La primera vez que di clases en la Universidad de Columbia, en 1991, descubrí que mis alumnos no sabían que EE. UU. tenía una base naval en territorio cubano.
Recuerdo sus caras cuando les mostré su lugar en el mapa, en la misma entrada de una de las dos bahías de bolsa mayores de la isla, desde hacía 90 años. Eso sin contar los cinco de ocupación militar previa desde la splendid little war (Teddy Roosevelt dixit) que sus libros de Historia seguían llamando “guerra Hispano-Americana”. Los más sorprendidos en el aula eran, por cierto, los cubanoamericanos.
Esa base naval no data precisamente de la Guerra fría, sino de la era de la expansión territorial de los EE. UU. a costa de los países de América Latina y el Caribe; y no fue impuesta para contener el auge del comunismo ni otros espectros, sino por la Enmienda Platt. Y sigue ahí, aunque la tal Enmienda haya sido abolida hace ahora 90 años. De manera que, si de anacronismos se trata, ninguno compite con esa base naval en Guantánamo.
Muchos han sido los territorios adquiridos, anexados, arrendados, colonizados, dominados por una potencia extranjera, al menos desde el siglo XVIII y XIX. Y algunos han sido revertidos al pleno control del Estado arrendador. Digamos, los casos de Hong Kong (1997), Macao (1999), la Zona del Canal de Panamá (2000).
En materia de duración, los tratados de arriendo territorial han sido variopintos, desde los que prevén un término fijo hasta los que se acordaron a perpetuidad. Y algunos se han convertido. Por ejemplo, el tratado que cedía el derecho sobre la isla de Hong Kong entre China y el Reino Unido y el que arrendaba la Zona del Canal a los EE. UU., originalmente, eran a perpetuidad; y en ambos casos se renegoció un tratado a plazo fijo.
Las condiciones que afectan estos tratados susceptibles de renegociación se caracterizan por ciertos rasgos comunes. Digamos, el acuerdo entre un Estado poderoso y uno débil; el cambio fundamental de las circunstancias originales (en la jerga jurídica, rebus sic stantibus); el arriendo sin cláusula relacionada con su terminación; la vigencia del objeto o propósito del tratado; o los propios cambios en materia de derecho internacional al cabo de los años.
En otras palabras, un arriendo territorial puede terminarse, no importa cuál haya sido la duración prevista originalmente, según la doctrina de derecho internacional vigente hoy acerca de los tratados desiguales, por haber sido concebido entre un Estado dominante y un Estado dominado, por la emergencia de una norma perentoria de derecho internacional incompatible con el arriendo territorial sin fecha de término, así como por el cambio fundamental de las circunstancia o la ruptura material del orden preconizado por el arriendo.
En el caso del territorio en la boca de la bahía de Guantánamo, el retorno a Cuba o “la negociación de un nuevo tratado en términos mutuamente convenientes” de parte del arrendatario, solo se admite, en palabras de la Ley Helms-Burton, “como parte de la relación con un gobierno democráticamente electo en Cuba”. Es decir, está políticamente condicionado.
Dándole para atrás a esta película, podemos encontrar algunas escenas olvidadas o ignoradas hoy.
Como se sabe, el Tratado de relaciones de 1903 se derivó de la Enmienda Platt; y esta, a su vez, de la lógica invocada por Estados Unidos como “responsabilidades asumidas por la firma del Tratado de París”, en 1899, poniendo fin oficialmente a la guerra con España, y a su presencia colonial en la isla.
Es notorio que a pesar de haber luchado treinta años contra la metrópoli, los cubanos no estaban presentes en la negociación y acuerdo de ese Tratado de Paris, de donde debía nacer la soberanía de la nueva república, conquistada por el movimiento de independencia.
El Tratado de Relaciones de 1903 dice que “con el fin de preservar la independencia de Cuba, y para proteger al pueblo cubano, así como para su propia defensa (la de Cuba), el gobierno de la isla le venderá o le arrendará a Estados Unidos tierras necesarias para estaciones carboneras o navales en ciertos puntos específicos sobre los cuales se acordará con el presidente de los Estados Unidos”.
En un principio, EE. UU. trató de comprar no solo Guantánamo, sino Bahía Honda, Cienfuegos y Nipe. A pesar de la asimetría de poderes y la subordinación creada por la Enmienda, el gobierno cubano logró que solo fueran las dos primeras bahías, y se limitaran a un arriendo. Mérito que podríamos reconocer a aquel Gobierno.
El valor estratégico de Guantánamo para EE. UU. se incrementó rápidamente, en la medida en que se puso a funcionar el canal de Panamá, en 1910, y se multiplicaron las rutas y el tráfico marítimo en el Caribe occidental. Desde entonces, la visión predominante sobre la base naval en Guantánamo (que ellos empezaron a llamar “Gtmo”) le asignó un papel clave en la defensa de las costas del sudeste de los Estados Unidos.
