Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (RAE), cada vez más inclusivo, además de cabra, delator, chulo, hombre de prestigio, cabo de cigarro, suerte, autobús, bicicleta, última noticia, pelo en el mentón, juego de dados, mentira, malversación, la palabra “chivo” ha sido reconocida con el siginificado de: “apunte para copiar en los exámenes”.
A mi paso por los colegios presbiterianos, por la secundaria “Carlos Marx”, por el preuniversitario “Cepero Bonilla”, por el Pedagógico “Enrique José Varona” y por la escuela de Letras de la Universidad de La Habana, pude apreciar la vasta cultura del “chivo”, acumulada por la imaginación creativa de los cubanos, antes y después.
“Chivos” en rollitos de papel escondidos dentro de cajas de cigarros, lapiceros, zapatos, pulseras de reloj, sacapuntas; o pegados de antemano debajo de la tabla del pupitre; o lanzados en el aula en forma de taco con una liga de una esquina a otra. Lo mismo sucede con la ecuación del trinomio cuadrado perfecto, con los nombres de las glándulas salivares, las capitales del Caribe, las tribus bárbaras, los satélites de Marte, así como las tres leyes de la dialéctica, las normas de acentuación en diptongos, la ley de los gases de Gay-Lussac. Todo eso, y mucho más, cabía en un “chivo” bien hecho.
Las redes, Internet y los nuevos “chivos”
Hace como veintiún años, dando clases en la Universidad de Puerto Rico, aprendí a usar la red (Internet) para hacer “chivos”. Entonces, hacer un “chivo” no consistía en andar con una laptop a cuestas y traerla a clase, porque casi nadie podía hacerlo. Pero no requería mucha inventiva; era facilísimo. Tanto, que hasta yo pude darme cuenta cuando un estudiante de Río Piedras me trajo un trabajo de curso hecho con el clásico “corta y pega”. El joven, que ni se tomó el trabajo de cambiar la redacción de la fuente, puso hasta las ilustraciones del original. Claro que se ofendió cuando le dí la peor nota posible. “Pero dígame, ¿qué está mal?”, me dijo.
El concepto esencial del “chivo”, o sea, de copiar de otro el conocimiento necesario para “salir del paso” en un examen, un trabajo de clase o una exposición, se ha mantenido en la era de Internet, aunque con medios avanzados, muchísimo menos exigentes intelectualmente que los de mi época de estudiante.
La cuestión del “chivo” va de la mano a la confiabilidad de las fuentes disponibles para asegurar a los usuarios el fast knowledge que demandan los nuevos tiempos.
Un amigo al que estimo, y que consulta mucho la RAE y Wikipedia, me comentaba con cierta alarma hace unos días acerca de la significación del vocablo género. Me advertía que ya género no es lo mismo que sexo, y que habían cambiado en el diccionario la definición después de que un psicólogo dijera que no eran lo mismo. Está vigente una concepción de género según la cual la decisión personal del ser humano es la que dicta cómo la sociedad debe percibirlo(la). Me informaba (mi amigo) que hay como 114 géneros. Y cada cual quiere que lo llamen por el género con que se identifica internamente. En español, me decía él, sigue la misma definición de género de siempre. Y de ahí su conclusión de que quizá en Cuba (él radica fuera hace más de veinte años) no existía esa confusa distinción. El psicólogo que tuvo la idea de diferenciar sexo y género se llamaba John Money, me aseguró.
Cuando les pregunté a mis académicas amistades en el campo de la Sociología, la Psicología, la Antropología, la Historia, los Estudios Culturales, acerca de los antecedentes de las investigaciones sobre género, me citaron a Federico Engels, Sigmund Freud, Claude Lévi-Strauss, Simone de Beauvoir, Margaret Mead, Robert Stoller. Solo una de ellas había oído mentar a John Money y sus experimentos en el campo de la sexología en los años 50, para sustentar la distincion entre sexo y género.
Intrigado por el origen de la cuestión, me fui al Diccionario Panhispánico de Dudas de la RAE, una de las fuentes de mi amigo. Ahí leí que “las palabras tienen género (y no sexo), mientras que los seres vivos tienen sexo (y no género)”. Así que la RAE la emprende contra El País y otros medios que usan de manera supuestamente equivocada el término, y ponen género donde debería ir sexo. Por ejemplo, cuando se denuncia la discriminación: “El sistema justo sería aquel que no asigna premios ni castigos en razón de criterios moralmente irrelevantes (la raza, la clase social, el género de cada persona)”. Según la RAE, en esa frase debería decir “el sexo de cada persona”.
