A finales de la década de los 60 estudiaba, becado, en la escuela secundaria básica “Rubén Martínez Villena”, del reparto Siboney, en La Habana. Muy cerca quedaba el preuniversitario “Carlos Marx”, donde Bladimir Zamora, entonces en el último año de bachillerato, llevaba su taller literario. Una noche cada siete días me escapaba para ir a esa reunión, lo que era ciertamente riesgoso. Pero valía la pena afrontar la posibilidad de ser expulsado de la beca por cometer lo que se consideraba la madre de las indisciplinas escolares: la fuga. En aquel taller encontraba el antídoto para una cotidianeidad mediocre y violenta, que era la de las becas de esos años.
Bladimir, así, con “b” de bueno, desde muy joven se convirtió en un inmenso gestor cultural. En medio de incomprensiones, suspicacias, con escasísimos recursos, llevaba adelante ese encuentro semanal, en el que —gracias a su blindaje contra las desilusiones— participaron figuras muy importantes del momento, nombres que aún se sostienen y estrellas rutilantes, aunque fugaces. Por aquella época ganó un concurso estudiantil de poesía, y el periódico Granma le dedicó toda una página. Eso, como es natural, aumentó su prestigio.
Luego, coincidimos en la Universidad de La Habana, en la misma facultad, llamada de Filología por aquellos años. Él era algo así como el secretario de cultura de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU). Fundamos, con otros amigos, el taller “Roque Dalton” en el Parque de los Ilustres —o “Parque de los Cabezones”, para todo el mundo, en la Colina Universitaria—. Allí se reunieron también miembros del viejo taller del “Carlos Marx”, junto a otros estudiantes aficionados a las letras. Éramos un grupo de alucinados risueños, nobles y sedientos.
Cuando Bladimir se graduó, fue a dar a Bayamo, ciudad que amaba con orgullo. Allí su entusiasmo visceral chocó con las estrecheces de mira, con los dogmas, con la férrea educación machista, binaria y patriarcal que nos impregnó a todos por aquellos años. Por esas razones tuvo que regresar a La Habana, la ciudad que lo adoptó.
Bladimir no fue un periodista. Tampoco un poeta o un promotor. Era una personalidad poliédrica, con muchas y muy buenas aristas. En resumen, hacía diversas cosas, y todas bien; entre ellas, el periodismo.
Había nacido en Cauto del Paso, en 1952. Sorprendía en él su espontáneo sentido de pertenencia a la cultura cubana. Estaba atento a temas como la trova tradicional, la poesía del siglo XIX, los padres fundadores de la modernidad en la Isla, José Martí…Pero de una forma natural, no por imposición o por consigna.
Ahora, cuando van a cumplirse cinco años de su deceso, me he puesto a pensar en lo tanto que hizo, en lo mucho que le quedó por hacer. Se le conoce más por su periodismo en El Caimán Barbudo, pero también fue un hombre de la radio, y un investigador acucioso.
Releo la prensa de la época. Está muy clara la “especialización temática”, que nadie conscientemente buscó. Nosotros escribíamos, nos leíamos, pero no nos pensábamos, no establecíamos jerarquías, tomábamos con gran naturalidad que a unos se nos dieran mejor ciertos temas que a otros. Eran años veloces y complejos. Estábamos enfrascados en vivir.
La trova era de Bladimir. En esa zona hizo muchísimo, tanto en el rescate de los clásicos que empezaban a desatenderse —Corona, Sindo, Villalón—, como en el “salvamento” de desconocidos —Pimpo La O, José Joaquín Codina…Tenía también un compromiso con lo nuevo, que alentaba generosamente. Muchos consagrados de la escena cubana de hoy tuvieron la atención de Bladimir, su seguimiento, su divulgación, su impulso y hasta un jergón y un plato de frijoles en “La Gaveta”, su más que modesta habitación en un solar habanero de la calle Monserrate, muy cerca de “El Floridita”.
Su poesía era como él. Surgía a borbotones, con desaliño, de lo profundo de las vísceras. Escribía a mano, en libretas que luego se perdían, en papelitos urgentes. Creo que fue el más poeta de mi generación, el que más vivía en poesía, el que hizo de su vida, extremadamente bohemia, su propia obra.