Dado el papel crucial de las instalaciones navales en aquella geopolítica caribeña de principios de siglo, expandir el territorio de Gtmo superó al interés sobre Bahía Honda, en la costa norte. Así que, en 1912, se acordó cerrarla, a cambio de extender la base naval en el Oriente cubano. El área total de Gtmo se expandió a 117 kilómetros cuadrados de tierra y agua, un poco mayor, digamos, que la isla de Manhattan.
Así que en vez de 2000 dólares anuales que se pagaba por las bases, EE. UU. incrementó el monto del arriendo a $5000 por año, lo que sigue siendo en la actualidad. Naturalmente, el gobierno cubano dejó de cobrar ese cheque desde 1959.
Revisar los documentos que han marcado hitos en el régimen jurídico y geopolítico de Gtmo implica remontar las relaciones entre Cuba y EE. UU. por más de un siglo.
¿Qué dice el acuerdo (o los acuerdos) de arrendamiento?
En 1903, se establece como su principal servicio el de proveer a la Marina de los Estados Unidos. Se especifica que no se utilizará “para ninguna otra función”. Y que “las embarcaciones dedicadas al comercio con Cuba tendrán paso libre a través de las aguas incluidas dentro del territorio de la base”.
El acuerdo de 1903 también dice que Estados Unidos ejercerá jurisdicción y control completos, no soberanía, sobre estas áreas, con derecho a adquirir eventualmente cualquier otra propiedad de tierra alrededor, para propósitos públicos relacionados con el funcionamiento de la base naval.
Así que reconoce de manera definitiva la continuación de la soberanía de la República de Cuba sobre las extensiones de tierra y agua de ese territorio, respecto a las cuales ellos tienen solo “jurisdicción y control… a tenor de las estipulaciones de este convenio”. Tanto el acuerdo de 1903 (artículo 3) como el de 1934.
Se agrega (punto 3 del reglamento) que los Estados Unidos convienen en que “no se permitirá a personas, sociedad o asociación alguna establecer o ejercer empresas comerciales o industriales o de otra clase dentro de dichas áreas”.
De manera que establecer un negocio, instalar una plataforma comercial privada, o cualquier otro proyecto, como el de convertir el territorio de Gtmo en “el Singapur del Caribe”, se contradice con los términos de los acuerdos de 1903 y 1934, mismos que EE. UU. invoca para intentar legitimar la propia existencia de la base naval. Según esos documentos, no se puede hacer ninguna otra cosa que no encaje dentro del contenido de una base naval.
Finalmente, el Tratado de Relaciones de 1934 precisa (artículo 4) que “los prófugos de la justicia que escapen a la jurisdicción de las leyes cubanas y que se refugien dentro de dichas áreas serán entregados por las autoridades de los Estados Unidos cuando lo soliciten las autoridades cubanas debidamente autorizadas.” O sea, proscribe que se les otorgue asilo a personas que escapen de la justicia cubana; como es lógico, ya que Gtmo no es “territorio de los Estados Unidos”.
En cuanto a la circunstancia jurídica y política del Tratado de 1934, no está de más recordar que fue avalado por el Gobierno cubano existente el 9 de junio de ese año, cuando el presidente era Carlos Mendieta (quien gobernó un año y diez meses) y el congreso estaba integrado por el Partido popular, el Liberal y otros que dejaron de existir en la Cuba posterior a 1940.
El carácter arcaico de ese Tratado de Relaciones se ratifica por sus otros contenidos. Aunque no incluye los artículos más flagrantes de la Enmienda Platt (el derecho de intervención de Estados Unidos en Cuba, a controlar sus relaciones exteriores, etc.), sí recoge (artículo 2) el punto de la Enmienda referido a preservar “los actos efectuados en Cuba por el gobierno de los Estados Unidos durante la ocupación militar de la isla”. O sea, según ese Tratado, siguen teniendo vigencia las decisiones tomadas por el gobierno interventor entre 1898 y 1902.
El carácter del Tratado de 1934 se consagra cuando estipula (articulo 3) que “hasta que las dos partes contrayentes acuerden su modificación o la abrogación de las estipulaciones en relación con el arriendo,” se va a mantener igual al de 1903. Lo que coloca a la base naval en una especie de limbo jurídico, supuestamente al margen de los instrumentos del derecho internacional. En la medida en que “los Estados Unidos no abandonen la estación naval o los dos gobiernos acuerden la modificación de sus presentes límites, continuará teniendo la extensión que tenía cuando se firmó.”
