“Soy como un laberinto que no sé nada, que no sé adónde voy”
Wifredo Lam
Todo lo que con gracia se deja ir de un modo u otro regresa. Así es como al fin tenemos de vuelta la primavera que, aun cuando insistamos en anticiparla y esperarla, caprichosa se toma siempre su tiempo, titubeando entre aguacero y tímida nevada, agua de marzo y viento de cuaresma.
Pero ahora, florecidos los cerezos, ya sabemos que ha regresado.
Junto con los pájaros ritmando el paso lento en callejuelas que nadie toma, en minifaldas y sandalias que eufóricas sacamos del closet, los brazos nuevamente desnudos, cicatrizando ya los pinchazos de la Pfizer, Moderna, la Soberana o la Sputnik, de la Johnson & Johnson o Astra Zeneca, tal vez —de dónde venga y cualquiera sea su nombre más o menos original o ridículo, siempre y cuando se nos inocule al menos la esperanza.
Tenemos motivos para creer que hay luz al final del túnel y que podemos continuar soñando con los viajes del antes y el después. Puede que hasta algún día dejemos de soñar y volvamos a viajar. Digamos, a Stykkishólmur: pequeño pueblo pesquero, de apenas mil habitantes, en la parte norte de la península de Snæfellsnes, a unos 170 kilómetros de Reikiavik.
La gente se inquieta. Quiere saber el por qué de mi obsesión con un pueblito, frío y quieto, tan lejano y distinto a lo que se supone que soy, perdido en Islandia, tierra donde conviven en aparente armonía volcanes y hielos, días y noches sin fin, en que las sagas son contadas en una lengua plagada de consonantes y variadísimo acentos, totalmente incomprensible para mí.
Jacques Leenhardt, mi profesor en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, en París, fue uno de los primeros en preguntarme. ¿Por qué lo nórdico? No buscaba sin embargo su pregunta descifrar tanto mis misterios como ciertos recodos de la vida de Wifredo Lam, de quien es Jacques gran conocedor.
¿Por qué Lou Laurin, la esposa sueca con quien tuviera Lam tres hijos, Eskil, Timour y Jonás? A Jacques le intrigaban los caminos que podían conducir del inquietante espesor de la manigua cubana al minimalismo impregnado a todo lo escandinavo. Yo entonces me encogía de hombros, carente de respuestas para mi profesor, que esperaba hallar en alguna explicación sensata que pudiera yo ofrecerle tal vez una clave oculta aún hacia la comprensión de la universalidad de Lam. Me encogía de hombros, pero al mismo tiempo pensaba en el pianista Bebo Valdés, a quien también habría podido preguntársele cómo se va de la bien calibrada batanga al blanco silencio de los fiordos suecos.
Bebo dejó la isla en 1960 y tras estancias en México y España se embarcó en una gira, como miembro de los Lecuona Cuban Boys, que lo llevó a Estocolmo, donde conoció a Rose Marie Pehrsom —su esposa hasta su muerte en el 2012. Para mantener a su familia sueca, Bebo Valdés fue anónimo piano man en hoteles y fiestas, llegando a trabajar por varios años durante seis meses, en invierno, a pocos kilómetros del círculo Polar Ártico. Pero Bebo lo interpretaba como una suerte, pues disfrutaba, ha dicho, del clima helado y la pureza del aire, incluso de la oscuridad invernal: “A mí me encanta esto, no sé por qué será todo lo contrario de donde nací yo (…) Aquí he encontrado paz.”
Y permaneció la música. Que al parecer llevaba siempre en la cabeza y las manos —aun en mitad de la parálisis que por varios años le impidió tocar. Tal vez ayudó el silencio, o la casi imperceptible música de los hielos al hacerse y deshacerse en icebergs de milenaria paciencia: constantemente congelándose y descongelándose, hasta algún día alcanzar el océano y perderse en él.
Porque no son en mi opinión tanto Björk o los ABBA quienes al escucharlos nos devuelven indefectiblemente a los parajes escandinavos, sino el minimalismo telúrico de Sigur Rós en un álbum como “Valtari”. Allí están todas las fuerzas de su isla; y parecería que no es casi nada pero resulta, a la vez, inconmensurable: en lentas notas, aquella paciente danza de los glaciales y la lucha que es también un abrazo entre la lava y la nieve, donde en toda quietud puede un géiser brotar y un volcán despertar y desplazar masas de hielo que, cayendo en avalancha desde las montañas hasta el borde del mar, dejan kilómetros y kilómetros carcomidos, cubiertos de arena y grava volcánicas. El fenómeno se conoce como sandur, y regala una negra perfección basáltica, que bajo el cielo gris no puede sino ofrecernos la serenidad total, siempre amenazada tanto como protegida por la furia de los elementos.
