El más famoso de los guerreros aqueos que asediaron Troya 1300 años a.n.e., aquel cuya mera presencia en el campo de batalla podía cambiar el curso de la lucha, no solo por su destreza y poder en el combate, sino por su arrastre con las tropas más allá de rango militar o nobiliario, Aquiles el Peleida, era, diríamos hoy, bisexual.
Algo aparentemente nimio, comparado con la toma de Troya, como que a Agamenón, el jefe del estado mayor de aquella confederación, se le ocurriera exigirle una esclava, lo puso tan furioso que se retiró a su tienda y se negó a seguir combatiendo. La situación se puso tan mala para la confederación, que los troyanos, apoyados por una parte del Olimpo, aprovecharon para hacerlos retroceder hasta la playa, y casi reembarcarse en sus naves. Aquella retirada, después de diez años de asedio, estaba en línea con el disenso de Aquiles, que seguía, diríamos hoy, muy encabronado, proclamando el fin de aquella empresa tan costosa y el regreso a sus ciudades.
En respuesta a esa actitud de Aquiles y al divisionismo introducido en las propias filas, el general Agamenón intentó poner marcha atrás tardíamente, y enviarle a la esclava de vuelta, con no sé cuántos regalos. Después de mucha negociación con otros jefes, especialmente Odiseo, el más político de todos los generales, el joven general discrepante se mantuvo en sus trece, pero aceptó hacer regresar a sus huestes (los mirmidones) al campo de batalla, al frente de los cuales puso a su amigo íntimo Patroclo (mayor que él, según aseguran los estudiosos e ilustran los vasos de cerámica antigua).
Los dioses que apoyaban al otro bando en aquella guerra se las arreglaron para que Héctor, el general en jefe troyano, matara a Patroclo. El duelo por la muerte de su pareja, que Esquilo representaría luego con claros tintes homoeróticos, fue tan doloroso (hasta los caballos lloraron, Homero dixit), que arrastró al héroe de nuevo al campo de batalla, en busca de venganza. El curso de la guerra cambiaría.
Aunque el cine intente darnos otras versiones de la Ilíada de Homero, son esas pocas semanas del orgullo herido de Aquiles, y de su venganza por la muerte de su amante, en vez de los amores heterosexuales de Helena y de Paris, o la toma de Troya con el truco del caballo, el asunto de una de las mayores obras literarias de la cultura occidental.
Ni los griegos ni los romanos antiguos tenían una palabra para homosexual. Al principio de la república romana ciertas prácticas entre personas del mismo sexo eran criminalizadas, pero otras no. La diferenciación la establecía una relación de poder. Por ejemplo, con un esclavo estaba bien.
Según nos decía Luisa Campuzano en sus clases de latín a fines de los 60, los políticos romanos conservadores ironizaban con los gustos sexuales de Cayo Julio César en sus años juveniles.
En cualquier caso, como cuentan los historiadores modernos, todos los emperadores, incluidos los gloriosos jefes militares y conquistadores Octavio Augusto César y Tiberio Claudio, tuvieron inclinaciones bisexuales, especialmente hacia jóvenes, fueran esclavos o no.
Como se sabe, son las iglesias judía y cristiana las que han hecho de las relaciones entre personas del mismo sexo un tabú, o sea, un pecado. En cuanto al islam, algunos historiadores han demostrado que hasta las primeras décadas del siglo XX prevaleció un espectro de tolerancia muy variado, que fue replegándose bajo la dominación occidental y el auge de los fundamentalismos.
Por ejemplo, en Indonesia, donde hay más musulmanes que en ningún otro lugar, la homosexualidad siempre ha formado parte de lo socialmente aceptable. En otras palabras, que las prácticas sexuales participan allí de un orden establecido, así como en Europa las iglesias cristianas —tanto católicas como protestantes— lo son del status quo reinante.
Como no soy historiador de las religiones ni tampoco de la sexualidad, sino solo intento comentar algunas instancias de su relación con el uso del poder, hasta aquí llego, a modo de “introducción histórico-político-cultural”.
Para detenerme en algunas facetas de esta relación entre nosotros, vuelvo a aquellas clases de la escuela de Letras a fines de los años 60, donde leí la Ilíada guiado por Beatriz Maggi, y la Guerra de las Galias (en latín) bajo el aguijón de Luisa Campuzano.
