En mi casa éramos creyentes en la fe católica. Celebrábamos la Navidad y el fin de año con fiestas en las que comíamos y gritábamos como paganos, los mayores bebían hasta que no paraban de reírse, saltaban y se contorsionaban desde el anochecer a la madrugada con todos los inventos de la música cubana, burlándose y contándose chistes de color cada vez más subido acerca de lo humano y lo divino, que mis abuelos hacían como que no oían, y que los niños recordaríamos para siempre.
Lo que más extraño de la Nochebuena no era la Misa de Gallo a medianoche, cuando a mis primos y a mí nos dejaban trasnochar; ni los nacimientos y el arbolito con luces que armábamos minuciosamente; ni las cartas kilométricas a los reyes magos. Sino el encuentro de los siete tíos y la algazara de mi docena de primos. La Nochebuena y la Navidad eran una gozadera, para decirlo rápido.
Parte principal de aquel ritual post-navideño era la espera del Año Nuevo (en altas). Preparándonos para aquel instante como si realmente saltáramos hacia adelante en el tiempo, había que escribir una lista de buenos propósitos.
No tengo idea de dónde salió la costumbre, si de la tradición católica, de otra fe o de ninguna en particular; pero tenía un tono no tan relajado y fiestero como el resto de la pachanga de fin de año. Más bien requería una revisión de uno mismo, para imaginarse recomendaciones, metas alcanzables, que pudieran compartirse en la intimidad de un papelito guardado en una gaveta.
Más allá de conversaciones con amigos muy especiales, los buenos propósitos del año por venir se mantenían en estricta compartimentación. Declararlos públicamente resultaba impensable.
Confieso que nunca he dejado de hacer esta lista de propósitos, incluso cuando luego se me olviden. Pero es la primera vez que, habiéndolos escrito para mí en una libreta de notas, se me ocurre redactarlos. Y terminar dándoles la forma de un texto que no sé lo que es. De manera que ahí van.
Atender a los equivocados, porque con ellos siempre se aprende
A falta de una estrella como la de Belén que ilumine el camino, el debate de ideas ha ganado numerosa aprobación en los tiempos que corren. Aunque depende de lo que se entienda por debate y lo que llamemos dar luz, claro. Habiéndolo intentado durante veintipico de años, mi pequeña experiencia es que sacar la chispa necesaria para un poco de luz requiere gente que piense diferente. Entre estos, son imprescindibles los equivocados.
Algunos me dirán que la línea entre equivocados y quienes tienen la razón no es tan fácil de trazar de antemano. Que errare humanum est, como decían Cicerón y San Agustín (Luisa Campuzano dixit). Y que a veces los equivocados pueden tener razón, y viceversa. Llamemos a esa variedad equivocados tipo A.
En lo que concierne a mi buen propósito en estas notas, podría trazarse una línea más nítida entre quienes saben que pueden estar equivocados y los que de ninguna manera. Como decía Agustín, “lo diabólico es dejarse arrastrar por el orgullo y permanecer en el error”. Esos equivocados tipo B, que se mueven como si empuñaran la verdad, más bien difíciles como dialogantes, son también piezas clave en un debate.
Algunos me dirán que esos son imposibles, pues ni debatir saben. Precisamente, diría yo. Cuando una mente cerrada queda expuesta a la vista pública, en medio de un debate, ocurre lo que podríamos llamar el efecto del hombre lobo: muchos pueden darse cuenta de que lo es, sin necesidad de otra argumentación. De manera que la legión de quienes miran el debate desde la barrera podría aprender a distinguir entre verdades y dogmas, de uno u otro signo ideológico.
Desde luego que no me hago ilusiones, ni me creo que basta con ese escarceo intelectual para borrar el efecto de vivir en un mundo en el que reina la confusión ideológica. Pero incluso en eso, los equivocados hacen un aporte crucial. Cada uno de ellos, jóvenes y viejos, son el espejo de ese sentido común que no deja pensar con cabeza propia ni de modo crítico. En todo caso, sin ellos no sería posible un debate que arroje cierta luz. Y hasta quedarse pensando a veces en algo que dijeron.
Pensar feministo, aun si no me libere del machismo
Admiro sinceramente la capacidad de resiliencia de las mujeres, combinada con su voluntarismo a toda prueba, que es como decir, una mezcla de realismo e idealismo en dosis exactas.
Los machistas (de todos los sexos y géneros) se distinguen por reclamar una especie de realismo chato, que nombran pragmático, y que consiste en verlo todo a corto plazo. Mentalidad de bodegueros, más que pragmatismo, diría yo. Que incluye apreciar un solo lado de las cosas.