Si aceptamos que la poesía es un prisma, una visitación, un ejercicio del desgarramiento y, sobre todo, destellos de lucidez, Bladimir fue un poeta de pies a cabeza. Si alcanzó gran estatura o no sobre las cuartillas, en su caso no resulta relevante. Era un ser rico, complejo, que escapa a las etiquetas de uso.
Aportó tanto al periodismo cultural cubano como las circunstancias y las rigideces ideológicas de los otros se lo permitieron. Los periodistas culturales eran, por entonces, el hazmerreír, por su falta de…cultura. Bladimir sabía de lo que hablaba. Era terco investigando, abierto a las ideas contrapuestas, a los matices. Tuvo, eso sí, la suerte de desarrollar parte importante de su trabajo en un tiempo donde la cultura tenía espacio en las publicaciones. El Caimán…aquel de los años 80, era un fenómeno de público. Se esperaba en los estanquillos. Y eso se debía, también, aunque no sólo, a las crónicas y entrevistas de Bladimir.
Colorao, con voz de trueno, de talante ampuloso, aquel ser risueño trataba a todos de “usted”. Protagonizó miles de anécdotas que todavía hoy recordamos, como aquella vez que una profesora de la universidad, alarmada por su ortografía nada ortodoxa, le dijo que si tenía dudas sobre cómo se escribía una palabra debía preguntar. Él le respondió que, justamente, ese era el problema: que no tenía dudas.
Ponía cara de niño con rabieta ante los contratiempos. En una ocasión sus compañeros de beca le comieron los chicharrones que le había mandado la familia de Oriente. Lo hicieron por “maldad” y también para paliar el hambre adolescente. Él miraba, atónito, la lata vacía y se quejaba: “¡Se los comieron íntegros! “¡Se los comieron íntegros!”. Lo que resultaba muy chistoso por el uso de semejante adjetivo asociado a los chicharrones.
A Bladimir no le tocaba morirse el 5 de mayo de 2016, no fue justo. Su modo de vida lo llevó a un fin temprano. Tenía el tintero lleno de ideas maravillosas. A falta de una familia en La Habana, hizo de los talleres, de las peñas, su hogar. Combatía, con escaso éxito, la soledad esencial; muchas veces su alegría era triste, la de un ser que no encontraba el camino para asumirse en lo esencial. Y nosotros, sus hermanos de siempre, no supimos darle la mano. Fuimos tomando los propios senderos, y atrás quedó él, encapsulado en una adolescencia permanente.
Ojalá se puedan salvar sus manuscritos, sus poemas dispersos. Ojalá su sana pasión por lo genuino no se diluya en el tiempo.
Hoy a Bladimir se le dedican tesis universitarias, y hasta hay un concurso de periodismo musical que lleva su nombre.
Reunidos alrededor del fuego de la amistad, aquí lo recordamos.
Gracias, compay
El día que cumplí 23 años, Bladimir Zamora me envió un telegrama a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. “Cami: Arsenio dice que hay fuego en el 23, no dejes que se apague. ¡Felicidades!”. No olvido la cara de desconcierto de Ramona, la encargada del correo.
“La Gaveta” no era una casa, no tenía las condiciones mínimas para serlo, era un refugio donde muchos de mi generación solíamos pedir asilo para escapar de la Cuba real y conocer una Cuba que ya solo existía en la memoria colectiva y en muchos discos que “Bladi” atesoraba.
Allí oí por primera vez a Celia Cruz, Guillermo Portabales, Machito, Mario Bauzá, Cachao, La Lupe, Machín y un sinnúmero de sonidos esenciales de la cubanía que habían permanecido en silencio por décadas. Allí también aprendí a oír de verdad a Benny, Matamoros, Arsenio, María Teresa, la Aragón…
La última vez que fui a La Habana, Diana y yo llevamos a Bladimir hasta el pie de la escalera de “La Gaveta”. Apagué el carro y salí. Cuando Bladi se perdió en la oscuridad, miré al balcón de “La Gaveta” y también me despedí de aquel espacio vital para mí. Sabía que no volvería a ver a ninguno de los dos.
Gracias a iTunes, he podido recuperar los discos que conocí junto a Bladimir, mientras compartíamos rones de la peor calaña o grandes destilados de Escocia (que también conocí allí). Los oigo a menudo. Antes, siempre me aseguro de servirle un trago al Bladi que suele caer sobre la bruma del Cibao.
“Gracias, compay”, le digo mientras levanto mi vaso. A mis 53, el fuego no se apaga.