Por entonces era requisito pasar una entrevista para ingresar a Letras (así como a Ciencias Políticas, Psicología, Historia, Periodismo). El objetivo no era solo medir la vocación, la cultura y la información política del aspirante, sino su orientación sexual y sus creencias religiosas. En el año rojo de 1968, los homosexuales no podían estudiar nada de eso; y los religiosos, como norma, tampoco. Naturalmente, ese filtro no era perfecto, así que si a él o ella “no se le notaba” y cumplían con los demás requisitos, podían entrar. De manera que, según la jerga universitaria de la época, en Letras había “pila de maricones y tortilleras tapiñados”.
Quiero hacer aquí dos comentarios al margen.
El primero es que en el Instituto Pedagógico, entonces parte de la UH (junto con la Cujae y Medicina), donde yo había estudiado antes dos cursos completos, los gays y los religiosos, mucho menos estrictamente vigilados, eran más visibles que en las otras carreras. Paradójicamente, la formación de maestros de secundaria y pre no era tan celosa de esas “desviaciones”, quizá por la alta demanda de la profesión.
El segundo comentario se refiere a la lógica del poder asociada al ejercicio de la vigilancia. En los tríos que entrevistaban para el ingreso a Letras había algunos profesores y dirigentes estudiantiles que, aun sin poder salir del closet (Dios los libre), también eran lesbianas y gays.
Quizá esa duplicidad (a menudo “secreto a voces”) se debía a que, gracias a la complicidad de sus entrevistadores, los jóvenes homosexuales con apreciable talento, vocación y posición revolucionaria, pudieran matricularse en aquel edificio Dihigo en donde enseñaban Camila Henríquez Ureña, Vicentina Antuña, José Antonio Portuondo, Roberto Fernández Retamar, Graziella Pogolotti, Beatriz Maggi, Mirta Aguirre, Isabel Monal…
Si estos ejemplos de doble rasero pudieran interpretarse como fisuras en la discriminación institucional hacia los homosexuales, no hay que olvidar las manifestaciones más funestas.
Las purgas por motivos “morales” (orientación sexual), así como por motivos “ideológicos” (creencias religiosas) o “apatía” (desafección política) no ocurrieron según se pinta en algunas novelas y documentales, como reflejo de la sovietización de tipo estalinista.
En esos años 60 Cuba estaba ideológicamente peleada con la URSS y China. Una evidencia de que nuestra homofobia no respondía a la influencia de Europa del Este es que muchos académicos que cuestionaban abiertamente los esquemas del marxismo soviético y chino sobre el socialismo, dentro y fuera del espacio universitario, también padecían, con algunas excepciones significativas, lo que hoy llamaríamos “tendencias homofóbicas”. Y resultaba muy explicable que fuera así.
En primer lugar, el legado cultural; pero no entendido como ese fluido impalpable que algunos denominan “identidad”, sino en términos muy sociales y políticos. Digamos, el que bebieron dirigentes y dirigidos en su educación prerrevolucionaria, católica de raíz hispana y protestante de raíz puritana norteña, sin dejar fuera la que practicaban santeros, paleros, abakuás. Todas confluyentes en el paradigma “macho varón masculino”, encargado de proveer, decidir, mandar, imponer reglas, tanto en familias como en movimientos políticos.
Más allá del comunismo soviético (que no fue homofóbico en sus orígenes), la cultura política de la izquierda cubana, manifiesta en las corrientes anarcosindicalistas y los movimientos revolucionarios del 30, estaba marcada por ese paradigma de virilidad incontestada.
No era extraño entonces que la vanguardia revolucionaria surgida de esa sociedad anterior estuviera guiada por esos varones, entre los cuales los gays se podían contar con una mano, y cuya conducta se ajustaba a ese paradigma. La presencia de algunas mujeres preclaras que contribuían activamente a marcar el paso —Vilma Espín, Haydée Santamaría, Celia Sánchez— eran las excepciones que confirmaban la regla en aquella primera vanguardia. Y no me refiero, naturalmente, a las numerosas mujeres que combatieron desde el principio en las filas de la Revolución, sino a las que la dirigían.
En segundo lugar, la inercia de ese patrón viril se mantuvo de tal manera que gays y lesbianas revolucionarios les echaron doble llave a sus closets, para evitar la inhabilitación social y política. A tal grado que, en algunos casos, dirigieron campañas de limpieza moral con componente homofóbico llamadas en los medios educacionales “profundización de la conciencia”. Eso de que los propios purgadores, dirigentes juveniles y comisarios de la pureza ideológica fueran ellos mismos gays y lesbianas resulta patético.
