Un amigo, con quien entablo diálogos a distancia, dice que la verdad no se ensaya ni los derechos se plebiscitan. Si entiendo bien, entonces, la justicia no se vota; o sea, lo justo no depende del juicio de la mayoría, que a veces puede respaldar cosas muy injustas, según enseña la historia humana.
Digamos, por ejemplo, la suma de todos los que discriminan a otros por algún motivo —color de la piel, género, orientación sexual, fe religiosa, clase social, nivel educacional, edad, discapacidad, región, etc.— pudiera resultar más del 50% de todos nosotros. Esa mayoría no tendría la justicia de su parte, aunque posiblemente lo creyera, y hasta se ofendería si alguien le sugiriera lo contrario. De manera que si una investigación demostrara que ejerce prejuicios y discriminaciones contra otros, la mayoría, sin embargo, podría recelar de esa verdad, a pesar de todas las evidencias. En otras palabras, tampoco la verdad es lo que piensa la mayoría.
¿Tienen la justicia y la verdad algo que ver con la democracia? Probablemente, si hiciéramos una encuesta, la mayoría las reconocería a ambas, y también a la igualdad y la libertad, como condiciones para un sistema democrático. Pero sospecho que si preguntáramos ahora mismo cuál es el orden de prioridad de estas condiciones para una genuina democracia, 1) ser plenamente iguales y 2) ser plenamente libres, este último ganaría. Valdría la pena indagarlo, solo para comprobar si somos realmente como pensamos de nosotros mismos. En cualquier caso, aun suponiendo que la verdad no se ensaya, no hay duda de que sí se investiga, y hasta se descubre.
Aunque dé la impresión de una disquisición filosófica o teórica, apenas trato aquí de llegar a una cuestión política concreta: ¿puede un solo partido, al que no pertenece la mayoría, resultar funcional a un sistema democrático, y hacerlo mejor que los muchos partidos en un orden capitalista? Aunque imposible de discutir como amerita en tan breve espacio, este problema subyace en muchos comentarios acerca del PCC que han circulado en estos últimos días.
Para empezar, ¿tiene sentido comparar al Partido cubano con otros? Digamos, los de México. A diferencia de los militantes cubanos, los afiliados a los mexicanos pueden registrarse sin contar con un aval, ni someterse a una asamblea de ejemplares en su centro de trabajo, ni pasar un minucioso proceso de selección, hasta el otorgamiento o no de la militancia. El ingreso a esos partidos, dirigidos sobre todo a ganar las elecciones, es más accesible para la mayoría de los mexicanos que para nosotros el PCC.
A pesar de estas y otras grandes diferencias, que apunté antes, la cuestión de la representatividad de la población en los partidos resulta comparable, pues en ambos casos no solo mantienen estructuras de mando, sino filas, que pueden medirse. Por ejemplo, en el caso de los mexicanos, los datos (2019) muestran afiliaciones en las principales organizaciones políticas: PRI (2 millones 65 mil), PRD (un millón 200 mil), Morena (467 mil), PAN (250 mil). En total, 3 millones 982 mil; o lo que es lo mismo, 3,11% de la población mexicana residente en el país (128 millones). Naturalmente, puesto que los menores de 18 años y los no empadronados por otras razones, no votan, ese cálculo debería hacerse sobre los que sí pueden. Digamos, ahora mismo, dos meses antes de las elecciones mexicanas, los afiliados a esos cuatro partidos suman 4,2 % de todos los votantes registrados (95 millones). Como es evidente, si el grado de consenso que consigue un partido se midiera por su número de afiliados, ninguno de los mexicanos podría ganar jamás las elecciones.
