Mi cita favorita de Alicia a través del espejo es una conversación entre ella y Humpty Dumpty:
“La cuestión es, dijo Alicia, si las palabras pueden significar tantas cosas diferentes”. “La cuestión es, dijo Humpty Dumpty, quién es el que manda. Eso es todo”.
Hace unos días, me volvió a la mente la respuesta del Huevo, ese personaje que para Paul Auster es “la más pura encarnación de la condición humana”, y cuyo realismo pragmático emerge a menudo en estos tiempos de crisis. La recordé mientras escuchaba hablar sobre el poder como la capacidad para tomar decisiones; y de las palabras como lo único que nos queda a los “desempoderados”.
Ese razonamiento parece cosa del sentido común, de manera que analizarlo suena como partir pelos en dos, cosa de “filósofos” o “teóricos” (malas palabras). O sea, una perdedera de tiempo. Cargando ese sentido común como una mochila, no nos preguntamos para qué nos sirve ni si es realmente así.
Lo primero sería: ¿de qué estamos hablando? Eso que llamamos “las palabras” resulta un saco donde caben muchas especies diferentes. Sociólogos y lingüistas le llaman discurso no solo a los que se pronuncian en ciertas ocasiones formales, sino a una variedad de mensajes, lo mismo dichos por la televisión o en un acto, que el editorial de un periódico o un anuncio oficial, una clase o una conversación, una publicación de Facebook o un debate público.
¿Qué tienen en común esas retahílas de “palabras”? Todos los discursos reflejan una manera determinada de percibir la realidad. Y lo hacen no de cualquier manera, sino según ciertas normas, que son las aceptadas por patrones de corrección. Tanto de corrección lingüística como política; o sea, siguiendo un orden gramatical y sintáctico, y un conjunto de reglas no escritas de carácter moral, social, a veces religioso, culturalmente aceptadas.
Antes de que me tilden de académico (mala palabra) o de abstracto (peor todavía), ¿a qué viene saber todo esto para la relación entre el poder y el discurso?
Por ejemplo, cuando alguien empieza a hablar rompiendo deliberadamente las normas del género y, en lugar de escribir o pronunciar “todos”, dice “todos, todas, todes”, o “todxs”, está intentando impugnar un orden sintáctico de corrección que reacciona a un patrón de dominación y exclusión, una cierta estructura de poder social, que le parece injusta.
Dejo de lado los argumentos para compartir o no esta manera de cuestionar el orden establecido, de considerarla viable o asumirla como un nuevo patrón del discurso en términos prácticos. Solo anoto que esa impugnación, digamos, radical, lo es porque intenta hacer ostensible que nuestra manera de hablar encierra una jerarquía social, de la que no somos conscientes. Y que contestarla requiere ejercer su crítica y reivindicar una alternativa, extendiéndola a un modo de hacer y de decir. No solo a enunciarla en ciertos momentos y circunstancias, en “tiempo y forma”.
Ocurre que, al restringirla a esos enunciados, a discursos en los que se acuerdan y aceptan “la equidad”, “los derechos”, “las libertades”, se suele soslayar o postergar su instauración en prácticas concretas distintas y otras relaciones sociales. En definitiva, una crítica sobre los usos del lenguaje conlleva necesariamente una crítica de las relaciones sociales de las que los discursos son parte integral e inseparable. Relaciones sociales atravesadas, vertical y horizontalmente, por estructuras de poder, que son las del orden establecido. Así que todas esas expresiones, esas especies diversas del discurso, reproducen ese orden y su legitimidad, o lo cuestionan.
En otras palabras, las pugnas por mantener un orden, cambiarlo o subvertirlo pasan por los discursos que las practican.
Si queremos encontrar ejemplos de estas dinámicas de cambio y de lo que hoy llamamos empoderamientos, basta con mirar atrás.
La radicalidad de origen en la transformación revolucionaria no se manifestó tanto en expropiar los medios de producción y estatalizarlos, sino en modos de pensar y hablar que marcaban el surgimiento de otras relaciones sociales, de nuevos patrones de conducta que materializaban otro consenso político.
La alfabetización no fue una revolución cultural porque se haya enseñado a leer y escribir a varios millones, sino porque transformó las relaciones entre la ciudad y el campo, los que tenían y los que no, los varones y las hembras, los negros y los no negros, con nuevos discursos y conductas, que reestructuraban jerarquías sociales.
La cubana no fue una revolución social por haber promulgado un montón de leyes, sino porque fundó una nueva legitimidad. Claro que no abolió las diferencias entre grupos sociales, pero sí instauró un referente común, en la manera de comportarse y de hablar, arriba y abajo.
Al dejar de decir “señor” y “señora”, e imponerse la práctica de “compañera” y “compañero”, incluso entre quienes no lo eran en términos ideológicos ni de pertenencia a la misma clase social, se legitimaba un uso dominante. Y esa dominación, naturalmente, no lo era porque formaba parte de la “dictadura del proletariado” ni del Gobierno de un “partido leninista”, como dice un amigo mío, sino porque se arraigaba en una nueva cultura política.
