A lo largo de milenios, los profetas han anunciado un reino de justicia, donde prevalecerá el bien de todos, la convivencia en armonía, grandes sentimientos de amor por encima del egoísmo y el odio, la nivelación entre pobres y ricos, fuertes y débiles; donde cada cual recibirá de acuerdo con sus necesidades, como criaturas conscientes, en un orden superior, donde no haya opresión ni guerras, ni hagan falta Estado, tribunales, policías, ni tampoco códigos, leyes, partidos.
Prepararse para ese reino requiere formar personas capaces de asumir y conducirse según principios como esos. Para decirlo como San Pablo en sus epístolas, se trata de crear un hombre nuevo.
No es extraño entonces que, así como millones han respondido al llamado de Jesucristo, Buda, Mahoma, otros hayan identificado a Martí, Fidel, el Che como sus guías espirituales. Si releemos el primer párrafo, veremos que esa descripción los podría abarcar a todos.
Tengo la sospecha, sin embargo, de que meterlos en el mismo saco provocará alergia, entre tirios y entre troyanos. ¿Fidel y Jesucristo? ¿Che y Martí? Los primeros dirían que los guerrilleros predicaron la subversión y la lucha armada, no el amor y la paz. Los segundos dirían que confundir el comunismo con el reino de Dios en la otra vida es una tergiversación del marxismo-leninismo.
Unos y otros podrían añadir que los seguidores de los profetas religiosos comparten una misma fe y quienes responden a los líderes políticos una misma ideología. Y por eso precisamente los profetas son venerados, mientras que los líderes políticos despiertan lealtades, pero también oposiciones acérrimas.
El problema se presenta cuando uno examina la historia, donde no es tan simple trazar esa raya.
Predicar “la guerra necesaria” y afirmar que “cubano es más que blanco, más que negro,” entre otras ideas rompedoras, le ganó a Martí no pocos enemigos, no solo ante integristas, autonomistas, anexionistas, sino en sus propias filas. A esas discrepancias tuvo que dedicarles tanto o más tiempo que a la organización armada de la revolución, pues de las condiciones políticas dependía nada menos que el lanzamiento de la independencia.
Bendecir a “los perseguidos por causa de la justicia,” a los que “injurien y persigan,” como “persiguieron a los profetas anteriores,” y denunciar el materialismo superficial y la religiosidad hipócrita, la lectura dogmática o farisaica de la fe, cuestionaba peligrosamente el statu quo en la Galilea ocupada por los romanos en época de Jesús: no en balde le valdría el rechazo de la mayoría de su propia gente y la crucifixión. En un famoso capítulo de Los hermanos Karamázov, Dostoievski narra cómo la presencia y la prédica del Mesías, casi dos milenios después, conservaba intacta su índole subversiva, intragable para los poderes establecidos, incluida la iglesia.
“Pero eso de los profetas es cosa del pasado. Ahora nadie anda por ahí predicando nuevas creencias religiosas. Y si lo hacen, no tienen nada que ver con la política,” me diría un tirio.
¿Qué hizo entonces Martin Luther King Jr., con su “sueño” profético (I have a dream) ante millones de estadunidenses sino replicar al Jesús del Sermón de la Montaña? Ese sueño de fraternidad y justicia, donde convivieran negros y blancos, era además un discurso muy político, que cuestionaba las bases del sistema, en medio de la guerra de Vietnam. Siendo la lucha de aquel pastor bautista del profundo Sur, más bien conservador en muchas otras cosas, tan “pacífica” como se dice, ¿cómo desencadenó el movimiento social más intenso y desafiante que se recuerda desde la Guerra civil (1861-65)?
Respecto al apoliticismo de la fe, tenemos cercano el enfrentamiento con una minoría opuesta al matrimonio del mismo sexo, y a lo que esta considera intromisión del Estado dentro del ámbito de “la sagrada familia,” sobre la base de una maléfica “ideología de género.” Una parte de esa oposición se sustenta en una lectura fundamentalista de las Escrituras, como la que Jesús impugnaba a los fariseos, según la cual todo eso es blasfemia.
Finalmente, así como la fe tiene su política, la política arrastra consigo actitudes y prácticas que parecen propias de la fe.
Basta ver el torrente cotidiano de citas de Martí, el Ché, Fidel, con frases entresacadas de sus contextos, como si fueran versículos, para salir del paso en el debate de cualquier tema. Extraer el significado de esas frases como parte de la época en que fueron pronunciadas requiere una aproximación histórica al pensamiento y la acción concreta que les dio sentido político. Usarlas como evangelios equivale a reducirlas a su dimensión profética, y a menudo, convertirlas en dogmas.
Es en circunstancias de crisis que la lógica de lo político emerge y se manifiesta con alta definición. En carta de apenas 600 palabras que casi todo el mundo en Cuba se sabe, el Che elige el momento de la Crisis de 1962, entre todos los vividos dentro de la Revolución, para decirle a su compañero de armas que “pocas veces brilló más alto un estadista,” y para compartir su manera de “apreciar los peligros y los principios,” en aquellos “días luminosos y tristes.” En esa carta personal, apenas tres años más tarde de los acontecimientos, las palabras escogidas captan la compleja intensidad de un momento límite.