Calculada sobre la base del padrón electoral (9.292.277, en 2019), la militancia de los mayores de 16 (edad para votar en Cuba) en las organizaciones políticas, PCC y UJC, representa 7,5 %; y si se compara con la población económicamente activa (4 515 200), alcanza 15,5 %, o lo que es lo mismo: de cada 13 de los integrantes de esta población, 2 militan en alguna de las dos organizaciones. Razonar que se trata de una exigua minoría, porque no abarca a la mayor parte de la población, soslaya que en ninguna parte los partidos políticos atraen a sus filas como miembros activos (no es lo mismo que votantes) a esa clase de mayoría. Reducir los votos por el socialismo como sistema a esa militancia tampoco explica el complejo tejido del consenso ni los nuevos factores políticos en su dinámica desde 2018 —nuevo gobierno, Constitución, relevo del liderazgo histórico, profundización de las reformas, etc.
En buena medida, esa Constitución y su debate público han sido una especie de desembocadura, punto de equilibrio del entreverado consenso nacional que caracteriza a la sociedad cubana actual. Entre mis amigos juristas, abundan los juicios sobre el significado de esa Carta Magna como gran marco de referencia, espejo para corregir la marcha, y talanquera para evitar que circunstancias adversas y otras contingencias descarrilen el rumbo. Sin embargo, sería un exceso, además de una ilusión, considerarlo un espejo mágico, con todas las respuestas a los problemas reales de la sociedad y del sistema, y a sus prácticas políticas. Si las constituciones fueran ese espejo mágico, según la multipartidista de Singapur, no gobernaría, con el beneplácito de “la comunidad internacional,” el mismo partido (y la misma familia) desde 1955; ni en Malasia, desde 1957; ni en Cambodia, desde 1979. Para no hablar de otras constituciones más próximas, donde un mismo partido, no precisamente comunista, gobernó 70 años, o donde los mismos dos han estado representando a We the People por más de doscientos años. Tampoco ese espejo explicaría cómo es que las constituciones de China y de la República Popular Democrática de Corea admiten varios partidos.
Juzgar la democraticidad de un sistema sobre la base de la competencia entre partidos, en vez de la representación de sus bases y la interacción con la ciudadanía, parece trivial respecto a la idea de “gobierno del pueblo.” Si ese “gobierno del pueblo” no se reduce al acto de votar o de consultar, ni la democracia brota de una docena de partidos no democráticos, entonces, ¿bajo qué condiciones puede un solo partido fomentar democracia ciudadana?
Abordar ese problema, aun de manera incompleta, nos acercaría a la situación política cubana en sus propios términos, en lugar de mirarla como una reforma que nunca conseguirá realizarse, sencillamente porque no. Algunos observadores sostienen que la mera idea de un partido único a cargo de una reforma no es más que un oxímoron. Este enfoque, construido más sobre la metáfora literaria del eterno retorno que sobre el estudio de casos relevantes, padece tres déficits: 1) juzgar al sistema por lo que no es, o sea, lo que le falta para llegar al capitalismo; 2) afán por caracterizar las señales inequívocas de su derrumbe inminente desde hace 30 años; 3) ineptitud para anticipar lo que sí ha pasado durante todo este tiempo.
Analizar la cuestión de la representatividad del Partido, además de la composición social de sus filas, requiere entender su rol en el conjunto del sistema político. En efecto, si es “la fuerza política superior,” que no suplanta a las demás, sino las supervisa, le toca contribuir al funcionamiento representativo y democrático de los órganos de poder estatal, en primer lugar, el sistema del Poder Popular; así como de los sindicatos, las organizaciones juveniles, femeninas, de productores agrícolas, en el sentido de que realmente defiendan sus intereses; y respaldar a todos los grupos que, al margen de estas organizaciones, sufren discriminación en la sociedad cubana actual.
También le toca al Partido asegurar que los ciudadanos emigrados cuenten con un mecanismo representativo, que no descanse en la política exterior, sino en una institucionalidad que encarne los derechos ciudadanos, como la Asamblea Nacional. Así como contribuir a que los herejes no sufran estigma, ni terminen en la excomunión o en algo peor, sino que su disentimiento pueda ser cultivado y aprovechado, como fuente de renovación de la doctrina, según las lecciones que dejaron herejes como Lutero y Calvino en el cristianismo.
