It is difficult for me to speak here in the middle of a forest of prejudices. I can speak here about a real revolution that is taking place near your country. Our revolution was made without hate of class. There never was a division from one class to another. Our revolution is a revolution for social justice, for the poor people, and of course, too, for the middle class.1
Este es Fidel Castro, hace 65 años, hablándoles en inglés a los estudiantes de la Universidad de Princeton. La Revolución ha triunfado hace 109 días, y él lleva cinco en Estados Unidos, adonde ha llegado como invitado de la Asociación de Editores de Periódicos. Aunque en visita “privada”, ha hablado repetidas veces delante de esa gran prensa, en programas de televisión de alto rating, y hasta se ha reunido con el Secretario de Estado, con senadores y representantes de los comités de exteriores del Congreso, y con el mismísimo vicepresidente Nixon. Su foto saludando a la multitud en Washington ocupa la primera plana por todas partes. Todavía no ha cumplido 33 años.
Antes de salir de La Habana, el embajador Bonsal le ha hecho todo tipo de recomendaciones sobre cómo aprovechar el viaje. El diplomático, para quien la política cubana es un crucigrama, cree que el viaje será la ida por la vuelta, y le fastidia que los periodistas le hayan cogido la delantera a la Administración Eisenhower. Él sabe, por cierto, que el general presidente se resistía a invitarlo, esperando a que Fidel y Cuba entraran por el aro. En cambio, los guerrilleros se han colado por la puerta entreabierta de la prensa, ya que cerrársela habría sido un papelazo (Eisenhower preguntó discretamente si no podían “negarle la visa”).
El plan es vertiginoso, claro que sí, como todo entonces, pero no tan improvisado. El equipo económico del Gobierno, formado por profesionales de primera, se ha preparado para conversar con sus contrapartes del Norte. El Banco Nacional ha enviado un memo al otro lado proponiendo una agenda sobre cooperación y asistencia financiera. Y el Minrex (el canciller aún no es Roa, quien se desempeñaba como embajador en la OEA) hasta ha contratado a una conocida empresa americana de relaciones públicas para asesorar la visita.
Para algunos notables historiadores esta fue la mejor oportunidad para haber evitado la ruptura de relaciones y la espiral de conflicto que la envolvió. No digo que no. Revisarla retrospectivamente es como volver sobre la historia de lo que pudo ser, un sendero de oportunidades perdidas, opciones, gestos que se quedaron ahí. Sin embargo, nos deja apreciar cuántas reacciones negativas, intereses creados, prejuicios, subestimaciones, prepotencias, habían suscitado ya la joven revolución y su máximo líder en el clima tóxico de la Guerra fría.
En efecto, si se mira detenidamente todo lo que venía transcurriendo en aquel teatro político, con el beneficio del tiempo y los papeles desclasificados, ya estaba en marcha la crónica de una muerte anunciada, el collision course entre EE. UU. y la Revolución. Era así a pesar de que aquella expedición fuera esperanzadora para muchos, incluido el propio Fidel.
El primer acto de la Revolución en el poder había sido instalar los tribunales revolucionarios, para enjuiciar a los criminales de la dictadura. La popularidad de aquellos procesos adentro contrastaba con el revuelo que levantaban afuera. En lugar de tomarse la justicia por su mano, como 25 años antes, cuando la caída de Machado, esta vez los juicios aplicaban la ley en castigo por la represión. En enero de 1959 la prensa independiente cubana hablaba de 20 mil muertos. Más allá del monto de víctimas, los 81 meses de batistato representaban un efecto acumulativo mucho mayor: el de una resaca histórica en la que había prevalecido la impunidad, desde la época de Weyler hasta la última dictadura. En la Cuba de 1959 había testigos vivos de todas estas causas pendientes. Esta vez los iban a juzgar.
