Alejandro Querejeta Barceló (Holguín, 1947) es poeta, narrador, periodista, editor y profesor. Licenciado en Letras por la Universidad Central de las Villas. En Cuba fue bibliotecario, guionista de televisión y radio, promotor cultural, docente universitario e iniciador del Premio de la Ciudad, importante certamen literario. Luego, en Ecuador, desempeñó similares funciones, completando un currículo impresionante por su versatilidad y resultados profesionales. En la actualidad vive en Austin, capital del estado de Texas.
Por el tiempo en que Querejeta fue uno de los protagonistas de la vida cultural de Holguín, en la ciudad se concentró un notable grupo de poetas, entre cuyos nombres destacan Delfín Prats, Alex Fonseca (+) Manuel García Verdecia, Lourdes González, Pedro Ortiz, Luis Caisés, Agustín Labrada, Juan Siam, Luis Yuseff y Gilberto González Seik.
¿Cuándo y en cuáles circunstancias decides salir de Cuba para residir en Ecuador?
Fue en 1993 cuando me establecí en Quito, Ecuador, a donde había viajado en 1990 por una invitación de la dirección de cultura del Ministerio de Educación de ese país, y con la anuencia de la Uneac. Varios amigos ecuatorianos hicieron las gestiones necesarias para que volviera allá.
Fueron años complejos en Cuba, llamados eufemísticamente “período especial”. Temía que volviera el ostracismo padecido por mí en la década de los 70, el “quinquenio gris”. Debilidad, sueños, melancolía, aspiraciones, esos sentimientos que nos moldean; vivía un clima asfixiante en lo social, lo personal y lo político, que podría volverse peor.
Luego de varios años en Santiago de Cuba, y de trabajar en el diario Sierra Maestra, regresé a Holguín en 1976. En ese período tuve la suerte asistir a un curso del escritor chileno Carlos Santander, entrevistar al novelista José Soler Puig, oír a Francisco Prats hablar del mueble y la arquitectura cubanas, recibir clases de Ricardo Repilado, y cimentar una gran amistad con el arquitecto norteamericano Walter Betancourt.
Hice mucho periodismo; escribí sobre teatro, historia, artes plásticas y literatura. En mi vuelta a Holguín trabajé en el periódico Ahora hasta 1980, cuando el Departamento de Orientación Revolucionaria (DOR) decidió hacer una racionalización (ese era el término) de personal.
La lectura pública de un poema dedicado a mi esposa provocó la denuncia de alguien y fui detenido y sometido a un interrogatorio por la Seguridad del Estado.
Estuve dos años y medio sin trabajo, en los que me dediqué a escribir la novela Los términos de la tierra, como una manera de una despedida de la literatura.
Atrás, en tu Holguín natal, habías dejado un nutrido currículo artístico y profesional. ¿Qué tan difícil fue comenzar de cero en otro contexto cultural? ¿Cómo fueron los primeros años de tu emigración?
En un inicio, fueron años muy duros, pese al auxilio de varios amigos; auxilio que, desde luego, tenía límites. A veces tuve que dormir en el suelo. Mis zapatos cubanos no me sirvieron en los aguaceros fríos y torrenciales de Quito. La altura de la ciudad (2,800 metros sobre el nivel del mar) me afectó mucho y pasé largo tiempo con gripes incesantes. Fue difícil encontrar trabajo e insertarme en una cultura y una espiritualidad muy diferentes a las mías. Allí se me trató, sin embargo, con mayor respeto y consideración que en mi país.
¿Nostalgias? Desde luego, y muchas. Lejos de Cuba, el contacto diario perdido fue llenándolo, poco a poco, un “cauteloso acercamiento” a la cultura ecuatoriana. Borges dijo en alguna parte que “el olvido también es una forma de venganza” y añadió que “ahora nuestro deber es la esperanza, la probable, la verosímil esperanza”. He olvidado mucho de lo triste que viví y traje conmigo. Suscribo, sin embargo, la última parte de la cita. Ecuador, mi segunda patria, me trató con respeto y me abrió oportunidades casi imposibles para mí de tener en Cuba.