Desde luego, es su tarea lidiar con la oposición, algo muy diferente al disentimiento, pero tampoco un bloque irremediable, homogéneo y cohesionado. Y hacerlo con medios políticos, no limitarse a aplicarle la ley y el orden. Aunque el estudio de la composición social de esa oposición no revele, como algunos suponen, que sea la voz de los pobres ni de los negros de los barrios, sí demuestra que involucra a gente diversa, no toda intratable. “¿Qué sería de la Revolución si no hubiese ganado para su causa a los adversarios…?”, recordaba Fidel Castro en un discurso ante la militancia del PCC, para explicarle la nueva política hacia la emigración, en 1979. “Hay una larga tradición de la Revolución en la lucha por captar a los adversarios.”1
Si la cuestión democrática de fondo es la participación de la gente, ¿puede un solo partido propiciar no solo la consulta y la movilización, sino exponer la fabrica de las políticas a la acción ciudadana, y asegurar que esta pueda participar en controlarlas desde la sociedad y sus instituciones?
Las preguntas no escasean. ¿Es capaz este Partido de conducir las reformas como proceso continuo de corrección y ajuste, y al mismo tiempo, autorreformarse? ¿No solo tomar conciencia de sus problemas, sino erradicarlos? ¿Dónde están los puntos de resistencia al cambio? ¿Cuáles son los principales problemas de la cultura organizacional del Partido? ¿La que caracteriza a los cuadros y a las normas de funcionamiento? ¿Cuál es la educación política de un militante comunista hoy?
En la primera parte de esta serie, anoté que esa suma de minorías subalternas que hacían la mayoría fueron la base social de la Revolución y del consenso socialistas. Ahí estaba la cantera, como se decía antes, del Partido. Entonces, era relativamente fácil distinguir a la vanguardia, no solo arriba, sino también abajo. Bastaba con proponerlos: “los mejores al Partido.” Ahora bien, ¿cuál es el contenido de la noción vanguardia en la actualidad? ¿Es posible que signifique lo mismo? ¿Quiénes la integran?
Siendo presidente, Raúl Castro, afirmó una vez que la política económica de la Actualización no tendría éxito sin descentralización. Si esta no se confunde con la desconcentración de las estructuras de poder, ni se mantienen, como les llamaba Martí, los “hábitos de mando” para gobernar, el verticalismo y la falta de diálogo con los ciudadanos a nivel local, se trata entonces de una redistribución de poder, o sea, de un cambio político. Según esta lógica, el camino al desarrollo económico pasaría por el empoderamiento local, que es donde tiene lugar o no la participación real de los ciudadanos, y donde radica, al decir del Apóstol, “la sal de la democracia.” Garantizar esta profunda reforma política del sistema, sin miedo a esas palabras ni a transitar un pasaje a lo desconocido, le toca también al Partido.
Nota:
1 “Discurso del Comandante en Jefe Fidel Castro, Reunión de información a cuadros y militantes del Partido. Teatro Karl Marx, 8 de febrero, 1979.” (Citado en Cuba y su emigración. 1978. Memorias del Primer Diálogo, Compilador Elier Ramírez, Ocean Press, 2020, p. 38).
Entiendo que para ser plenamente libres hay que ser, primero, plenamente iguales (en derechos, claro). Y esto no debe quedar nunca en letra muerta. Sería errado pensar que las mayorías jamás se equivocan (y ejemplos que lo demuestran los hallamos en la Historia contemporánea), pero ser demócrata implica aceptar la voluntad de las mayorías, aunque sin perjuicio de los que no piensan del mismo modo. Espero que los mejores ciudadanos estén en el Partido, pero estoy convencido de que fuera del Partido hay muchos buenos cubanos y muchas buenas cubanas que, quizás, no se sientan interesados (interesadas) en entrar en él. Por otra parte, no creo que la existencia de un solo partido político impida una vida democrática. Tampoco me garantiza lo contrario que existan dos que se alternen en el poder, como sucede en Estados Unidos, ni que existan diez. Me parece que no se trata de cantidad sino de calidad. De apertura de ideas. De posibilidad de disentir sin que se entienda como una traición a la soberanía. Siguiendo el hilo de este razonamiento, puedo preguntarme por qué no dar cabida en el Parlamento cubano a cierta zona representativa de un modo de pensar “no oficial”, distinto, sin que esto se entienda como una concesión al “enemigo”. Por tanto, considero que todo lo que coaccione una opinión, una idea, una manera de ser y actuar, es lo que realmente limita una vida democrática en su sentido más amplio. Cualquier forma de dogma político, cualquier forma de atavismo, sea del color que sea, es lo que limita el disfrute de la libertad, que es el principio de cualquier democracia.