Paradójicamente, el primer punto de roce entre EE. UU. y la joven Revolución no había sido ni la reforma agraria ni las nacionalizaciones, sino el castigo a los violadores de los derechos humanos y su extrema transparencia, que llegaba al punto de dejar entrar a la prensa cubana y extranjera a las ejecuciones. Aunque su imagen hacia afuera se revelara contraproducente. Digamos, la secuencia del fusilamiento del coronel Cornelio Rojas, jefe de policía de Santa Clara, culpable de innumerables asesinatos y torturas que aterrorizaban la ciudad, presentaba a un anciano inerme, vestido de civil, cuyo sombrero volaba por el aire bajo el impacto de las balas. Con esa mala imagen dando vueltas por el mundo, cuál no sería la sorpresa de los enviados del Christian Science Monitor al escuchar a los cubanos por la calle que, en vez de protestar por la acción expedita de los tribunales, les preguntaban: “¿Ya vieron cómo es de ejemplar la justicia cubana?”.
No es de extrañar que, cuando aquellos editores de periódicos, fascinados con la imagen exótica de Fidel y los barbudos, tuvieron la iniciativa para verlo de cerca, le ofrecieron la oportunidad dorada, por encima de cualquier otro interés económico o diplomático, de transmitir a la gente en EE. UU., en vivo y en directo, su versión de lo que estaba pasando en Cuba. Esa era la prioridad. Así que nada de pedir ayuda o financiamiento, les dijo a sus perplejos economistas, esta va a ser una visita de buena voluntad, para decir nuestra verdad. Y así partió la delegación de 40 cubanos, el 15 de abril de 1959.
No voy a reseñar una travesía que tuvo momentos multitudinarios y diversos encuentros, no solo en el ámbito de la política y los medios, sino de la sociedad civil, con las grandes universidades de Nueva Inglaterra —Princeton, Columbia, Harvard— y que incluyó todo tipo de peripecias, caminatas nocturnas, restaurantes chinos de madrugada, periódicos latinos, manos estrechadas con emigrados cubanos y estudiantes secundarios, almuerzos en el Club de Corresponsales en el Extranjero, visitas a la Bolsa de Azúcar y a la jaula del tigre en el Zoo del Bronx, así como a otros lugares comunes o insólitos, dentro y sobre todo fuera de plan, jornadas propias de aquella primera e irrepetible vez.
Con su talento como medio de comunicación, que ya los cubanos conocían, y su capacidad para encantar a sus auditorios, sin leer un papel y en su inglés imperfecto, aunque políticamente muy eficaz, Fidel también se exponía, especialmente en sus encuentros con periodistas y políticos, que lo sometían a idénticos interrogatorios acerca de los mismos tres tópicos: los juicios, la presencia comunista, la perspectiva de elecciones. Así fue, sobre todo en las dos sesiones más largas y densas de su recorrido, con Richard Nixon y con un alto oficial de la CIA experto en la lucha contra el comunismo.
Doce años después, en sus memorias, el embajador Bonsal refiere el objetivo de la reunión de Nixon con Fidel en los siguientes términos: “subrayar los peligros a los que las maquinaciones del comunismo internacional podían exponer al ingenuo líder de una revolución popular”.
En efecto, después de dos horas y media de charla pedagógica, Nixon sintió que la actitud de Fidel hacia las virtudes del capital, las elecciones y el peligro del comunismo era contradictoria con la de los EE. UU. Sin embargo, no creía que Fidel fuera comunista, sino más bien “increíblemente ingenuo respecto a la amenaza comunista”. Por encima de todo, aunque fuera un adversario, lo veía dotado de las cualidades de líder. “No importa lo que pensemos de él, va a ser un gran factor en el desarrollo de Cuba y muy posiblemente en los asuntos latinoamericanos en general… no tenemos opción sino tratar de orientarlo en la dirección correcta”.
Este mismo Nixon tan paternalista y visionario cambiaría de parecer respecto a la Revolución y a Fidel en muy breve tiempo: en vez de llevarlos por el buen camino, empezó a abogar por el uso de la fuerza para liquidarlos.