Mas no será tampoco difícil descubrir, al caminar entre las piedras negras, el despertar del verde en medio de los campos de lava: la vida resistiéndose a ser vencida, renaciendo en medio del basalto. ¿Quién sabe hasta cuando? No importa hasta cuando. Sólo el presente que, desde la inexorable quietud nórdica, no juzga; nada más está, igualmente despiadado y misericordioso para todo ser humano, en lava y hielo.
Cuando Bebo Valdés sonreía ante las nieves polares, agradecía haber conseguido en Suecia no sentirse siempre forzado a posicionarse en confrontación con el mundo. En Islandia, me di de bruces con igual privilegio. No más llegar y abrir un grifo, emana del agua el olor del azufre para recordarnos que estamos en tierra de volcanes, todos a punto en cualquier momento de entrar en erupción. ¿No hay quien asegura que apesta a azufre el infierno? O el paraíso, tal vez. ¿Cómo diferenciar al uno del otro? Si es que vale la pena saberlo, cuando se permanece dentro de la infinita noche del invierno —ese sol polar que, por algunos meses, cada año, nunca aparece. Si es que algún valor guardan infierno o paraíso, allí donde el chorro de un géiser puede siempre elevarse más de lo esperado, surgir las llamas, apagarse la vida. La eternidad, en cualquiera de sus variantes, tiene regusto a azufre. Y frente a esa verdad, todo lo que nos es permitido es rendirnos ante la naturaleza y aceptar nuestra nimiedad universal. La de todos, no importa cuál sea nuestra ideología, nivel cultural, sexo o género, nacionalidad, color de la piel.
En Stykkishólmur, como en toda la isla, a nadie le preocupaba quien yo era: con alivio sentía que pasaba desapercibida, tal vez porque nadie había alrededor para percatarse de mi presencia. Viven 364 134 islandeses en un territorio de 103 000 kilómetros cuadrados; así es que, habiendo más de 600 000 ovejas registradas —el doble de los humanos—, estas se han ganado el derecho a pasear libremente por toda la isla y reciben tratamiento de peatones respetables en las carreteras rurales (atropellar a una oveja cuesta bastante caro). Pudiendo entonces muy bien ser las ovejas y el estado geológico y climático las preocupaciones más urgentes en los campos islandeses, ¿quién iba a reparar en mí, en el color de mi piel, en que viajaba sola?
Me había ido a Islandia como si escapara a Marte. Huyendo de lo que por siglos nos han dicho que somos, las identidades que nos han endilgado y que más que definirnos, nos esconden. ¿Sería eso la libertad? Redescubríame en la absoluta imposibilidad de explicar o pronosticar; siendo meramente humanos entre ovejas, géiseres, hielo y volcanes; demasiado ocupados en sentirnos, recuperando la verdad existencial que sabemos perdida en los mundos desde los que hemos llegado, pero que dentro de la islandesa calma se reconstruye. Tanto vacío había en las calles, en las carreteras y los caminos de lava por los que me aventuré sola y sin temer más que a la aparición de un trol (sí, creía que detrás de una piedra surgiría una vieja figura deforme) o a la posibilidad de que la ventolera me tumbara haciéndome rodar acantilado abajo hasta desaparecer en la infinitud del Atlántico. Pero incluso deshacerme dentro del océano me parecía poco intimidante. Sabía que, aun si eran frías las aguas, allí también estaba Olokún, que ya conocía yo de las costas de África y de América. El agua, con o sin azufre, hielos o algas tropicales, es una sola.
Sólo en Stykkishólmur he conseguido soplar todos los pétalos de una flor de diente de león. Sólo allí parecen mis pulmones haber recibido la cantidad de aire del que precisaban para lograrlo. Aunque entonces no importó mi hazaña, porque no se me ocurrió antes hacerle pregunta alguna a la flor, o al hada que dicen que se esconde dentro de ella. En Stykkishólmur no tenía preguntas y por eso las respuestas se me ofrecían tranquilas, desnudas.
A Stykkishólmur había llegado una tarde casi por azar y fue así mismo que salí, en mitad de una noche en cuyo cielo de verano aún brillaba el sol. Dejé el pueblo, bien agarrada al volante, pendiente de los troles y elfos que pudieran aparecer en la carretera, de no aplastar un gnomo o, más preocupante aun, de atropellar una oveja; pero partía sin miedo a ir a ninguna parte porque ya sabía que siempre voy a ninguna parte. Cuanto precisamos es solamente comprender que, al entregarnos al universo, aun yendo a ninguna parte, terminamos por llegar al justo lugar.
Hallarnos dentro del extravío puede muy bien ser nuestra mejor manera de permanecer.