Considero que es una mera argucia retórica presentar las carencias democráticas del Partido como “lo q le toca”, como algo que deberá tener su cumplimiento no se sabe bien si en el reino de la teoría o en el del futuro. ¿Acaso no le ha tocado lo mismo al Partido en todos estos años en el poder? ¿Y ha podido hacer eso que le tocaba?
Rafael:
Muy necesario el tema que abordas en este artículo de la democracia. De esto se viene hablando y escribiendo desde la Antigua Grecia. Hay definiciones de tipo aritmético definiendo la base de la democracia en que la mayoría tiene razón la mayoría de las veces. Según este criterio, te equivocas menos si aceptas el voto de las mayorías, suponiendo que éstas votan según su leal saber y entender. El problema de la democracia política es que existen factores externos al elector que lo presionan para que vote no según su deseo, sino según otras conveniencias. En el milenario desarrollo de las sociedades humanas se ha llegado al punto actual donde no es válido comparar el caso de Cuba socialista con el de México capitalista, ni tampoco definir la democracia en base a si çhay un solo partido o si hay varios. La democracia hay que definirla según las relaciones entre el Estado y la sociedad civil. Los partidos políticos no definen la existencia de la democracia por sí mismos, pues son intermediarios entre el Estado y la sociedad civil. En un esfuerzo de síntesis, y abusando de tu paciencia porque sé que lo conoces, se puede decir que los referentes históricos de la gran mayoría de las llamadas democracias existentes en el mundo que promueven los medios masivos hegemónicos, son la Guerra de Independencia de las Trece Colonias de Norteamérica, cuyas ideas democráticas se plasmaron en la Constitución de Estados Unidos de 1787 (We the People), y la Revolución Francesa de 1789. Esas dos acciones se llevaron a cabo directamente por las masas populares pero quienes tomaron el poder fueron las clases adineradas que aplicaron las ideas de Locke, Montesquieu y Rousseau acerca de la “representación política” y “la independencia de poderes” engañando a todos al proclamar suprimido el poder divino y hereditario del Rey, que el pueblo era el soberano y que ya estaba en el poder mediante “sus representantes”. El socialismo es el encargado de enderezar el entuerto y lograr que sea el pueblo verdaderamente el que asuma el poder directamente y no mediante representantes que, como ha ocurrido en el socialismo que conocemos, se convierten en vitalicios. El primer intento exitoso de concebir otro tipo de democracia diferente a la capitalista fue el instaurado por la Revolución Rusa de Octubre de 1917, aunque se extendió hasta poco tiempo después de la muerte de Lenin. Cuba está en condiciones de ampliar la democracia en el socialismo sobre la base de su propia experiencia. En esta dirección se ha avanzado en nuestro país y hay que seguir avanzando. Para ello hay que empoderar al pueblo plena y directamente de manera que los ciudadanos participen de forma creciente en las decisiones de los asuntos públicos mediante convocatorias cuyos acuerdos alcanzados por votación mayoritaria de los convocados tengan, en su caso, carácter vinculante. Las decisiones de carácter público no deben ser tomadas exclusivamente por el Estado, sino también por los ciudadanos mediante las distintas modalidades de la democracia directa. Es así como concibo la democracia en el socialismo pues, teniendo en cuenta que el pueblo es el soberano, hay que establecer una fluida relación entre el Estado y la sociedad civil, que es donde actúa realmente el pueblo. Entiendo la misión histórica de nuestro Partido único como el promotor de estas relaciones democráticas entre el Estado y la sociedad civil. Un abrazo.
Fidel Vascós