“Vivimos en dos mundos diferentes: ustedes en pleno corazón de Europa; nosotros en el Mar Caribe, al otro lado del Atlántico, muy próximos a las costas de Estados Unidos. Para ustedes en Europa, la seguridad constituye un objetivo y un paso importante para la consolidación de la paz… Nuestro pueblo, en cambio, apenas tiene noción de lo que es el concepto de seguridad. No estamos protegidos por ninguna alianza militar. Nos hemos acostumbrado a vivir sin la menor idea de la seguridad; salvo la que podamos darnos nosotros mismos”.
Así les hablaba Fidel Castro a los dirigentes del Partido Comunista de Polonia, en junio de 1972.
Recorriendo los países del Pacto de Varsovia, Europa del Este y la URSS, a todos les había recordado que la guerra de EE. UU. contra Vietnam era el compromiso de la época. “Las circunstancias geográficas e históricas determinan las formas diversas en que aplicamos a la lucha los conceptos del marxismo-leninismo”, les recalcó a los polacos.
Esa no era precisamente una formulación filosófica, sino geopolítica. Misma razón por la cual ni Cuba ni Vietnam eran “territorio inviolable del campo socialista”. De manera que hablar de internacionalismo y liberación nacional como requisitos de una política socialista en Praga, Budapest, Bucarest, era recordar que aquel bloque era un rey desnudo; puesto que los problemas de ese Segundo Mundo distaban de compartir las agendas del Tercero; y que, aun siendo el Este, sus reflejos condicionados y prioridades tenían más de Norte que de Sur.
Aunque la economía de Cuba estaba ligada al campo socialista, y de hecho se estaba integrando al CAME, la diplomacia cubana no se guiaba por reglas o códigos que ignoraran nuestras diferencias de fondo.
Ya esa había sido su postura pocos años antes, cuando las tropas del Pacto intervinieron en Checoslovaquia (1968). Entonces, el Gobierno cubano había reconocido como legítima la “amarga razón”, basada en la línea trazada entre el Este y el Oeste de Europa, que le había otorgado a la URSS la prerrogativa de preservar “la integridad del campo socialista”. Sin embargo, aquella intervención carecía de legalidad alguna en términos de derecho internacional, según el propio Fidel Castro había puntualizado.
El enfoque cubano sobre la intervención en Checoslovaquia diferenciaba entre la razón de la ley y la de la geopolítica; y reconocía que ninguna de las dos implicaba consistencia ideológica. Si esta hubiera existido, también argumentaba, las tropas del Pacto deberían haber estado peleando entonces en Vietnam, por la causa de la unificación y en contra de la invasión de EEUU. Así como listas para defender a Cuba en caso necesario.
Aunque ese fue el contenido literal de aquel mismo discurso, algunos observadores dijeron (y dicen todavía), que Cuba se había plegado “a la línea de Moscú”. Según me contaba Juan Sánchez Monroy, a la sazón jefe de la sección URSS del Minrex, tanto había chocado ese discurso allá, que su embajador en La Habana presentó una nota de protesta ante la cancillería cubana. Si las relaciones se distendieron luego, la causa no sería precisamente su aprecio por aquella postura cubana.
Aunque esos y otros observadores han seguido afirmando que los signos ideológicos de la “sovietización” empezaron a fines de los 60, los discursos del recorrido por Europa del Este y por África en 1972 dicen otra cosa.
Confundir el activismo diplomático global que acompañó la política cubana desde sus orígenes con un impulso ideológico juvenil, o un ejercicio reservado al sector política exterior, soslaya su alcance estratégico. Este se dirigía a romper el aislamiento impuesto por los EE. UU., defenderse de sus políticas de asedio, contrarrestar un entorno geopolítico que no podía ser más adverso, aunque para anudar esas alianzas con grandes y pequeños se requiriera una voluntad de acción trasatlántica.
En efecto, las alianzas entre ideologías multicolores de tricontinentales y no alineados en torno a La Habana eran sobre todo una fábrica de alianzas políticas, que abarcaba los propios movimientos sociales y políticos de izquierda en el Primer Mundo. Aunque desde Washington y sus socios se vieran como “una internacional de terroristas armados”, su objetivo no era tanto “exportar la revolución”, sino construir, sobre intereses comunes, un espacio de concertación más allá de las instituciones de un sistema internacional dominado por los más fuertes.
Si se mira de cerca, se apreciará que el principal problema de la política cubana dentro de aquel amplio movimiento tricontinental y no alineado no era el desafío imperialista, sino las políticas clientelares de la URSS, y sobre todo de China, que propiciaban la división.
Todavía más de una década después, al asumir la presidencia del NOAL, en 1979, Cuba descalificaba duramente a la República Popular China, no solo por invadir Vietnam, sino como “la camarilla gobernante que apoyó a Pinochet contra Allende; la agresión de Sudáfrica contra Angola; al Sha de Irán; a Somoza; que apoya y suministra armas a Sadat; que justifica el bloqueo yanki contra Cuba y la permanencia de la Base Naval de Guantánamo; que defiende a la OTAN; que se une a Estados Unidos y a las fuerzas más reaccionarias de Europa y de todo el mundo”.