En cambio, la inteligencia y la sensibilidad femeninas les dan tirria a los pragmáticos y unilateralistas de última hora. Los ponen en evidencia.
Algún día podremos elegir como altos dirigentes a mujeres que no hablen con el ceño adusto ni en el estilo autoritario o terminante del machismo. Que no se trata de un rasgo de personalidad, sino de una cultura cívica en la que coexisten dimensiones contradictorias.
Las dirigentes, cuando no replican el estilo de liderazgo machista, lo hacen con el modo propio de quien gobierna una familia sin levantar la voz y escuchándolos a todos, incluso a los descarriados.
Esa condición de la que hablo se refleja en un modo más democrático y colectivista, cooperativo y focalizado, que mide los costos y se interesa tanto por los medios como por los fines. Lo que no implica fragilidad o sentimentalismo, sino sensibilidad y persistencia. Un modelo feminista de hacer política abriría muchos caminos, adentro y afuera.
Aunque para ser capaz de pensar y actuar así no basta con quererlo.
No perder tiempo con los oportunistas, los derechistas de izquierda, los cambiacasaca
Hay un fenómeno del mundo mediático particularmente curioso, que podría denominarse la izquierda de derecha.
No me refiero a los izquierdistas independientes, como lo fueron muchos en la historia anterior a 1959; a quienes critican los problemas del socialismo desde su compromiso con cambiarlo para que funcione; ni tampoco a quienes usan su derecho a cambiar de manera de pensar, y adoptan la defensa de un capitalismo “más decente”, asumiendo que el socialismo, este y cualquier otro anticapitalista, es irremediable.
Los izquierdistas de derecha casi siempre fueron comunistas de cepa ultrarroja, y ahora siguen presentándose como “de izquierdas” (en plural), pero coincidiendo con los errores y omisiones típicos de la razón reaccionaria. No digo conservadora, porque hay mucho que aprender de algunos pensadores críticos conservadores. Sino reaccionaria, que es una condición política y ética.
En algunos de nuestros debates de estos veintipico de años, han hecho acto de presencia figuras que cultivan una tribuna en Youtube, que han optado por la disidencia, o sea, se han puesto en contra del sistema. Por ahí conservo videos de algunos de ellos pidiendo la palabra; así como de los medios antigobierno que les siguen los pasos. Casi ninguno pretende ser de izquierda ni socialista. Lo cual me parece perfecto.
De ahí en adelante empieza la tierra media del izquierdismo de derecha. Capaz de invocar a Haydée Santamaría, el Che Guevara, Fernando Martínez, Alfredo Guevara y a cuanto pensador y político radical les viene bien para cuestionar los males de este sistema, de manera compartida con la derecha reaccionaria en cualquier parte.
A muchos los he conocido personalmente, cuando se reclamaban parte de la familia. Por eso mismo prefiero no perder tiempo con ellos.
Los tres últimos.
He dejado para el final estos propósitos, los más personales, y por eso mismo los que no requieren de tantas ilustraciones. Tal vez también los más arduos. Porque son más bien deseos, quizás quimeras.
Quisiera comportarme más inclusivo que tolerante
No solo porque detesto la idea de tolerar, de hacerles a los demás una especie de concesión a sus diferencias conmigo, que yo estuviera dispuesto a aceptar. Al mismo tiempo, sin embargo, no significa que pueda portarme de manera inclusiva así como así. Aunque quisiera.
No pensar en la muerte
Todos aquellos que sobrepasaron cierta edad saben que cuando eran jóvenes, o menos viejos, se comportaban como si fueran inmortales. Por absurdo que pueda parecer, así era.
Recuerdo una frase jocosa sobre la inmortalidad del cangrejo. Pero la vecindad de la muerte es algo serio. Incluso si uno se propone no pensarlo, hacer como si no lo pensara, burlándose o tirándolo a broma. Soslayar el tema tiene algo de supersticioso. Hacerlo requiere otra conciencia de lo temporal, como decía aquel caballero Bayardo, sans peur et sans reproche.
“Eyes on the prize”, dicen los negros americanos
Un premio que solo uno mismo se puede proponer y quizá alcanzar, sin que los avatares de la existencia lo desvíen. Un premio que no es premio, y en todo caso, que nadie le dará a uno.
Seguir caminando con los ojos fijos en ese punto.
Extrañamente, es como si al inicio de este año ese propósito fuera más real que ninguno.