De todo lo anterior se deriva que el régimen jurídico, el fundamento político y el cumplimiento estricto de la función militar actual de Gtmo resultan por lo menos espúreos, y se han violado una y otra vez, en sus propios términos.
Como se sabe, la base ha sido utilizada para reconcentrar balseros (migrantes indocumentados) desde los años 90, la mayoría haitianos, jamaicanos, cubanos, y mantenerlos confinados ahí por decreto, al margen de la legislación y de los tribunales.
Ha servido como prisión de presuntos culpables de terrorismo (talibanes), también al margen de la ley y los tribunales de EE. UU., así como de las normas y controles vigentes en las prisiones de ese país, y aplicando métodos que violan todo lo establecido acerca de las condiciones mínimas de reclusión y uso de la tortura.
Recientemente ha inaugurado un campo de concentración de deportables, donde se mezclan inmigrantes que han entrado legalmente a EE. UU. y mantienen su documentación en regla, junto a delincuentes comunes.
¿Hay algo que hacer ante esa base naval, en términos del derecho y la política internacional?
En un documento interno de febrero de 1962, actualmente desclasificado, la asesoría legal del Departamento de Estado preparó un plan de contingencia para el caso de que Cuba llevara la cuestión de la base naval a un tribunal internacional.
Este plan se limitaba a refirmar los contenidos y validez legal del Tratado de 1934; a remarcar que EEUU “solo mantiene jurisdicción y control sobre el territorio de la base”; y a replicar que Cuba retiene “su soberanía”. Con eso, como diría un guajiro sabio, se limpiaban el pecho.
Sin embargo, resultan interesantes los argumentos de ese plan. Los que EEUU podría llevar a una corte internacional, en la hipótesis de que Cuba recurriera a esta vía.
Según esos asesores legales, la doctrina de cambio fundamental de las circunstancias “nunca ha sido respaldada por un tribunal internacional” y “los principales autores de derecho internacional dicen que la doctrina debe aplicarse solo por acuerdo de las partes” o a través de la decisión de un tribunal.
Claro que EE. UU. no suele disponerse a responder ante un tribunal internacional. Su principal argumento ha sido tirarlo a basura. Sin embargo, esa no es razón suficiente para que los demás pensemos lo mismo.
Aunque no ha habido un tribunal internacional que haya fallado sobre la legalidad de Gtmo, sí ha habido juicios calificados. Por ejemplo, de la ONU.
La evaluación del Asesor Legal de la ONU a raíz del desenlace de la Crisis de los misiles, en noviembre de 1962, impugna el argumento de EE. UU. basado en la existencia de un tratado, el de 1934, que se mantiene invulnerable a cualquier intento de renegociación. Afirma que el objeto de ese tratado, “proteger la independencia de Cuba, de su pueblo y defender el país” se contradice con la hostilidad de EE. UU. hacia esa independencia, y es obsoleto, ya que “pone en peligro la existencia o el desarrollo vital de una de las partes.” Concluye que solo la renegociación del tratado puede ofrecer una solución satisfactoria y justa, y pone como ejemplo la que resolvió el diferendo entre Egipto y el Reino Unido (1947) en torno a tropas británicas en aquel territorio, mediante reclamación ante el Consejo de Seguridad de ONU.
Ya que el presidente Obama nunca cumplió su promesa de cerrar la cárcel extraterritorial para acusados de terrorismo instalada en Gtmo, y que sigue disponible ahora para confinar a los deportados de Donald Trump, de manera indefinida, más allá de la ley y los tribunales de EE. UU., nuestro tópico vuelve a la primera plana, con tintes políticos, jurídicos y éticos cada vez más oscuros.
¿Podría Cuba presentar formalmente la cuestión de la base naval de EE. UU. en Guantánamo ante el Consejo de Seguridad? No solo como viejo reclamo de soberanía efectiva en parte de su territorio, sino de derechos humanos, dado que la base bloquea el acceso de los guantanameros a su principal recurso natural, en la región más pobre de Cuba, al impedir que su principal bahía pueda ponerse en explotación.
En vez de “un Singapur del Caribe” impuesto de un solo lado, violando sus propias normas, ¿estaría EE. UU. dispuesto a firmar un nuevo tratado (con fecha de término), por el cual se desmantelara una base naval, que hace mucho no sirve a la defensa de EEUU, y en su lugar se creara una autoridad binacional que fomentara un consorcio de libre comercio, protección del medio ambiente marino, monitoreo del clima, educación superior, salud pública, en beneficio no solo de ambos países, sino de los vecinos del Caribe insular? ¿Lo aceptaría Cuba?
Una utopía, me dirán. Bueno, eso lo he oído antes. Y, sin embargo.