¿Entonces este hombre de 44, que echa maíz a los pollos en el patio de su casa, con la cara desencajada, sin peinar, de pantalones de tirantes y camiseta de guapo, cumple cien años? Las cifras no cuadran. No cuadran porque para todos el Benny siempre tendrá la edad de su música, es decir, cumplirá años sin cumplir, como sucede a los héroes románticos, que son eternamente jóvenes. Benny tiene 26 años para siempre, que es cuando se integra al Conjunto Matamoros; o 30, la edad que contaba cuando se presenta por primera vez en público, ya fijado en esa sustancia corrosiva denominada fama, con la orquesta de Pérez Prado: México DF, Teatro Blanquita. Pero no más.
En Cuba no dejamos pasar la fecha. Se hicieron homenajes públicos (Joven Jazz Band, Joaquín Betancourt). Aparecieron discos ciertamente memorables, como el de Omara Portuondo con la Orquesta Failde (“Siempre tu voz”), pero nos faltó, nos falta aún, ¿nos seguirá faltando?, el tributo esencial: desacralizar su música, “bajarla” nuevamente a la calle, volver a convertirla en algo cotidiano, como sí sucede en ciertas zonas de México y Colombia, en las cuales Benny sigue alternando en emisoras radiales, fiestas privadas y salones de baile, de igual a igual, con estrellas del momento, quién sabe si condenadas a la fugacidad.
A Benny Moré le llamaban “el bárbaro del ritmo”, entendido el adjetivo en las acepciones cubanas de “bueno” y “extraordinario”. A su calidad interpretativa sumaba, como elementos imprescindibles para la mitificación, su origen humilde, su machismo, su carácter rumboso. Era el “bárbaro”, el “hombre a todo”, el “hermano” que podía facilitar dos o tres pesos en una situación difícil, el guapo que no se dejaba pasar una, el buen hijo, el sentimental que lo mismo pedía perdón “con el pensamiento” a la hembra que la amenazaba de muerte:
Ya que llegaste a mi vida
no te atrevas a marcharte,
porque yo sería capaz de dejarte
sobre la tierra tendida.
Nunca la canción popular cubana alcanzó cotas más altas que cuando Benny la poseyó, le amplió los horizontes, la fecundó con “su voz, su rara voz única, que saca toda afuera, con pureza de trompeta al mediodía, y ‘vuelve al nido’ del corazón, su voz que jamás saca su intimidad de susurro o quejumbre sino de ese mismo ‘afuera’ y ‘hasta afuera’ del popular elogio, y desde allí nos dice nuestro secreto a voces, aún más hondamente, y en la cruda y mucha luz se esconde, destacándose oculta, desierta palma de intemperie.” (1)
Bartolomé Maximiliano Moré (Lajas, 1919- La Habana, 1963), Bartolo para los más cercanos, el Benny simplemente. Rey de la canción y del anecdotario popular. El que comenzó cantando por los centrales azucareros con una guitarrita hecha por él mismo; el que rondó los bares de La Habana pidiendo cooperación “para el artista cubano”; el que triunfó en México, primero, y luego en todo el continente; el que golpeó a un empresario venezolano porque no quería pagarle a sus músicos; el que en plena actuación se sacó la dentadura postiza en un teatro habanero, porque le impedía cantar con naturalidad; el que —ubicuo como todo mito— podía ser anunciado —y hasta visto— en varios escenarios a la vez; el que rodaba un maquinón “de aquí a allá”; el que no toleró un solo gesto de discriminación racial; el que doblegaba la voluntad de las mujeres; el que peleó bravo con el alcohol, y fue derrotado en el último round por una botella de tequila.
El Benny, que sólo grababa los números que se avenían a su sensibilidad, aunque él nunca utilizara esa palabra; el que dirigía a la Banda Gigante —la tribu, como gustaba llamarla— y le indicaba los espléndidos arreglos con una mirada, la rodilla alzada, un gesto de los hombros, el bastón de dignidad, sin saber música, es decir, sin poder leer la notación musical, pero llevando la música y la tradición por dentro, que seguramente es el mejor modo de saber.
El Benny, que en un bolero enumera todas las cosas que estaría dispuesto a hacer por una mujer “a quien celosamente adora”, por quien, incluso, “viviría feliz/ tras la reja del presidio”(2), para revelarnos al final que está hablando de la madre, de la vieja, de la pura, de la ocamba que le dio la vida, y la cual está —en el código machista— exenta de crítica, deificada, absuelta de antemano: adorada mucho más allá de la razón.
El Benny, el mejor de nosotros, tan imperfecto, “políticamente incorrecto” y criticable como nosotros, escapado del pelotón de la miseria y la mediocridad, un paradigma que cumplió el sueño del paraíso en la tierra de palmares, junto al mar, donde uno podría vivir —amar— arrullado por la luna y en medio de toda la utilería bolerística.
El Benny, un ídolo porque, en síntesis, convirtió la imposible posibilidad en realidad de todos los días.
Hay tradiciones buenas y tradiciones malas. Al fenómeno Benny Moré no podemos asumirlo acríticamente. Entenderlo en su contexto no supone disfrutarlo menos, ni restarle un ápice de grandeza. Alguna vez entonamos a voz en cuello, con los ojos anegados, canciones suyas cuyas letras hoy no suscribiríamos. ¿Y qué? Éramos así. Y todavía hoy estamos intentando deshacernos del lastre de siglos y siglos patriarcales. Ojalá lo consigamos. Por lo pronto, podemos pedirle, en su propia voz:
No me vuelvas a cantar esa canción que me entristece.
No me vuelvas a cantar esa canción que me hace daño.
Que su música y su letra me penetran
y siento frío, cual si fuera a desatarse en mi interior
algo sombrío.(3)
Notas:
(1) Fina García Marruz, “La banda gigante”.
(2) Bolero de G. Cruz.
(3) Bolero de José Dolores Quiñones.