En el caso de la URSS, su invasión a Afganistán ese mismo año no haría precisamente feliz a Cuba. La intervención soviética le planteó un dilema de diplomacia pública: defender el principio de soberanía e independencia, evitando al mismo tiempo “llevar agua al molino de la reacción y el imperialismo” (Roa dixit); y enfrentar el costo asociado al rechazo de muchos gobiernos del NOAL hacia una URSS que Fidel había calificado como su “aliado natural”.
Si la invasión soviética complicó las políticas cubanas en el NOAL, su discrepancia no dejó de manifestarse por los canales diplomáticos ante Moscú. Según un experto que atendía entonces la política hacia Medio Oriente, “mientras Fidel Castro apoyaba públicamente a Moscú, fue muy crítico con su invasión, que discutió amargamente con funcionarios soviéticos”. (Amuchástegui, 1999).
Desde el desenlace de la Crisis de los Misiles y las relaciones con los movimientos de liberación en los tres continentes, pasando por las concepciones acerca de la coexistencia pacífica y la detente en los 60 y 70, las guerras centroamericanas y Afganistán en los 80, las diferencias entre Cuba y el bloque soviético, para no hablar de China, fueron casi siempre muy visibles.
Pero no todo fue diferencias en cuanto al Tercer Mundo. El espacio geopolítico africano, donde la URSS e incluso EE. UU. tenían menos activos que Europa, le dio a Cuba una oportunidad de excepcional balance, tanto de poder blando como de capacidad militar.
Fueron las relaciones cubanas en África, desde los despliegues de sus fuerzas en Argelia (1963) y el Congo (1965), su colaboración con los movimientos de liberación en las colonias portuguesas, así como las estrechas relaciones político-diplomáticas y de cooperación con las independizadas de Gran Bretaña y Francia, las que sentaron las bases para acciones estratégicas de mayor escala. Los conflictos en el suroeste de Angola y el Cuerno de África propiciaron un mayor alineamiento entre las políticas de Cuba y de la URSS en el continente; así como enconaron las diferencias de la isla con China.
En este brevísimo repaso de las geopolíticas cubanas y su interacción con las potencias socialistas durante la Guerra Fría no puede soslayarse la etapa final de la URSS en la perestroika.
Algunas evocaciones sobre la visita de Gorbachov a La Habana en 1989 han destacado por encima de todo las referencias de Fidel a las diferencias entre las políticas de la perestroika y la de la rectificación. Sin embargo, como evidencia el recuento de estas relaciones esbozado aquí, no fueron las políticas internas cubanas o soviéticas las que produjeron chispazos en las relaciones bilaterales a lo largo de tres décadas, sino las internacionales, y los factores geopolíticos que las animaban.
En rigor, ni esas diferencias fueron de poco antes, ni se agravaron con el último presidente soviético, cuyas políticas hacia los demás países socialistas serían las menos hegemonistas de todas. Fidel Castro lo reconocería explícitamente como “abanderado de esos principios”. Y al hacerlo, volvería sobre las relaciones dentro del campo socialista y los movimientos revolucionarios en el mundo, con un discurso tan directo como el del recorrido de 1972:
Todos recordamos los problemas que tenía el movimiento revolucionario y el movimiento socialista cuando pretendía analizar y juzgar lo que un país socialista hacía dentro de su frontera. Eso trajo muchos problemas, y problemas serios. Hoy cada país socialista trata de perfeccionar el socialismo a partir de sus interpretaciones de las ideas del marxismo-leninismo.
Enlazando con la postura cubana respecto al candente tema de la soberanía y la geopolítica, añadió entonces:
si un país socialista quiere construir el capitalismo tenemos que respetar su derecho a construir el capitalismo, no podemos interferirlo… De manera que el principio de respeto irrestricto a la voluntad soberana de cada pueblo y de cada país es una regla de oro de los principios del marxismo-leninismo.
Conviene recordar, por cierto, que esta visita y este discurso se anticiparon en siete meses a la toma por asalto del Muro de Berlín; y al derrumbe del socialismo en su forma de bloque soviético.
Como resulta obvio, aprender de esas lecciones estratégicas, en las complejas circunstancias geopolíticas actuales, no es exactamente un lujo intelectual. Ya que todas iluminan momentos muy complicados, cuando se adoptaron políticas realistas y de largo alcance, se tejieron alianzas y variantes de cooperación con actores de todos los tamaños. Algunas contando con recursos militares; pero no la mayoría. Fueron construidas sobre principios, no estrechas miras ideológicas, y asentadas en visiones estratégicas, no metas “pragmáticas” de corto plazo.
Tales lecciones resultan clave, sobre todo, para reforzar una visión política mayor acerca del presente y el incierto futuro, donde resurgen algunas interrogantes de la Guerra Fría. Entre ellas, digamos, cómo las reconfiguraciones geopolíticas afectan las llamadas áreas de influencia regionales de las mayores potencias, nuevas y viejas.
Para no tocarlas de oído, en medio de este oleaje confuso de una postguerra fría que parece estar llegando a su fin, hay que pensarlas duro. Y sin perder el ancla.