Los Fellove eran una familia cubana de clase alta, escindida por el conflicto político entre la dictadura de Batista y la guerrilla de Fidel Castro. Hasta entonces, Cuba había sido una tacita de oro. Uno de los vástagos de la familia, Fico, músico y dueño de un cabaret llamado El Trópico, se mantenía al margen de la política. Don Federico, profesor universitario y patriarca del clan, cree que la solución cubana consiste en ir a elecciones y restablecer la constitución del 40. Le ha advertido a su hijo que están en una posición que en ajedrez se llama zugzwang; en la que cualquier movimiento resulta costoso. De doble filo, le dice. “Lo mejor sería estarse quieto”.
Mientras, sin embargo, otros dos hijos están metidos en la lucha contra Batista; uno muere en el asalto al Palacio presidencial, y el otro se alza con el Che.
A la caída de la dictadura, el régimen revolucionario prohíbe el uso del saxofón en las orquestas, calificado de instrumento imperialista. El Che en persona le comunica la decisión a Fico, que se va de Cuba, ya que su cabaret es intervenido, y su gran amor, la viuda de su hermano muerto, se ha puesto del lado de la Revolución. En el exilio de Nueva York, donde sobrevive lavando platos y tocando el piano, Fico restablece su vida, funda un night club exitoso, y vuelve a su verdadera patria: aquella música que sigue viva allá.
Este es el argumento de The Lost City (2005), dirigida y protagonizada por Andy García, con guión de Guillermo Cabrera Infante. A pesar del aval y de las actuaciones especiales de Dustin Hoffman (Meyer Lansky) y Bill Murray (Cabrera Infante), la recepción del filme fue, digamos, problemática.
El prestigioso colectivo de críticos de Rotten Tomatoes le dio una aprobación de 25 %, y añadió: “lo que empieza como un ejercicio promisorio se convierte en una decepción, una trama excesivamente prolongada, y dirigida de manera desigual”. El Boston Globe le atribuyó “una mirada de penthouse” sobre Cuba y la Revolución. Los Angeles Times dijo que “resulta frustrante que la visión desmesurada y temeraria de sus creadores se convierta en los mayores inconvenientes y no en los mayores aportes de la película”. El NYT la calificó de “epopeya romántica fallida que recorre la pantalla durante casi dos horas y media sin decir gran cosa, más allá de que la vida era maravillosa antes de que Fidel Castro llegara a la ciudad y lo arruinara todo”.
A pesar de la mediocridad del filme, de sus “inexactitudes históricas”, de que los diálogos entre Don Federico y Fico se parezcan más a los de Michael y Vincenzo Corleone, y de que la película sea apenas un ejercicio de nostalgia por esa lost city envuelta en el glamour y la música, la mayoría de las reseñas se identifican con la justeza histórica de la evocación. Es decir, con una representación de la Revolución como pérdida, aniquilamiento sentimental, desmanes y violencia, desintegración de la familia, desaparición de una cultura “genuinamente cubana” y que hizo borrón y cuenta nueva con casi todo lo anterior.
Iniciando un debate de Último Jueves sobre la idealización del pasado, hace más de ocho años, se me ocurrió leer estas palabras de Walter Benjamin: “Articular históricamente lo pasado no significa conocerlo como verdaderamente ha sido. Consiste, más bien, en adueñarse de un recuerdo tal y como brilla en el instante de un peligro… El peligro amenaza tanto la existencia de la tradición como a quienes la reciben. En cada época hay que esforzarse por arrancar de nuevo la tradición al conformismo que pretende avasallarla. El don de encender en lo pasado la chispa de la esperanza solo le es dado al historiador perfectamente convencido de que ni siquiera los muertos estarán seguros si el enemigo vence”.