En efecto, la peor consecuencia de esa homofobia oficializada no fueron, como algunos creen, las UMAP, que duraron dos años y pocos meses, antes de ser cerradas y nunca más repetidas. A diferencia de la política hacia las iglesias y los creyentes, e incluso hacia los que se fueron del país por motivos políticos, la política hacia los gays y las lesbianas no se revisó, ni se pudo anunciar una nueva etapa de reconocimiento y diálogo, que partiera de orientar, como en los casos anteriores, que las instituciones y las organizaciones rectificaran sus políticas. Por el contrario, se sucedieron décadas de homofobia de baja o alta intensidad, según el sector y la región.
Se me quedan algunos tópicos en el tintero, como el significado del debate eminentemente político en torno a películas como Conducta impropia (1984) y Fresa y chocolate (1993), y su efecto en las relaciones de poder en torno a la homosexualidad. El tema merece un texto dedicado al cine, probablemente la más política de todas las manifestaciones artísticas, como lo vieron en su momento los propios bolcheviques. Solo quiero apuntar ahora que aquellos debates revelaron la naturaleza transideológica del prejuicio antihomosexual, tanto aquí como en Miami.
Sin espacio para indagar cuándo empezó a cambiar el patrón de la homofobia como relación de poder, y hasta qué punto lo ha hecho, dejo una ristra de preguntas para volver sobre el tema desde la investigación: ¿En qué medida ha respondido a la acción de algunas instituciones? ¿Al trabajo meritorio del Centro de Educación Sexual? ¿Al cambio de paradigma en salud mental, que dejó de considerar a la homosexualidad una patología? ¿A cambios espontáneos en la cultura sexual de las nuevas generaciones? ¿A influencias en el trasiego migratorio con el exterior?
Está claro que la medida de este cambio radica en la capacidad de los gays y lesbianas para ir saliendo del closet; es decir, para empoderarse como ciudadanos iguales. Para hacer sus fiestas desde mediados de los años 80, a pesar de las razias de la policía, y perseverar en celebrarlas, hasta que también la policía y los que la dirigen se persuadieron de que no tenía sentido perseguirlas; o para salir a la calle desde fines de los 90 y principios de los 2000 cogidos de la mano, besándose, y vestidos según su identidad de género.
Pensé cerrar estas notas medio inconexas volviendo adonde empecé: el tema épico de los guerreros gays. ¿Cómo se manejan en nuestras fuerzas armadas? Yo había leído que el movimiento gay y los progresistas de EE. UU. celebraron con bombo y platillo, en 2011, el “cambio profundo” de que su país se sumara a la lista de 29 naciones —como Israel, Canadá, Alemania y Suecia— cuya legislación permite a los gays enrolarse en sus filas. Y tenía entendido que aquí las FAR admitían como justificación para considerarse no apto para el Servicio Militar el declararse Hx (según el código cifrado psicológico para su “patología”).
Un amigo que fue llamado al servicio en 1987-1990 me confirmó este dato acerca de cómo librarse del SMO en aquella época. Sin embargo, para mi sorpresa, me contó que una vez en su unidad militar, él siguió tan fuera del closet como había estado desde los 12 años, cuando sentó a su familia y le contó que era gay, mientras los medios estigmatizaban a “la escoria de antisociales y homosexuales” que se iban por el Mariel. En lugar de avergonzarse de él, como quizá habría ocurrido en una familia de clase social más alta, de repudiarlo o insultarlo, le hicieron sentir que para ellos seguía siendo el mismo, y le dieron todo su respaldo para defenderse de los acosadores del vecindario, a quienes también supo enfrentarse, hasta imponerse el respeto y ser aceptado.
Según él, la unidad militar no fue más difícil, aunque allí también tuvo que librar escaramuzas con algunos acosadores. Sin embargo, los propios oficiales lo trataron con el mismo respeto que a los demás, y hasta le dieron tareas de confianza en su oficina.
Presumo que la experiencia de mi amigo no sea la de otros, y que aun teniendo ahora un Código de las familias que protege legalmente los derechos de los homosexuales, las resistencias atávicas a que puedan acceder a cargos de dirección o a desempeñarse como maestros de escuela sigan ahí, aunque no se transparenten como antes.
En un mundo en el que la homosexualidad continúa siendo criminalizada en 70 países, el camino recorrido ha sido largo, y el espacio ganado considerable.
La lección de mi amigo se parece a la de Sun Tzu, el gran estratega chino de hace 2000 años: “Lo primero es que tienes que creer en ti mismo”.