Volvamos a Holguín. En 1986 se crea el Premio de la Ciudad, que se mantiene hasta hoy. ¿Cuál era el ambiente literario de Holguín en la época?
Mi vida en Cuba se movió entre dos ciudades: Santiago de Cuba y Holguín, donde vivía con mis padres y hermanas, y donde estaba la familia de mi padre, respectivamente. En mis vacaciones escolares regularmente iba a Holguín.
Crecí en casas en que había muchos libros y lectores. Sin ellos, mi vida en Cuba hubiera sido muy precaria y asfixiante. Sin ellos, mi ya largo exilio no sería posible de sobrellevar.
A fines de la década de los 60 hicimos Pedro Ortiz, Jorge Hidalgo y yo el más hermoso proyecto de aquellos años: la efímera (en su duración, pero no en resonancias) revista Jigüe. Una publicación en la que aparecieron textos de varios de los escritores y pintores de la provincia, así como de Eliseo Diego, Vitier, Fina García Marruz y Nancy Morejón; una entrevista a Alejo Carpentier y un cuento de Manuel Granados, si mal no recuerdo, entre medio centenar de colaboraciones. En resumen, contra la resistencia de unos cuantos, asumimos el difícil ejercicio de la libertad.
Organizamos e hicimos la exposición Hacer ver, título tomado de un poema de Paul Eluard. El catálogo, que incluía las “poéticas” —algunas extravagantes, otras ingenuas, pero con una fuerte carga de verdad— de los expositores, tenía como “texto teórico” el poema “Felices los normales”, de Roberto Fernández Retamar. Y se funda el Taller de Grabados de Holguín en 1969, encabezado por Nelson García y Julio Méndez. Oíamos a Los Beatles, de la mano de Ramiro Gutiérrez, y a Joan Báez, pero también a Bach, Beethoven y Mozart. Todo al margen de las autoridades y los “controladores” de la cultura local de entonces.
La burocracia de los años 60 satanizó un poema de Alejandro Fonseca publicado en Jigüe, y lo tomó como pretexto para cerrarnos la revista. Su autor, un estudiante de preuniversitario, fue hostigado con saña.
Luego permanecí en Santiago de Cuba por diez años aproximadamente; pero la vivencia de los intensos años en Holguín se mantuvo indeleble. En 1976 regresé a la provincia.
En la década siguiente hubo de todo. Aquellos fueron años luminosos, tal vez de los mejores de mi vida.
Recuerdo las páginas de los primeros Premios de la Ciudad, imprimiéndose una a una. Y finalmente aquellos cinco primeros libros: los poemarios Tenaces como el fuego, de Lourdes González, y Bajo un cielo tan amplio, de Fonseca; el ensayo La consagración de los contextos, de Manuel García Verdecia; el libro de cuentos Primer encuentro, de Pedro Ortiz; el testimonio Salto al Ogaden, de Mario Nieves.
Para llegar a ellos, hubo que hacerlo todo con rapidez, para no dar tiempo a la vieja, amañada siempre y estúpida burocracia a reaccionar. La experiencia de Jigüe, aquel sueño frustrado casi al nacer, era la mano de fuego a nuestras espaldas.
En ese clima, casi de improviso, haciendo de productor, pidiéndole a cada uno que leyera lo que por entonces pensábamos eran sus mejores poemas, nació el disco de larga duración Un lugar para la poesía (1986).
Había que hacerlo todo en unas pocas horas, porque el ómnibus con los equipos de grabación de la disquera Siboney partiría enseguida para Santiago de Cuba, donde estaba su casa matriz. Manuel Díaz Martínez nos escribió unas palabras de gloria para su presentación, y el disco, insólito en el país, fue la primera y más abarcadora antología de los poetas holguineros.