Estos flashazos hacia atrás apenas ilustran, por contraste, la complejidad de nuestro presente.
La heterogeneidad creciente en nuestra sociedad se transluce hoy en otras maneras de pensar y hablar, en la deslegitimación acelerada de los discursos establecidos, en el nuevo vocabulario político en curso, en la reivindicación de expresiones que antes fueron políticamente incorrectas. Etcétera.
Estos fenómenos en los discursos emergentes no son simples modas y modismos, sino síntomas de cambio en el consenso político, en la eficacia de la comunicación, en la capacidad de movilización, que afectan directamente el ejercicio del poder en términos de gobernabilidad y toma de decisiones viables, de fomentar cambios que generen mayor participación y apoyo.
Claro que los discursos en las cabezas de los cubanos de a pie, de un lado, y los dirigentes, del otro, no han sido idénticos tampoco en el pasado. Lo que ocurre ahora es que muy a menudo no se cruzan y en muchas ocasiones se contradicen. Ambos corresponden a una misma cultura política, pero esa mera pertenencia no asegura la comunicación política.
¿En qué medida los discursos sociales cubanos reflejan cambios políticos? Un estudio del vocabulario corriente en esos discursos podría arrojar datos interesantes, que complementarían algunas de estas ideas. Aunque no tengo tiempo para ese inventario, resulta comprobable que mercado, sociedad civil, democracia, desigualdad, privado, ya no son malas palabras, en el sentido de levantar sospechas instantáneas dondequiera, o proscritas en los discursos oficiales y mediáticos establecidos. Otras que, sin estar proscritas, no son tan bien recibidas, siguen siendo transición, pluralismo, oposición leal, libertad de expresión. En documentos y discursos institucionales.a palabra vulnerabilidad remplaza a pobreza, perfeccionamiento a reforma.
Esta muestra de léxico podría verse como un diafragma de lo políticamente correcto, que a menudo no es tanto ideológico como cultural. Si la construcción de lo real se representara como muro de palabras, veríamos que su consistencia no reside tanto en ideas políticas como en un cierto código. Es fácil verlo en la parte de arriba de la sociedad. Pero también abajo, especialmente en comunidades y enclaves físicos o culturales que comparten creencias y valores. Esos códigos reflejan sus identidades, como grupos que se piensan marginados, estigmatizados, desfavorecidos, discriminados, “invisibles”.
La frustración y la rabia en muchos de sus discursos, su tono reclamante y a menudo catártico, opera, en cierta medida, como impedimenta para ser reconocidos a nivel horizontal en el conjunto de la sociedad. Verticalmente, también dificulta el diálogo con los poderes institucionalizados, que a menudo los perciben como divisorios de la unidad nacional, políticamente fuera de tono, y hasta peligrosos, pues si no se atajan a tiempo, resultan susceptibles de interpretarse como llamados a la rebelión. No es nueva, por cierto, la alarma derivada de la situación de fortaleza sitiada y el síndrome que la acompaña: “cualquier chispa puede encender una pradera de yerba seca”. La prevención no radica en abolir la posibilidad de una chispa o de trancar la pradera, sino en evitar el peligro de la yerba seca.
En términos prácticos, esto plantea ciertos retos políticos a las instituciones de gobierno.
Después del avance de la digitalización y la domesticación de internet, se hace claro que la eficacia o ineficacia del Gobierno y su capacidad política no conciernen tanto a la modernidad de las técnicas de comunicación, sino a su aptitud para transmitir estilos de pensamiento e ideas nuevas, que puedan competir con los diversos resonadores ideológicos actuantes sobre la sociedad cubana, dentro y fuera. En buena medida, se trata no solo de ejecutar políticas, sino de rebasar un discurso estereotipado: o se transforma profundamente; o se sigue reproduciendo a sí mismo indefinidamente, con lo que se condena a perder su curso, su uso cotidiano, a ser ignorado o abandonado, porque se ha desgastado hasta hacerse inservible.
Generar un discurso políticamente eficaz requiere capacidad para reflejar la multiplicidad y diferenciación del cuerpo social, habilidad para subsumir las diferencias entre distintos segmentos sociales y sus discursos específicos, así como minimizar el antagonismo con discursos culturalmente excluyentes que conviven en ese cuerpo social. Pero no ignorarlos, ni dejar de interactuar con ellos.
En resumen, poseer el poder de tomar decisiones y mantener el poder de convocatoria son dos dimensiones relacionadas, separadas, pero complementarias.
El empoderamiento desde la sociedad civil no se genera hacia adentro de los grupos que comparten códigos comunes, sino como una relación social, porque el poder lo es; horizontal respecto a otros grupos y discursos, y en interacción con las instituciones, donde se completa como poder del consenso.
En la conciencia de esta relación y su sintonía reside el sentido de la acción política. Y la clave de una unidad que dejó de estar dada, sino hay que rehacer una y otra vez.