Redactada por quien, igual que Martí, es emblema recurrente de numerosos tirios y troyanos, la carta interpreta la crisis de 1962 como parteaguas de lucidez y desengaño: marginados del diálogo con la superpotencia por nuestro aliado mayor, navegando por cuenta propia en una corriente mortal, donde timonear los arrecifes sin perder la brújula era una proeza insólita, un jefe de 36 años se convirtió en gran estadista.
Entrar y salir de la crisis nuclear adonde nos arrastró la guerra con EEUU, con un aliado más experimentado militarmente, pero atrapado en la competencia mortal con su archienemigo, e inepto para descifrar el algoritmo político de la Revolución cubana; y hacerlo como parte de las ligas mayores de la política mundial fue una prueba de fuego, que solo valía la pena porque estaba en juego, otra vez, el sueño recuperado de la independencia y la soberanía.
Así como el resentimiento no deja a algunos apreciar las dotes de estadista de Fidel Castro, reconocida por sus peores enemigos, tampoco ven su capacidad de defender la integridad nacional, incluso ante la fuerza mayor de una alianza imprescindible con la Unión Soviética, que lo hizo salir de la Crisis de octubre con el aura política de un líder del Tercer Mundo. Este reconocimiento del Tercer Mundo abría una gran brecha en el cerco político de EEUU.
¿Hasta qué punto la razón política requerida para deshilvanar la madeja de un acontecimiento como este, seguramente el más estudiado de la Guerra fría, contribuye a pensar otras crisis posteriores, incluida esta nuestra, que estamos atravesando ahora mismo?
Cuando tirios y troyanos dan sus versiones sobre la crisis actual, lo más significativo no son las diferencias de enfoque, sino el predominio de la calificación por encima del análisis, la postulación de juicios y sentencias, en vez de argumentos. Alguien que no supiera nada de Cuba y se leyera alguno de los manifiestos que circulan en las redes sobre la situación, podría tener la impresión de que se trata de una contienda entre creencias y apotegmas, más cercano al discurso de las guerras de religión que al razonamiento político.
A diferencia de los profetas y los predicadores, pero con un compromiso parecido, los políticos tienen que ejercer un rol que requiere oficio, y poseer una formación cultural difícilmente alcanzable en una escuelas de cuadros, o en el tránsito por la densa red de la burocracia. Oficio y cultura que exigen experiencia, pero sobre todo dedicación, voluntad de servir, capacidad de diálogo, imaginación, y cierta dosis de coraje para no tener miedo, digamos, a perder el cargo.
Cuando un político se atreve a decir en público, por ejemplo, que “las protestas callejeras son justas” se arriesga al fuego de quienes miran las protestas nada menos que como vehículos de la desestabilización política, herramientas de la conspiración, armas del enemigo. Incluso no es extraño que ese fuego venga de sus propias filas (friendly fire), que puede ser, por cierto, el peor de todos. En cualquier caso, no dejan de tener alguna cuota de razón quienes vigilan esas protestas, porque ha ocurrido que, jóvenes exaltados y también quienes a los 55 cumplidos han salido del closet del anticomunismo, impetuosos unos, calculadores otros, se montan en el brote espontáneo de una protesta, donde pueden participar a veces algunos nada más por sentir a qué sabe eso de dar gritos contra el gobierno en medio de la calle.
Lo que sería el rol de quienes no ejercen como predicadores ni como políticos, sino como intelectuales, consiste en explicarlo. En demostrarles a los políticos, a los predicadores, y al resto de la sociedad, que las protestas son parte integral de una situación de crisis, no solo en esta isla, sino en tierra firme. En cualquier caso, no basta tampoco con entenderlas como manifestaciones justas o comprensibles, porque verlas así las reduce a fenómenos aceptables o justificados, pero no comprender su naturaleza. Si hay que esperar a que el artículo 56 de la Constitución se traduzca en ley para que sean legales, lo importante, políticamente hablando, es que ya son legítimas. Es decir, parte de una normalidad en construcción. Y eso ocurre a reserva de que tirios y troyanos sigan prendidos, a que un dirigente se atreva a decir que son “justas,” o a que otros afirmen que apenas son “comprensibles.” Porque todos esos calificativos resultan apreciaciones subjetivas acerca de un fenómeno que revela una cultura política cambiante allá afuera, es decir, en la sociedad misma.
Explicar esa realidad cambiante requiere considerar que “la maldita circunstancia del agua por todas partes” no es sino un buen verso, que no refleja nada de nuestra historia ni nuestra cultura. De otra manera, ¿cómo compaginar esa condición insular y acuática con tres revoluciones que transformaron su lugar y su significado en el mundo? ¿Con crisis y creencias que cambian todo lo que debe ser cambiado, e incluso, a veces, lo que no?
Veremos.
Excelente comentario.
Saludos.