Claro que Benjamin, uno de esos filósofos de la historia que dicen mucho y muy clarito, hablaba del peligro real y concreto del nazismo, en 1940. Esa recuperación histórica no era entonces —ni ahora, por cierto— un asunto académico, ni nada más tarea de historiadores profesionales, sino un fenómeno social y cultural. Porque las narrativas sobre el pasado incluyen otras, como las literarias, artísticas, audiovisuales, pedagógicas, mediáticas, políticas, religiosas. Todos esos discursos se lo apropian de cierta manera, y al hacerlo, a menudo exaltan los rasgos positivos o los negativos. O sea, idealizan o satanizan el pasado.
Si uno suma la idealización y la satanización, creyendo que son las dos mitades de una naranja, y que ese es el camino de la verdad, lo que obtiene más bien son dos cascarones de huevo vacíos, en vez de una naranja completa. Pero muchos pasan esa sumatoria de opiniones como “la objetividad”.
Un historiador de la talla de Oscar Zanetti recordaba que “la memoria es un mecanismo selectivo y forma pareja con el olvido. Es decir, en nuestras concepciones operamos con un proceso de selección, tanto a escala individual como a escala social, que obedece a disímiles circunstancias y está condicionado por intereses individuales, sociales y de grupo, y por factores que determinan qué y cómo se recuerda”.
En aquel debate de 2015, Alfredo Prieto apuntaba: “Fuera de la isla existe el llamado discurso de la nostalgia, que brinda una imagen específica de Cuba: prácticamente éramos la Suiza de América. Y se genera toda una industria simbólica al respecto. Tras la apertura de los años 90 esos imaginarios comenzaron a penetrar en personas que poseen déficits en el conocimiento de la historia”.
¿Qué factores inciden en la reconstrucción del pasado? ¿Qué problemas contemporáneos favorecen el proceso de idealización? Habría mucha tela por donde cortar.
Hablando de un famoso artista, alguien apuntaba años ha: “Antes estaba prohibido, y ahora es obligatorio”. Sin embargo, hace rato que las políticas y los discursos oficiales dejaron de ser los únicos factores determinantes del mainstream. En especial si lo entendemos como el sustrato de las conversaciones cotidianas, y hasta por dónde pasa el eje de lo políticamente correcto. Porque cada época trae consigo un mainstream. Resulta obvio que el actual es otro.
En efecto, este eje hoy depende más de códigos sociales y culturales que han ido asumiéndose, y que, como decía Zanetti, responden a intereses individuales, sociales y de grupos, cada vez más frecuentes y visibles, reflejados además en qué y cómo se recuerda. Para decirlo rápido, en línea con Benjamin, el pasado se invoca más para defender argumentos y tópicos del presente que para excavar en el tiempo.
Nada de esto sería especialmente nuevo ni extraño ni azaroso si la política cubana exhibiera la sutileza y los matices que ha tenido antes. Si no fuera que apenas tenemos conciencia de las contingencias que están ocurriendo en las mentes, muchísimo más que en los espacios públicos; y no solo a consecuencia de la llamada guerra cultural, sino también a veces con la colaboración de nuestras propias instituciones.
No sería azaroso, si no fuera, como dice un cineasta amigo mío, que, en un momento como este “un out mal cantado en tercera base” podría tener consecuencias desorbitadas. Lo es más porque creemos en el poder eficaz de las movilizaciones ideolóǵicas; en los llamados de alarma para enfrentar el capitalismo que se nos viene encima cuando se aprueba un nuevo negocio o se firma un tratado con la UE o con Rusia; en los actos de repudio contra un advenedizo que hace méritos de civismo en las redes cantándole las cuarenta a un Estado que ha visto mermada su antigua hegemonía. Bastaría, digo yo, con entender que la condición heterogénea y contradictoria del consenso actual tiene una índole social y cultural, y requiere espejuelos políticos que no polaricen esas diferencias, ni las lean como colores ideológicos irreductibles.
