Cuando comienza una guerra: ¿Qué se escribe? ¿Qué se dice? ¿Qué se sueña? ¿A quién se espera? ¿Cómo abrazas, besas, te desnudas, gimes? ¿Cómo sientes los orgasmos? Es una guerra lejana, ocurre en Ucrania, a miles de kilómetros de nuestras casas, pero sabemos que nos involucra a todos.
Yo planeaba escribir sobre renacimientos y el acecho de la primavera cuando recibí en la medianoche del viernes 25 de febrero, apenas horas después de que comenzara los ataques rusos sobre el pueblo ucraniano, la llamada angustiada de mi hijo de casi veinte años, desde New York: “Mamá, tengo miedo. ¿Es esto el comienzo de una guerra mundial?” Acudía a mí como hacen siempre los hijos, acercándose a las madres en busca de consuelo y soluciones a sus problemas. Tal vez por primera vez no pude ofrecerle ni lo uno ni lo otro. No supe explicarle nada. “Trata de vivir lo que el universo nos permita vivir; ya tus abuelos tuvieron la Crisis de los misiles de 1962 y, mira, todavía andan por ahí.” Le dije como si lo arrullara con una canción de cuna pero sabiendo que contaba tonterías. Vanas palabras.
Sí. Ya estamos en guerra. O, seguimos estando en guerra. No nos quitamos aún las máscaras que por meses nos protegieron de entregar nuestros cuerpos a un virus implacable, y allá va tan campante Putin lanzando misiles sobre las familias ucranianas. Si sobrevivimos a Covid, ahora nos tocará recibir la ira y la venganza que destilan siglos de ambición y desprecio por la vida humana: Putin, Biden, y antes de ellos generaciones de hombres desencadenando guerras. Ha pasado tanto, se han enrevesado de tal manera las historias que desde la creación de las naciones europeas y su expansionismo global han martillado la existencia en el planeta, que es imposible ya encontrar el origen de cuanto conflicto contemporáneo estalla, en cualquier parte del mundo.
Historiadores, politólogos y economistas se lanzan de lleno a intentar ofrecer explicaciones. Leo sus reportes y entiendo cuánto dicen, pero es sólo para quedar aún más desesperanzada. No encuentro en sus análisis nada que me ayude a inventar una nana más potente para consolar a mi hijo de veinte años. ¿Qué mundo les legamos a nuestros hijos? Si es que alcanzaremos a legarles alguno. ¿Llegaremos a mañana? Putin activa su potencial nuclear, dicen las noticias. Es un día frío pero soleado y en los jardines comienzan a brotar las primeros retoños de tulipanes, anticipando la llegada de la primavera. Todo carece de sentido. Ni el más lúcido de los análisis sobre lo que ocurre o puede ocurrir consigue responder la única pregunta que merece ser formulada: ¿Por qué la guerra? Poco importan las razones históricas y políticas. Lo que no logro entender es por qué nos empecinamos en destruir y autodestruirnos.
Cuando Covid agarró al planeta, en el 2019, quise imaginar que, si éramos lo suficientemente afortunados para sobrevivir, aprenderíamos nuestra lección: no somos inmortales, debemos cuidar de cada ser humano como de uno mismo pues la salud de todos, nuestra permanencia en La Tierra, depende de ello. Quien no ha aprendido la lección es porque no quiere hacerlo.
Ya ni miedo siento. Sino rabia.
¿Por qué la guerra?, repito.
¿Quién puede apoyarla? ¿Cómo puede ser interpretado como “defensa propia”, el bombardeo de edificios residenciales, el asesinato de niños?
Las madres ucranianas temen por la vida de sus hijos mientras se encogen bajo el estallido de los misiles rusos. Las madres rusas temen que sus hijos enviados a invadir Ucrania no regresen vivos. Yo tengo miedo de que a mi hijo, en New York, su futuro le sea truncado. La palabra “futuro” al fin despojada de aderezos: no es el futuro profesional o en sociedad en el que pensamos las madres atemorizadas por la guerra, sino el futuro desnudo, simplemente la posibilidad de perdurar: cumplir un año más, despertar al día siguiente. Cualquier tipo de futuro para cualquiera de nuestros hijos en cualquier parte del mundo, no somos capaces ya de asegurarles ninguno.
¿Por qué es tan difícil reconocer que —incluso si el gobierno de los Estados Unidos y la OTAN o los desaciertos del gobierno ucraniano son también responsables de la beligerancia de Putin— nuestra atención no debe ir hacia la reactivación o justificación de odios y venganzas centenarios, sino al significado humano de la invasión rusa? Se sigue arguyendo sobre la oposición de los imperios cuando lo que realmente debería contar es la pérdida de vidas. Eso es lo irremediable. Lo definitivamente importante.
Cada día parece menos posible el ejercicio de la compasión entre los seres humanos.
Tal vez es que ya hemos dejado de serlo. Habitamos este planeta por casualidad. No lo merecemos. La casa de uno se cuida, se protege a sus habitantes. Nuestra casa es el planeta, no la nación artificialmente creada. Nuestra familia es la humanidad, no los partidarios de ficciones nacionalistas e imperiales. Somos la carne, no un documento de identificación, mucho menos un carnet atestando de nuestra filiación ideológica. Putin desearía hacer revivir el imperio que un día fue socialista, aunque ya no sabría serlo más, y que se “desmerengó” —como describía el entonces presidente Fidel Castro al colapso de la Unión Soviética— en 1991. Los Estados Unidos y sus aliados persisten en fortalecer el “atlantismo”, manteniendo a Rusia alejada. Si bien China permanece en una posición ambivalente —que ni condena ni respalda abiertamente la invasión rusa— es notoria en sus medios sociales la activa presencia de grupos que ensalzan la actitud de Putin. Algunos le llaman “Putin el Grande” y la vocera del Ministerio de Relaciones Exteriores de China expresó en conferencia de prensa que la OTAN aún le debe a China una “deuda de sangre”.
Todos, de un lado y otro, piden sangre.
Sangre que es siempre la ajena.
Ver los tanques rusos rodando sobre la zona de exclusión de Chernóbil fue una de las primeras imágenes de esta guerra que durante todo el fin de semana me ha mantenido desubicada, sin lograr sentirme del todo el cuerpo. Dicen que el trasiego de los tanques ha removido el polvo contaminado, elevando los niveles de radiación, acercándonos a todos un poco más a la destrucción. Mi memoria viaja entonces a una tarde en Tarará, años noventa, niños flacos y muy pálidos, algunos con manchas en la piel, pero risueños, bañándose en la playa; y desde la arena, a distancia, yo mirándolos con pena: “esos son los niñitos de Chernóbil”, diría alguien. Era hermoso saber que se recuperaban de sus tumores y leucemias, de los efectos de las radiaciones recibidas tras la explosión de la planta nuclear soviética en 1986 ahí, frente a mí, bajo mi sol, en nuestras aguas, atendidos por médicos cubanos, nuestros padres. Creo que entonces aún había esperanzas. Busco la sonrisa que aquella tarde les dediqué a aquellos niñitos ucranianos. A mi hijo hoy le haría bien recibirla. Pero ya no la encuentro más. La secuestró la Historia.