El alto oficial de la CIA le repitió la misma clase, durante tres horas. Mientras fumaba tabacos que le brindó Fidel, le explicó la amenaza que el PSP significaba para su liderazgo. El comandante le respondió que los comunistas eran pocos, y que EE. UU. exageraba su amenaza en América Latina, pues peor efecto tenía la poca atención que EE. UU. prestaba a los problemas económicos y sociales de la región. De todas maneras, el oficial apreció que Fidel había escuchado “de manera atenta y de buena fe” sus advertencias, y había estado dispuesto a “seguir recibiendo recomendaciones sobre el comunismo internacional en el futuro”. De hecho, le comentó al presidente del Banco Nacional que “Fidel no solo no es comunista, sino es un fuerte luchador anticomunista”.
La valoración del Departamento de Estado sobre aquella visita fue que había sido un triunfo para Cuba en materia de relaciones públicas (al contrario de lo que pensaba Bonsal), pero que no iba a “alterar el curso esencialmente radical de su revolución…”. Para ellos, a pesar de haberlo visto hablar durante tantas horas y con interlocutores tan disímiles, Fidel seguía siendo “un enigma”.
Tampoco la política de EE. UU. hacia Cuba cambió después de aquella visita en favor de un acercamiento más realista y negociador, sino al contrario. La URSS no empezó a definir su política hacia Cuba hasta casi un año después, pues el PCUS no entendía a derechas lo que estaba pasando en la isla. Cuando una delegación soviética de alto nivel visitó la isla por primera vez, en marzo de 1960, hacía cinco meses que la CIA ponía en práctica sus planes de asesinato y que Playa Girón avanzaba de infiltración a invasión. Aquel oficial que conversó con Fidel, Gerry Droller, más conocido en el mundo de las operaciones encubiertas como Frank Bender, sería el jefe de Acción política durante el ataque.
Me pregunto qué habría ocurrido si en vez de aquella estrategia heterodoxa, Fidel hubiera optado por la ruta que le aconsejaban sus capacitados economistas, dedicada a gestionar empréstitos, financiamientos y búsqueda de ayuda ante EE. UU. ¿Habrían reaccionado diferente ante una reforma agraria que mantenía la mayor parte de la propiedad privada en el agro y que, sin embargo, desencadenaría un conflicto sin retorno con la oligarquía azucarera cubana y estadounidense, si se hubieran concertado acuerdos durante aquella visita, un mes antes?
La empresa asesora de relaciones públicas les había recomendado a los cubanos afeitarse las barbas y ponerse trajes y corbatas. Aunque esta idea no amerita comentario, en esencia no está lejos de la ineptitud revelada por políticos, diplomáticos y oficiales de inteligencia para entender la Revolución y su liderazgo.
Como ha documentado Lars Schultz, ellos habían construido desde siempre a los cubanos como inmaduros, impulsivos, emocionales, wild and crazy people. La propia clase alta cubana y sus hijos reproducían esta imagen cuando se trataba de los revolucionarios, así que siguieron repitiendo hasta hoy que Fidel era un arrebatado, propenso a la violencia y a dejarse provocar, y que debía toda su ascendencia a algo inefable llamado “el carisma”.
Esa visión, que no es exclusiva de sus enemigos, le confiere al estilo, al poder persuasivo, a la oratoria y al modo de proyectarse, la clave de una capacidad de influencia que se sostiene realmente en la acción política y las ideas, en el coraje y la habilidad para defenderlas.
En aquel amanecer de la Revolución, la prueba de fuego consistió en internarse en “la selva de los prejuicios”, o sea, en la boca del lobo, con el pie forzado del idioma del otro, y demostrar más audacia e inteligencia política que carisma. That’s the question.
- “Me resulta difícil hablar aquí en medio de un bosque de prejuicios. Puedo hablar aquí de una verdadera revolución que se está produciendo cerca de vuestro país. Nuestra revolución se hizo sin odio de clase. Nunca hubo división de una clase a otra. Nuestra revolución es una revolución por la justicia social, para los pobres y, por supuesto, también para la clase media”.