Camilo Venegas, República Dominicana.
El Blado
No recuerdo cuándo ni dónde conocí al “Blado”. Sin embargo, nuestra amistad nos convirtió en hermanos. Nos unían miradas similares sobre temas muy diferentes como Cuba, la música, la literatura y la amistad misma. Sus análisis sosegados e inteligentes me obligaban a buscarlo cuando las cosas se ponían difíciles. Más de una vez fue su idea la que me sacó de apuros en los días magníficos cuando se fundó la “Asociación Hermanos Saíz” (AHS). Compartir proyectos con él era una fiesta. Recuerdo cuando me presentó a Santiago Auserón y fuimos a casa de mi madre en El Vedado con una turba de amigos a comer un arroz imperial. De ahí salió Semillas del Son, aquella maravilla para el rescate de nuestra música. En casa de Puchi Fajardo, en los tiempos que Carlos Varela estrenaba para algunos amigos varios de sus temas infaltables, recostados a una ventana que nos dejaba ver un pedazo de Nuevo Vedado, se nos ocurrió El Bar_tolo, un homenaje a Benny Moré, ídolo de ambos, que se convirtió cada fin de semana en un espacio icónico para el arte y la “gozancia” de los creadores más jóvenes en los tempranos 90. Las Peñas de El Caimán Barbudo, los eventos de la AHS y su empeño persistente para mi regreso a Cuba, son pedazos del Blado que van siempre conmigo. Lo disfruté en grande durante una visita que me hizo a México. En la “Casa del Poeta”, de la Avenida Álvaro Obregón de la Colonia Roma, Odette Alonso hizo la presentación de Los olores del cuerpo, aquel libro del Blado que guarda para la eternidad un poema que se convirtió en guía desde que lo leí la primera vez:
me duelen los que no cantan
por temor a estar desafinados
y los habituales dinamiteros del cariño
y los obedientes de su traje me duelen
los que no son en su alboroto nada.
De entonces es una anécdota que lo retrata: Fuimos a comer hamburguesas al carbón. El Blado lee con atención la extensa oferta en las paredes del local. Buscándole la lengua, pregunté si quería una hamburguesa vegetariana y respondió de inmediato: “Pues fíjate que no, prefiero una de tilapia de potrero”.
Omar Mederos, Ciudad de México.
Él era el mito
Cuando entré al Caimán Barbudo las cosas no me fueron fáciles con el “Blado”. Yo le tenía mucha admiración porque había leído su poesía y sus artículos, pero él me colgó el mote de “El Posthumano” y sentía que me subestimaba, acaso por mi juventud o porque mis ensayos y artículos sesudos eran todo lo contrario del periodismo diáfano, directo y de los temas de música popular que le interesaban. Lejos de sentirme ofendido o amilanarme, opté por demostrarle que podía hacer entrevistas y reportajes, ser tan periodista como él. Y con el tiempo, presiento que esa valoración fue cambiando y empezamos a encajar mejor; aunque a cada rato chocábamos, porque él era el “Mito”, el “Caimán” más antiguo, una autoridad per se, mientras que yo era el editor de plantilla, y no siempre estábamos de acuerdo sobre lo que se debía publicar o no. Sin embargo, esta rivalidad, además de que era de muy bajo perfil —porque entre nosotros fue asentándose el respeto y el cariño— desaparecía cuando había que defender a El Caimán Barbudo y su autonomía respecto al “afuera” y los amagos de censura. Ese amor y fidelidad que ambos le profesábamos a la revista fue lo que más nos unió y lo que lo trocó muchas veces en mi mayor aliado. Puedo referir varias anécdotas graciosas y momentos muy buenos entre nosotros, pero he preferido contar esta situación ambivalente para no caer en la alabanza de siempre. Su muerte me dolió muchísimo.
Rafael Grillo, La Habana.
La herejía de llamarse/ser Bladimir Zamora
Mi tesis de Licenciatura en Periodismo —“La herejía de llamarse/ser Bladimir Zamora Céspedes. Aportes al periodismo cultural cubano”. Universidad de Holguín, 2019— estuvo dedicada a analizar su periodismo [de Bladimir] en El Caimán Barbudo, desde la primera colaboración hasta su muerte, en 2016. Es un estudio, creo, bastante abarcador de su vida y obra, porque aborda su acción como poeta y promotor cultural, y resulta un punto de partida para estudiar su legado.