Hay una pregunta tópica, pero siempre de interés. ¿Cómo fue tu despertar a la poesía? ¿Cuándo te reconociste poeta? ¿Cuál ha sido el hecho de mayor significación poética en tu vida?
Me eduqué hasta el triunfo de la Revolución en el colegio Dolores, de los jesuitas, en Santiago de Cuba. Algunos de los profesores eran sacerdotes españoles. Mucha poesía me tocó leer, desde Santa Teresa y San Juan, hasta Espronceda y Bécquer.
Luego tuve excelentes profesores en el preuniversitario, y se agregaron Zenea, Milanés, Avellaneda, Martí, desde luego, y Casal. Parejamente la Biblia, los españoles de las generaciones del 98 y el 27, los origenistas, Ballagas y Feijóo, la generación del 50, en particular Retamar, Padilla, Fayad y Díaz Martínez.
Por entonces me vinieron deseos de escribir versos sobre el mar y el monte cubanos, la muerte de familiares y amigos, el éxodo de gente con la que crecí, la música, el amor y el desamor, el impacto de la Revolución en mi vida y la apreciación de lo humano, para bien o para mal, fueron motivos constantes.
En los 60, Whitman, Eliot y William Carlos Williams, por un lado, y Vallejo y Neruda, Paz y Cardenal, por otro, y los españoles Dámaso Alonso, Cernuda, León Felipe, fueron decisivos para mí. Después, el desarraigo, el autoexilio y la dispersión familiar.
Me gustaría que señalaras aquellos tres títulos por los que sientas un cariño especial, bien porque hayas alcanzado en ellos un alto nivel estético o porque se asocian a momentos entrañables de tu vida.
Voy a señalar un par más. El primero de ellos, Los términos de la tierra (Letras Cubanas, 1985), una novela, la primera, que me salvó la vida, pues me sacó del ostracismo y la depresión, aparte de tener una buena acogida; la antología Álbum para Cuba (Paradiso, 1998), que recoge poemas de libros anteriores inéditos, escritos en Cuba, y los poemas de La soledad de Job, un cuaderno de poesía de inspiración bíblica que publicó originalmente la revista mexicana Plural en 1990.
Luego siguieron dos novelas biográficas: Anhelo que esto no sea París (Seix Barral, 2016), sobre el exilio del filósofo ecuatoriano Juan Montalvo, y Rocafuerte (Paradiso, 2020), sobre el segundo presidente ecuatoriano, que tiene como escenario La Habana en tiempos de la conspiración de Soles y Rayos del Bolívar en el siglo XIX.
Mi exilio y todos sus avatares está en El profundo azul del aire (Ediciones Furtivas, 2021).
Desarrollaste una larga carrera profesional en Ecuador. Entre tanto trabajo fértil realizado ahí, ¿cuáles serían los hitos a destacar? ¿Llegaste a sentirte plenamente como un ecuatoriano más?
Ecuador, desde ese punto de vista, ha sido muy generoso y respetuoso conmigo. Trabajé en el diario La Hora, del que fui subdirector; fui profesor de periodismo impreso en la Universidad San Francisco (mis clases allí están en el libro Periodismo de Investigación [Paradiso/ Diario La Hora 2011]); investigador en el Centro Cultural Benjamín Carrión de Quito, donde trabajé la obra y las figuras de Benjamín Carrión, notable promotor de la cultura ecuatoriana, el poeta Jorge Carrera Andrade y el ensayista Alfredo Pareja Diezcanseco, empeños que se tradujeron en más de una docena de libros prologados y editados por mí. A ellos se sumaron prólogos a obras de los novelistas Javier Vásconez y Alicia Yánez, y del poeta Iván Carvajal, entre otros.
Algo así, con la dimensión de estos autores, me hubiera sido imposible en Cuba.
Ahora vives en Texas. ¿Continúas escribiendo? ¿Sigues cumpliendo con compromisos profesionales?
