Bajo la lluvia, bajo el olor, bajo todo lo que es una realidad,
un pueblo se hace y se deshace dejando los testimonios:
un velorio, un guateque, una mano, un crimen,
revueltos, confundidos, fundidos en la resaca perpetua,
haciendo leves saludos, enseñando los dientes, golpeando sus
riñones.
Virgilio Piñera
La verdad puede estar en todas partes. O en ninguna. Porque tal vez no hay sólo una verdad. Porque tal vez no hay ninguna verdad que perseguir. Apenas, la experiencia. En ella solamente confío, por no ser jamás única ni absoluta.
El diálogo implica la existencia de dos partes que se escuchan, preguntan, responden, discuten.
O no.
Dos partes. ¿Cuáles? ¿Por qué sólo dos?
Quizás tampoco hay partes. O son muchas.
¿Podrían todas sentarse a la mesa de las conciliaciones? ¿Puede acaso alcanzarse el concierto?
Y acaloradas hablan las dos partes de la nación.
Las dos partes y una nación.
Cada parte habla sólo de una nación.
Una nación y sus dos partes.
Preciso aire. Llevo demasiadas horas pendiente de las noticias. Afuera me parece que anochece y cuando acabo por pegar el rostro al frío vidrio de la ventana, el fin del día ya no es una suposición sino una realidad. Por un instante, toda la realidad. A nadie se le ocurriría contar cuántos colores hay ahora mismo en el cielo, ni si pertenecen a la noche o a la tarde. Demasiado fugaces para pertenecer. Deslizándose de una a otra: de la tarde a la noche que tampoco permanecerá.
Sólo cuando se mantiene la idea de que nada más hay dos partes, puede pensarse en una sola nación.
Y sólo si creemos que hay una sola nación, pueden existir las dos partes. Hasta damos por sentado que habrá una mesa, con su mantel para el diálogo y encima una mosca que perezosa dibuja la vaga esperanza de la concertación.
Mas hay demasiados cubanos. Tantos, que no pueden todos ser incluidos cuando sólo hay una mesa puesta, solamente un mantel y una mosca lerda.
Cubanos y cubanas y cubanes y anticubanos y poscubanos y másquecubanos y… ya invente usted el prefijo que mejor le convenga.
De adentro, de afuera, de la periferia y la infracubanía y la intocablecubanía.
Cubanos que no saben que lo son o creen lo que no son.
Cubanos que en sus yates recorren las cayerías del norte y del sur y muchos cubanos que nunca han ido a Varadero.
Ni a La Habana han podido llegar algunos, mientras otros salieron de ella hace tantos años (Peter Pan, Mariel, 1994) que apenas podrían recordarla.
Están los cubanos que viajaron a Moscú en los ochentas cuando ganaron el concurso 9550, y todavía conservan en la sala su descolorido juego de matrioshkas junto a un samovar en miniatura.
En otras salas, en la pared colgará siempre desempolvado el retrato del padre, el tío o el hermano enviado a Angola para solamente volver —dicen— dentro de unas cajas metálicas que nunca pudieron ser abiertas, sólo lloradas.
Y están los cubanos que dan mantenimiento al yate de otro cubano, que almuerza langostas y almejas algún que otro domingo; los mismos domingos en que la prima de la cocinera o de la “muchacha que limpia” ha de contentarse con un trozo de claria o masa cárnica sobre un poco de arroz (vietnamita, si es que todavía le queda arroz).
Cubanos santeros y comunistas, evangelistas, budistas y judíos, paleros, espiritistas, y a veces todas esas cosas a la vez o ninguna de ellas. Siempre se puede más.
Cubanos que hoy viven en un penthouse del Vedado, pero nacieron en algún antiguo central hoy devorado por el marabú.
Otros que siempre han vivido en La Habana Vieja y no piensan salir de allí; como los hay que resistieron la violencia, el ensañamiento y el olvido y aún permanecen, viéndolo todo pasar, viéndose a sí mismos estar, en casitas o casonas, de piedra y de madera, no lejos del río Caburní.
Cubanos vegetarianos y cubanos criadores de puercos que serán sacrificados a mediados de diciembre, poco antes de las navidades que sólo hace un par de décadas reaprendimos a celebrar.
Cubanos cerveceros, bebedores de prú, limonada o ron —añejo o en “planchaos”— , los catadores de vinos franceses y sudafricanos, los que se emborrachan con Johnny Walker o Stolichnaya.
Hay cubanos que, de tanto golpearlas, terminan por matar a sus mujeres; hasta que aparece una que al final es encarcelada por haber incinerado con luz brillante el colchón matrimonial — sin haber antes despertado a sus durmientes (el esposo y la amante del esposo).
Están los cubanos que defienden al difunto esposo, a la amante tan difunta como el esposo, o a la incendiaria despechada.
Los cubanos que se saben de memoria las canciones de Santiago Feliú, Carlos Varela y Frank Delgado y pueden reconocer el espíritu de camaradería que planea sobre cientos compartiendo una noche desvelada entre canciones, esperanza y miedo. Y los que ni han oído mentar estos trovadores porque nacieron a ritmo de reggaetón y a ritmo de reggaetón van sobreviviendo.
Y están también los cubanos que no se perdían un Concurso Adolfo Guzmán, fanáticos de Annia Linares, Mirta Medina, Alfredito Rodríguez y Manolo del Valle. Cubanos que van al cine a ver la misma película veinte veces o prefieren quedarse en casa viendo la telenovela brasileña.