Lo creí necesario, en primer lugar, porque Bladimir lo merece, y segundo porque es un periodista imprescindible a la hora de hablar del periodismo cultural en Cuba, principalmente de la crítica musical; y porque, además, entonces era casi un desconocido entre las jóvenes generaciones que hoy se forman en las academias del oficio, incluida la mía.
Desde el periodismo y la promoción cultural, a él se debe el rescate de los exponentes de la vieja trova cubana olvidados en el tiempo, y el lanzamiento crítico, a través de sus artículos, de los principales miembros de la novísima: Carlos Varela, Santiago Feliú, Frank Delgado, Gerardo Alfonso, Kelvis Ochoa y Ray Fernández, entre otros, incluso, más contemporáneos.
Historiar y estudiar la obra periodística de Bladimir es repasar los procesos de El Caimán…en cuatro tiempos, porque, aunque muchos vieran la publicación como un sitio de paso, él la sintió como propia, la consideró su hogar, el terreno para echar raíces. Pocos críticos tuvieron el don de hablar con pasión acerca de añejos trovadores y convencer hasta al más escéptico de que eran verdaderas glorias de nuestra música, y también de los jóvenes, que agradecen las primeras reseñas de su obra, donde les alertaba sobre sus puntos débiles y les mostraba un posible camino a seguir.
Vanessa Pernía, Holguín.
El pan, el alcohol y la sal
Bladimir Zamora Céspedes —desde sus territorios periodísticos, radiofónicos y literarios— fue un ser entregado a valorar y difundir la historia de Cuba y su cultura artística, con apasionamiento y sentido del humor, y levantando siempre estandartes de solidaridad. En su vasto quehacer crítico, analizó y respaldó la obra de los artistas de la generación de los 80, fundamentalmente la de poetas y trovadores, de manera afectiva y desinteresada, y así viajó por el país compartiendo en cada peña y en cada parque el pan, el alcohol y la sal.
Agradezco al “Blado”, un patriota en su dimensión más sublime, que nos haya mostrado a varios amigos las canciones que interpretaba Celia Cruz —para nosotros casi desconocidas— en un viejo cassette, mientras bebíamos Bocoy en su refugio, que llamaba “La Gaveta”. Le agradezco también que haya reseñado mi primer libro, La soledad se hizo relámpago, en la principal revista cultural de Cuba: El Caimán Barbudo.
Sabía mucho de música, consiguió grabaciones extraordinarias del pasado que hizo circular entre sus amistades. Más de una vez tuvo confrontaciones a causa de sus cuestionamientos en defensa de lo justo. Tuvo buen ojo para descubrir a la gente talentosa. Citaba textos de Martí en las circunstancias precisas. Bebió como un cosaco. Pudo ver una parte del mundo y siempre regresó a “La Gaveta” para confirmar su cubanía a prueba de ciclones. Aún lo recuerdo, con su voz ronca, cantando “Veinte años” sobre el muro del malecón.
Agustín Labrada, Quintana Roo, México.
A veces, se le salían las lágrimas con una canción
Bladimir Zamora tenía fama de no dejar pasar una si no le eras simpático. Lo conocí en Bayamo cuando el actual director de la revista El Caimán Barbudo me llevó a verlo. Su bendición para entrar a la plantilla era algo simbólico, pero de lo que Fidelito (Díaz Castro) no prescindía casi nunca. “¿Y tú de dónde eres?”, me preguntó. “De Guantánamo”, le respondí. “Eso está muy bien. Ven acá. ¿Tú sabías que yo soy descendiente de Carlos Manuel de Céspedes?” Fide se empezó a reír y ahí empezamos a conversar. Era el alma de la revista, un tipo desprendido por completo de bienes materiales, a quien no le gustaban las poses, ni las redes sociales, ni la palabrería hueca. Te podía fulminar con la mirada. Había entrevistado a Fito Páez, a Gastón Baquero y descubierto a Carlos Varela, Frank Delgado, Ray Fernández y decenas de jóvenes artistas que se convirtieron en figuras de la cultura cubana. En la redacción hablábamos de literatura y de trova tradicional, de la que yo conocía muy poco y él era un experto. Podíamos estar toda la tarde escuchando a Matamoros, María Teresa Vera o Sindo Garay. A veces, se le salían las lágrimas con una canción. Me enseñó a leer poesía y me presentó como su discípulo. Mi devoción rebelde hoy a lo mejor de la Revolución cubana, a la cultura de mi país y a la revista en la que trabajo me la inspiró él en un principio. Era, por sobre todas las cosas, un martiano entero y yo le estaré agradecido siempre. Murió demasiado pronto y con mucho por decir.