Le comenté a mi amigo que género era un concepto útil en las Ciencias Sociales, más allá de su empleo en el debate político. Que la cosa del género no se reduce a su uso gramatical ni a su definición bíblica. Y tampoco es “una ideología”, salvo entre quienes lo usan para machacar a los movimientos feministas y LGBTIQ. Un sociólogo que usara la distinción entre género y sexo, digamos, no necesariamente comparte el discurso de “todos, todas, todes, todxs, tod@s”. Y no había que buscar el smoking gun en un científico que hizo ciertos experimentos, ni pintarlo como una especie de Dr. Frankenstein. En todo caso, lo del género vs sexo rebasa el campo académico, como problema cultural y global que es, asociado a los movimientos sociales que anoté arriba.
Mi amigo, espantado por la decadencia de Occidente, me replicó que si la Sociología y la Psicología tienen un lenguaje especial es porque son parte del problema del relativismo conceptual. Lo mismo que derecha e izquierda, porque la derecha defiende una cosa y la izquierda la opuesta. Se trata de un asunto muy claramente ideológico y central en las sociedades democrático-liberales actuales, nada que ver con el 90 % de la población mundial.”El imperialismo cultural es el que lo exige”, afirmó, “poniéndolo incluso como condición para concederles préstamos a los países del Sur”.
Por último, me recomendó que, cuando lidiara con estudiantes estadounidenses, muchachos y muchachas, tuviera muy en cuenta ese conflicto género–sexo, así como “las 114” denominaciones de género. En vez de referirme a cada uno como “él” o “ella”, lo mejor era que cada uno se identificara con su género primero, como medida preventiva, y me aprendiera sus autodenominaciones para evitarme problemas.
Este sencillo ejemplo sirve para ilustrar el hecho de que ni los diccionarios de dudas del idioma son referencia para cuestiones teóricas de las Ciencias Sociales; ni los artículos de Wikipedia son una fuente confiable para escribir ensayos, como si se trataran de la Britannica.
Ahora bien, siendo justos, y aunque el uso que mi amigo hace de esas fuentes resulte discutible, no constituye, estrictamente hablando, un “chivo”. Y solo lo he traído a colación porque su manera de confiar en esas fuentes sí viene al caso, porque son las mismas que usan algunos para hacer gala de conocimiento en las redes sociales.
Los expertos de Internet parecen capaces de abordar casi cualquier evento o tema, trátese de la historia de Ucrania desde la época de Yaroslav el Sabio; los artilugios propagandísticos que manejaba la familia Romanov en el umbral de la Revolución rusa; las entretelas de los movimientos anticomunistas de los años 50 y 60 en Hungría, Polonia, Checoeslovaquia; los índices macroeconómicos comparados de Cuba desde el machadato; los factores que han determinado los principales eventos migratorios de la Isla en el último medio siglo; la composición étnica y las tradiciones culturales de las islas británicas desde las invasiones de Julio César y William el Conquistador.
En teoría, me dirán algunos, una sola persona puede saber de todo eso. Pico della Mirandola, Camila Henríquez Ureña, Ramiro Guerra, Andrés Bello, Marguerite Yourcenar o Alfonso Reyes podían hablar de cosas tan disímiles y aun más recónditas que estas.
No se requiere un coeficiente intelectual “fuera de liga” para moverse de manera creíble entre una diversidad de temas y de datos. Basta una retentiva de esas, que todo se les pega. Como aquel personaje de Borges, Funes el Memorioso, o Raymond el autista, que hacía Dustin Hoffman en Rain Man.
¿Cómo distinguir entre el saber auténtico o archivo ambulante y el “chivo” que circula en nuestras redes como si fuera su potrero particular?
A diferencia de lo que haría un historiador de las ideas o la Economía, un antropólogo de la cultura, un polígrafo, un erudito, o un simple profesor de Pedagogía; a diferencia de una memoria-gavetero, capaz de asombrarnos con su sabelotodismo natural; el “chivero” se distingue, como dirían los guajiros acerca de los pájaros, por su excreta.
Invito a los lectores a un experimento en este territorio, que llamaré provisionalmente, a falta de un término más exacto, “gnoseología de celofán”.
Revisen las redes sociales y busquen los temas de los que hablan, en particular, algunos que escriben todos los días, como si no tuvieran nada más que hacer. No importa si es sobre el aniversario de la capital cubana o su toma por los ingleses, la novela más reciente de Padura, la falta de leche en polvo, un documental sobre los talibanes presos en Guantánamo, o las conversaciones para la reanudación de las visas. No importa el punto de partida, la motivación, las vueltas que tenga que dar, al final hay una moraleja, siempre la misma, que nos recuerda fatalmente el cuento de los fenicios: la raíz del problema, total o parcialmente, yace en la naturaleza del régimen político.
Yo voy a hacer el mismo experimento. Les apuesto que, como yo, se sorprenderán. Ahí nos vemos.