Cubanos que discuten de pelota y cubanos que creen saberlo todo sobre fútbol y nado sincronizado.
Cubanos que van de vernissage en vernissage durante la Bienal de La Habana, aunque ni de reojo miren las obras expuestas y cubanos que se sientan por horas en el malecón a observar cómo son montadas las piezas de la muestra Detrás del Muro.
Los cubanos del despelote, reparteros, reggaetoneros y casineros; los que sólo bailan rumba, tango y pasodoble. Los que no saben bailar.
Chinos, negros y gallegos y todo eso y mucho más o nada eso y sólo un poco más.
Están los cubanos cuya obra no es autorizada a ser exhibida o publicada por las instituciones que definen qué es o no es arte, quién es artista y quién un marginal.
Y, luego, los artistas que no quieren ser marginales y los marginales que se burlan de los artistas y aquellos que no son ni artistas ni marginales ni saben o les interesa saber lo que es ser marginal o ser artista, porque igual ninguno está en el centro que define, ninguno manda.
Están los cubanos que hacen huelga de hambre y los que hacen cola por el hambre y los que no pueden moverse ni hablar a causa de esa misma hambre.
Circundando, penetrando, minando por dentro y por fuera, el hambre.
Dejando apenas sobrevivientes.
Cubanos que hacen colas en las Cadeca y otros que le roban al que trabaja en la Cadeca o al que acaba de salir de la Cadeca; y cubanos que esperan la recarga desde el extranjero para usar el iPhone 12 que les acaban de regalar la semana pasada o para entrar en el grupo de Whatsapp donde anuncian dónde hay pollo, dónde aceite, dónde papel sanitario, pasta de diente o shampoo.
Cubanos que no esperan recargas porque no conocen a nadie en el extranjero o ni siquiera tienen celular, o el que tenían se les rompió o se lo robaron o es tan viejo que sólo con trabajo les sirve para enviar mensajes de texto. Esos cubanos, ¡existen!, y no pueden usar ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram, ni WhatsApp y ni se han enterado de las protestas y contraprotestas, mucho menos de los acuerdos con sus desacuerdos, o de la posibilidad misma de llegar a un acuerdo.
Con todo, quiero imaginar que pueda existir ese momento que no me atrevo a llamar diálogo, sino conversación, tal vez, aunque posiblemente ni eso; donde no se siente — ni se pare— nadie. Una coincidencia disonante y sin mesa sobre la cual tamborilear dedos impacientes o dar puñetazos. Es seguramente una utopía pero quiero imaginar e imagino entonces que presentes estén sólo los cuerpos: porque ya he dicho que no creo en las llamadas verdades sino en la experiencia, y la experiencia la cargan los cuerpos — o la carne, si soy precisa.
En fin, desearía que allí y entonces convergiera y se enfrentara mucha carne cubana; a la vez los del Movimiento San Isidro con sus correspondientes funcionarios pero, además, imaginemos, que al mismo tiempo y en el mismo lugar se aparecieran Chocolate MC y Silvio Rodríguez junto con la panadera de la calle en que nació Chocolate y el mecánico del carro de Silvio Rodríguez, la presidenta del CDR donde vive el mecánico del carro de Silvio Rodríguez y la oficial de Inmigración que, molesta porque se le abría cada vez más el hueco en su único par de medias caladas, acuñó sin ganas y por última vez el pasaporte de Chocolate en el aeropuerto José Martí. Ellos, más una arbitraria selección de los fanáticos de Chocolate y de Silvio Rodríguez. Sin olvidar a sus compañeros en cárceles y saraos, en el Combinado del Este o en la Plaza de la Revolución, Villa Marista o en el Karl Marx, en clubes exclusivos de Miami Beach, en las UMAP o en el buque pesquero “Playa Girón”; novias, madres, tías y amantes del uno y el otro. Todos y todas llegando ligeros o arrastrando los pies, la espalda doblada con el peso de la experiencia de cada cual, dejando hablar la carne viviendo antes que lo escrito y lo leído.
Porque, una vez los cuerpos frente a frente, o lado a lado, o encima o debajo (eso no lo podemos vaticinar), con hambre voluntaria o involuntaria, o saciados ya, sudando o doliendo, descansados o a punto de colapsar, quién sabe si, tal vez, hasta hermanos haya en uno y otro bandos (que en fin de cuentas Chocolate, siguiendo la clave primera de Yoruba Andabo, incluso versionó “El necio” de Silvio Rodríguez).
Pero nunca conocerá nadie a qué saben la ansiedad y el dolor o la rabia del otro, si no llega a suceder el discordante encuentro y por eso es que yo quiero imaginar, sigo imaginando. Hasta que vuelvo a alzar la vista, buscando nuevamente aire; afuera se ha ido ya la tarde y los colores se funden en la noche, tan oscura como la del 27 de noviembre a las puertas del Ministerio de Cultura o como la piel de los cinco abakuás que en 1871 fueron asesinados cuando intentaron salvar de la ira colonial a los 8 estudiantes de medicina.
Negra excesiva es la noche.
Y como se hace tarde, yo me concentro en desear.
Que se mezclen, entonces, lo mismo en abrazos como en insultos todos, pudiera ser una solución, algo que nos permita concebir que hay más de dos Cubas, una única mesa y un solo diálogo.