Darío Alejandro Escobar, La Habana.
El amor lúcido por Cuba
Para invocar a Bladimir Zamora escucho a Elena Burque. Bladimir, “Blado”, Zamora, como me gustaba decirle cuando quería molestarlo, vive en el centro de mi juventud feliz. A finales de los años 80 nos visitaba todas las noches a “Puchy” Fajardo y a mí, y de allí no se iba hasta que no se acabara el ron. Si nunca me quedé fuera en los oscuros años 90 fue por mi familia y por Bladimir Zamora; él me enseñó como nadie el gozo de vivir en este país, de crear la felicidad con muy pocas cosas: el ron, la música, la amistad, y el amor lúcido por Cuba; en eso era rotundo (una palabra que le encantaba decir). Ahora mismo daría cualquier cosa por llegar a “La Gaveta” y después de un largo abrazo por el tiempo que llevamos sin vernos, separarlo levemente y decirle al oído: —echa pa’llá, Dora—. Y de fondo musical, “en hondos sentimientos”, Elena.
Kiki Álvarez, La Habana.
Vivir sin beber es demasiado aburrido
Cierto día, entre agosto o septiembre de 2012, estábamos en la Peña de El Caimán Barbudo en la EGREM, conducida por Bladimir Zamora Céspedes. Se había acabado ya la botella de ron “Mulata” asignada por concepto de producción, cuando “Blado” (como le decíamos a Bladimir) me tocó por el hombro y bajito, muy bajito, me dijo:
—Vivir sin beber es demasiado aburrido.
Yo, que había estado esperando aquello de un momento a otro durante los seis meses que él llevaba sin beber, solo le repliqué:
—¡Sabes que te vas a morir!
—Sí, pero… Arriba, compay, despéinese y ponga aquí una botella de añejo blanco, que vamos a beber.
Lo que vino después es de sobra conocido por las amistades de Bladimir. Durante año y medio empinó el codo con ganas, hasta que en el primer trimestre de 2014 su hígado no aguantó más. Tras un ingreso urgente y el diagnóstico confirmado de cirrosis hepática, con la expresa prohibición de ingerir alcohol, a fines de marzo de ese año Blado opta por regresar a Bayamo junto a su madre Sonia, su hermano Juan Ramón y otros familiares, sin que esto representase el abandono del espacio ganado por él en las páginas de su Caimán Barbudo, en las que se mantuvo escribiendo hasta el final de sus días, el 5 de mayo de 2016.
Joaquín Borges-Triana, La Habana.
Mi hermano Bladi
Fue a finales de 1972. Él terminaba sus estudios de preuniversitario en el “Carlos Marx” y yo comenzaba el segundo año. Yo trataba de escribir poemas y él había ganado un premio que le permitió matricular en la Escuela de Letras y de Artes. De inmediato iniciamos una amistad que transformó mi vida. Así de simple. Gracias a él (y a Pedro de La Hoz, condiscípulo nuestro) me acerqué a las sesiones de la “Brigada Hermanos Saíz”, en la UNEAC, donde conocí entre muchos otros a Alex Fleites y a Norberto Codina, imprescindibles desde entonces en mis afectos.
Un año después, como alumno de esa Escuela, ocupé una cama en el piso 22 de la residencia estudiantil “Lázaro Cuevas”, en la que Bladimir ya vivía. Sus consejos me llevaron a cambiar mi especialidad, que era Historia del Arte, por Estudios Cubanos. Con él me vinculé a los Seminarios de Estudios Martianos y a El Caimán Barbudo, donde publicamos durante dos años —firmados a dos manos— artículos que para ambos fueron de aprendizaje. Fundamos, con Alex, el taller literario “Roque Dalton”, que sesionó los sábados en el Parque de los Ilustres (conocido como “de los Cabezones”) de la Universidad de La Habana. Juntos (con el estudiante de Sociología Víctor Rodríguez Núñez, y con Omaida Milián, mi novia) caminábamos desde 3ra. y F hasta Línea y M para visitar a Margaret Randall y al poeta colombiano-venezolano Antonio Castro, su compañero entonces. En aquel apartamento, confundidos con los hijos de Margaret, estaban o llegarían Alex, Norberto y el jovencísimo Ramón Fernández-Larrea. Con “Bladi” inicié una investigación sobre Mediodía que jamás concluimos, pero gracias a ello Nicolás Guillén nos abrió las puertas de su casa para que revisáramos la colección de la revista.
