, de todas partes del mundo. Aprendí a vestirme, a cocinar más o menos bien, a degustar vinos y quesos, couscous argelino y el Thiébou Diene senegalés, a vagabundear a ritmo de biguine, persiguiendo los fantasmas de Baudelaire y la haitiana Jeanne Duval por las tortuosas calles de l’Île Saint-Louis. A duras penas, sobreviví. En París, pretendí fundar familia (no supe hacerlo y por más que he vuelto a intentarlo, no se me da). Fui mademoiselle y poco después madame. La suegra argelina cocía holganzas de pan para mí y, la normanda, tarta de manzana. Una me acogió. La otra me repudió. Del brazo de sus hijos y del de otros y otras, y casi siempre sólo acompañada por mi sombra recorrí de punta a cabo aquella ciudad: a pie, en metro, volando por la rue Rivoli en Scooter, en bus y en vélo. Me caí muchas veces. Siempre me levanté. Hice, en fin, de todo en París. Quedan sin embargo las cicatrices. Y el recuerdo. Mas lo que nunca llegué a hacer en París fue preguntarme si aquel era realmente mi hogar.
Esa pregunta sólo surgiría mucho más tarde. No pudo ni siquiera asomarse en New York, donde la vida corre demasiado rápido para que podamos detenernos a reflexionar sobre la existencia. No. Poco importaba además en New York saber si ese era o no era el hogar. Todo se concentra en lo que se hace en el momento preciso. No hay espacio para la nostalgia. Es tal vez por eso que puede parecernos El Dorado a los cuerpos migrantes, no importa de donde vengamos.
Y es que solamente desde el anhelo, la duda, la carencia, puede ser formulada la pregunta. Sólo allí donde se materializan la evocación y el deseo: la imposibilidad de ser. En mi caso, todo comenzó durante los largos inviernos de Connecticut, dentro de aquella hermosa casita, típica, espaciosa, donde viví por más de diez años. En silencio, yo, dentro de mi calle con vecinos que nunca conocí, rodeada de unos pocos amigos que con el tiempo se desvanecieron. Sola. Educando a mi hijo. Allí escribí. Allí desesperé. Allí conocí la más íntima textura de la soledad. Desde el día en que llegué, sabía que ese no podía ser mi hogar, por muy cómoda y agradable que fuera mi casita, aunque la hubiera pintado de colores floridos, que plantara verduras y girasoles en el jardín, aunque hubiera siempre en ella un espacio para tomar el sol.
También, fue en aquel dormido pueblito de New England donde me empeciné en morir. No quería ser más quien era. Necesitaba desaparecer y renacer para ser quien yo deseaba ser. Nadie que satisficiera el diseño de los otros. Alguien que existiera para sí misma, no en función del deseo ajeno.
Mas no basta con morir para poder renacer.
Se impone, también, plantar hogar. Mejor aún, inventarlo. Ya lo dijo Baldwin, “el sitio donde encajaré no existirá hasta que yo lo construya.”
He viajado mucho. Siempre, en cada lugar, preguntándome si podría allí armar el hogar. Atravesando océanos y continentes, me he ido diluyendo de a poco; para encontrarme. Y de uno a otro viaje, de mudanza en mudanza, en algún momento creí que mi hogar estaba allí donde se acumulaban mis libros. Sólo para comprender, poco tiempo después, que los libros también podían viajar conmigo, dentro de un iPad. El hogar no lo forman tampoco los hijos, los padres, los amores o los amantes (independientemente de su fecha de caducidad).
Ante el mar. ¿En Dakar, en Bahia, en La Habana, en Reikiavik o Porto, en Miami o San Francisco? Me pareció alguna vez creer que sólo frente al océano podría estar mi hogar. Porque sólo dentro del agua alcanzo la disolución completa que me lleva a mí misma. En las aguas renazco siempre. En las aguas fluyo. En las aguas soy. Mis raíces se hunden en el océano, entre África, Europa y las Américas; acrisoladas en las bodegas del barco negrero que trajo encadenados a mis ancestros. También respiran profundo mis raíces, viajando a través de los mares, regresando siempre a quien soy, dentro de la espuma en que cada ola se deshace, aquí en la orilla.
Es cierto, donde están las aguas y los libros, ahí me hallo. Pero ellos no me hacen, ni los libros ni las aguas. El océano, descubrí entre Dakar y San Salvador de Bahia, soy yo. Mis libros, ya lo sé, existen porque aquí estoy yo: que los leo y escribo.
Eso, todavía, no responde la pregunta, ¿dónde está el hogar? ¿Dónde está el hogar del migrante, del que viene y va, o solamente se va y nunca viene, o llega y con eso es suficiente? Creo que no hay respuesta definitiva. O sí, existe, pero es impronunciable, no puede escribírsele y tal vez ni pensársele. El hogar, tengo la sospecha, sólo puede ser experimentado. Únicamente el cuerpo conseguirá guiarnos, dándonos las señales que necesitamos para convenir en que, al fin, lo hemos hallado, lo habitamos.
Quizás, ni siquiera existe un solo espacio para el hogar. Hace cinco meses, el hogar estuvo en Salvador de Bahia. Hace tres, en La Habana. Ahora, lo vivo en Philadelphia. Me convencen de ello los ruidos que me despiertan, el cortado con el sabor exacto, la brisa dándome en el rostro mientras el río Delaware corre a reencontrarse con el Atlántico y yo sobre sus extrañas corrientes deposito una sonrisa a veces radiante y otras un poco triste, sin anhelos, con un libro o el iPad sobre mis rodillas, tecleando, desvaneciéndome para mejor ser.
Al hogar lo voy creando yo a cada instante, según se me escurren las palabras sobre el teclado, los pies se me van con una melodía invisible, el viento me trae el sabor del mar, por muy lejos o cerca que esté, jamás inalcanzable. Y es que “el mejor lugar del mundo es aquí y ahora”, canturreo con Gilberto Gil, sabio baiano.