Texas, Austin en particular, es el escenario de la última parte de mi exilio. Sigo manteniendo una columna semanal con el diario La Hora de Quito; colaboro, además, con Ediciones Furtivas de Miami, y escribo unos Cuadernos de Pflugerville.
¿Eres hombre de fe? ¿Para qué sirve la fe?
Para mí nunca, ni en Cuba ni fuera de Cuba, fue motivo de ocultamiento. Una vez un “seguroso” me dijo que, al no creer en el socialismo ni el capitalismo, ¿en qué creía yo? Le dije que en el sistema que se desprende de los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio de San Mateo. Para vivir me sostiene la fe que nace de esos principios establecidos allí.
Holguín. ¿Hay algún sueño recurrente con la ciudad? ¿Qué es lo primero que te viene a la mente cuando escuchas esa palabra?
Holguín es la casa de mis abuelos, que ya no existe; el lugar donde reposan los restos de mis mayores; mi Patria chica, donde tuve sueños cumplidos y alegrías, decepciones y sufrimiento; donde fundé mi propia familia y escribí mis primeros libros; así como busqué el imposible que solemos llamar felicidad.
Después de tantas idas y venidas, ¿qué piensas del nacionalismo? ¿Es un estigma o una marca identitaria?
Son dañinos los nacionalismos acompañados de manipulación y sometimiento populista político de cualquier signo. Cuando se les despoja de ese lastre, desde la cultura suelen ser rasgos distintivos que apuntan a una necesaria sana identidad. Me adscribo a aquel “yo vengo de todas partes y hacia todas partes voy” de Martí.
¿Te ha resultado arduo ser cubano?
En lo espiritual nunca; sí en materia de visas y en el exterior para ocupar algunas plazas y concretar proyectos.
Compartamos algunos de tus poemas.
Vamos para allá.
La lengua y la palabra
Para Jorge González
La lengua y la palabra,
almendra en lo hondo.
Por lo que presiente,
por lo que adivina.
Cualquier copa
puede llenarse de vino
y cualquiera romperse.
El Tiempo, el implacable,
con la fugacidad
del triunfador.
La lengua y la palabra,
antigua parábola
que sobre la arena
el dedo de Dios escribe.
Dibujo de Miguel Ángel
Cual un dibujo de Miguel Ángel,
a tu alrededor se convoca a vivir.
Mi mano traza
los meandros de tu cuerpo.
Seda que describe el carboncillo,
hilos tenues como alas de milano
que ni siquiera Dios podría repetir.
Líneas de las curvas de tu cuerpo.
Oquedad, en el sereno latido,
pálpito que en el alma se precisa.
Oquedad, follaje de tus cabellos.
Te dibujo al tacto,
por primera vez en libertad.
Sombras de Ítaca
Su cuerpo lento e
invisible avanza
entre el áspero
hedor de la marisma.
Desierta y silenciosa
está la escena,
atrás quedó el ruido
de los que huyen,
el ansioso chapoteo
de los remos,
el crepitar del miedo.
Nadie mira hacia
la dura y gris arena,
donde efímeras
quedaron las huellas
del horror.
Es Ítaca entre la niebla,
imagen que el océano
escamotea.
Oda al extranjero
Eres tu propio calabozo,
sombra entre sombras,
olvidado espejo ciego.
Desciendes hacia la muerte,
inmóvil como una estrella
en la noche de los siglos.
¿Estás despierto o dormido?
¿Acaso sobrevives, como Ulises,
deambulando en la memoria?
La gloria de vivir
¿En qué puerto,
bajo cuáles árboles
disputamos
el valor de una amenaza?
Ahora todo se ha perdido.
Veo a los que pasan,
a los que apenas
descubrimos tras sus máscaras.
La casa está vacía,
sólo oigo voces lejanas.
El antiguo destello del deseo,
el río como culebra
de muerte bajo los puentes.
Las cartas del destino,
viejas y engañosas trampas.
La cerveza mercenaria.
¿Bajo cuál sombra
perdimos la gloria de vivir?