Así como hacer catarsis política pasándoles la cuenta a los poderes establecidos libera tensiones y aligera la atmósfera, redactar el pasado con otra gramática tiene su lógica. Fajarse con ese pasado, diría Benjamin, o más bien con las maneras de percibirlo, resulta más que razonable. De ahí las voces que, como don Federico Fellove, preferirían hoy la Constitución del 40; volver a aquel país en el que nadie se metía en política, como quería Fico; reconciliarnos todos y todas como ocurría en aquellas familias cubanas que antes de 1959 nunca estuvieron divididas ni emigraron; regresar a aquella tierra del Espejo de paciencia, colmada de frutas tropicales, y de víveres finos y licores, como decía un guajiro socarrón que conocí.
Sin ironías, sería conveniente volver a visitar los años 60, para revisarlos a fondo en vez de seguir llamándoles la década prodigiosa. Así como los 70, cuando además del Quinquenio gris tuvo lugar la mayor revolución educacional de nuestra historia, y Cuba adquirió toda la legitimidad internacional con la que sigue volando ahora. Regresar a los 80, cuando se alcanzaron las cotas más altas de bienestar, y se desencadenó el ciclo de consulta ciudadana más profundo y polémico hasta entonces. Y llegar al tan incomprendido y olvidado Periodo especial en tiempo de paz, término de la jerga estratégico-militar, que abarcó la más intensa eclosión intelectual y renovación de nuestra cultura política desde los primeros 60, junto con el último periodo de crisis repartida desde 1968-1970, más ardua que ninguna.
Lo que ha sido el sueño de verano socialista, para muchos el presente lo ha convertido en una pesadilla de la que quieren despertar. Ven imposible el regreso a algunos de estos pasados, desfigurados casi siempre por nuestra propia nostalgia. Y no les falta razón. Muchas veces invocan otros sueños, en los que reemplazan el distópico socialismo que vivimos por las utopías china, vietnamita, escandinava. Si aprender lecciones de esas otras vale muchísimo, probablemente no tanto como de nuestros errores, tropezones, conquistas, forcejeos con nosotros mismos.
Entre las lecciones rescatables de esa tradición está, digamos, que una democracia ciudadana no se construye solo con la mejor de las constituciones posibles o las más avanzadas leyes, ni con liberalizar prácticas empresariales, como también demuestran las experiencias de algunos otros socialismos. Es en el campo estricto de la política donde se juegan las transformaciones más radicales y de largo alcance.
Para aprender de nuestros forcejeos valdría recordar, digamos, cuando los artistas y escritores cubanos consiguieron, en el instante más comprometido de Periodo especial, el reconocimiento de la autonomía laboral que luego se llamó trabajo por cuenta propia, la libertad de viajar y permanecer en el exterior durante largos periodos, la capacidad para abordar los más espinosos temas de la sociedad y la política en sus narraciones, obras plásticas, películas, piezas teatrales, coreografías; estaban abriendo una senda, trazando una ruta hacia lo que la sociedad y la política alcanzarían después.
Nada de eso se logró con estridencias y alardes, poses o retóricas provocadoras, ni dándole la patada a la mesa, sino con voluntad de diálogo y perseverancia, persistencia y negociación.
En ese viaje por el pasado quizá logremos alcanzar el punto de claridad necesario para dejar de echarles la culpa a los soviéticos por todos nuestros errores, dogmatismos, rezagos, extremismos, ineptitudes, tonterías (Raúl Castro dixit). Quizá podamos salir del dilema escolástico de la continuidad de la Revolución o de la fecha en que terminó, para extraer el sentido de esa tradición, y despojarla de atavismos conservadores, como pedía Benjamin. Quizá podamos recuperar la heterodoxia esencial, la audacia, el sesgo desafiante del pensamiento y la acción de nuestros grandes muertos, su lucidez y capacidad política para comunicarse y dirigir.
Ojalá.
Profesor: la implantacion de totalitarismo comunista,la destruccion de la republica, la de la incautacion,la extorcion,el presido,la muerte,la umap,en fin,su percepcion de la realidad esta muy influenciada por el amor revolucionario.