Trataba a todos de “usted” y era, al tiempo, irreverente y desenfadado. Tenía un repertorio de palabras y frases de las que sus amigos nos apropiamos, y llevaba con orgullo su condición de “oriental”.
Conservo pocas fotos en que estamos juntos, quizás porque ninguno de los dos tenía cámara. Una, de pésima calidad, debió ser tomada por mi hermano Enrique Diego mientras recorríamos, a pie, el camino de Manzanillo a “La Demajagua”, en un ritual que cumplíamos en vacaciones. En otra, atendíamos al gran poeta chileno Gonzalo Rojas, quien impartió a los miembros de la Brigada un extraordinario seminario sobre poesía latinoamericana (todavía escucho en su voz “Dichoso el árbol que es apenas sensitivo…”).
Sí guardo con celo las cartas que me escribió durante las vacaciones o, una vez graduado, desde Bayamo. En una confiesa: “Cómo duele, Arturo, esta provincia […] —que ahoga”. Allí realizó, en muy poco tiempo, un notable trabajo de promoción cultural, pero tuvo que regresar a La Habana cercado por envidias, desconfianzas, acusaciones.
Por Bladimir Pascual Zamora Céspedes cometí excesos solo explicables por los imperativos de esa entidad tan inasible como determinante que es el “espíritu de la época”. Y él, a la vez, fue víctima de aquellas actitudes e ideologías excluyentes y homofóbicas. Enfrentó, en sus años de adolescencia y juventud, contradicciones imposibles de resolver felizmente. No salió ileso de aquellas contiendas, pero a fin de cuentas fue un vencedor. Supo ser, sobre todo, fiel a sí mismo, a esa singularidad destellante, luminosa e inolvidable.
Arturo Arango, La Habana.
Me salva el ejercicio del amor. Poemas de Bladimir Zamora
Animales sin dueños
tú me has desatado la
mayor
velocidad
para jugar a buscarnos
en el ejercicio de la
piel.
nadie podrá responder
por nosotros
si entramos
a ese túnel
donde el abrigo
de la oscuridad
nos convierte en animales
sin
dueño.
solo tú y yo
podremos alcanzar el otro
extremo
y salir
desnudos a la luz
tirar acaso
la piedra fundacional del
riesgo
Con pocas fibras
me salva del ejercicio del
amor.
amanecer con un cuerpo
cubriéndome
haciendo yo
malabares entre
su piel
mientras el tiempo
da otra vuelta de tuerca.
solo me salva el amar
reempezar
mi única vida
colgando de alguien
en donde puedo
armar
con pocas fibras
el artificio
que me colma los oídos
y las
otras partes cantables de
mi cuerpo.
solo me salvan
los caminos
que
me devuelven
al territorio
donde apenas puedo
diferenciar
después del mío
otro animal
que no seas
tú
Luz andante
aparición
luz andante
en la plaza
que me ha
tocado a mí.
aparición
quemante
yerba erguida
ya
sobre mi piel
mecida
en mis desfiladeros.
aparición
arrebatando las
campanas
del bronce al eco:
no me dejes
caer:
pon sobre el abismo
tu humedad
—lengua del cielo—
aparición
(Bajo la lluvia del 8 de noviembre, 2003,
en La Habana Vieja)
La verdadera pobreza
Es la soledad
Que
En la hora
Maravillosa y tremenda
Nadie eche en cuenta
Que faltas
Ese no estar
En la imaginería
De los otros
Esa es la pobreza
Y que sea solo enroscarte
Sobre ti mismo
El ademán sabio
De la salvación
La franciscanía
La desnudez de la materia
Quien te ayude
A sacar
Esos pájaros
De vuelo más alto
Que se guardan en ti
Pero que no haya
En esta hora
Nadie
Que apueste
Su camisa
Más rota
Por tu mayor ventura
Esa es la pobreza
El animal
Que puede
Anudarse en tu cuello
Cuando estás esperando
Que la piel
Del semejante
Suelte
Tus deseos
De vivir
Por encima
Del mayor peligro
(12 de septiembre de 2004)