Camilo Venegas (Paradero de Camarones, Cienfuegos) realizó estudios de dirección teatral en la Escuela Nacional de Arte (ENA). En Cuba, fue editor de las revistas El Caimán Barbudo y La Gaceta de Cuba. Luego dirigió el Fondo Editorial Casa de las Américas. En el año 2000 se radicó en República Dominicana, donde fue editor de Pasiones, suplemento cultural de El Caribe, y de Revistas en Diario Libre. Hasta mediados de 2006 fue el Gerente de Extensión y Comunicaciones en el Centro Cultural Eduardo León Jimenes. Actualmente es socio fundador de Ediciones El Fogonero, una gestora de contenidos y estrategias de comunicación que asesora y colabora con reconocidas empresas dominicanas.
Ha publicado los siguientes títulos: Las canciones se olvidan (poesía, Cuba, 1992), Los trenes no vuelven (Poesía, Cuba, 1994), Itinerario (poesía, República Dominicana, 2003), Irlanda está después del puente (poesía, España, 2004), Afuera (poesía, España, 2009), ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes? (cuentos, República Dominicana, 2013), Prueba de vida (poesía, Cuba, 2018) y Atlántida (novela, República Dominicana, 2023). Sobre esta novela volveremos en unos meses, pues es obra que merece comentario aparte.
Y ahora, como dirían un mexicano, vamos al chile.
¿Cuándo, cómo tuviste la primera noticia de la poesía?
Mis dos primeros años de secundaria los cursé en una intrincada escuela al campo en el Escambray. Estaba al final del lago Hanabanilla. Al principio solo podíamos llegar hasta allí en barco. Aunque su biblioteca era bastante pobre, la aproveché lo más que pude. No tenía nada más que hacer, además de escaparme para el río y correr el riesgo de que me quitaran el pase.
Allí di con tres poetas que me dieron las primeras noticias de la poesía: Antonio Machado, Miguel Hernández y César Vallejo. Mis poemas iniciales, que los empecé a escribir unos cuatro años después, tenían una deuda exagerada con ellos.
¿Hubo alguien que influyera decisivamente en el encausamiento de tu vocación literaria?
Es una responsabilidad compartida entre muchos grandes escritores, desde Emilio Salgari y Julio Verne, hasta Sherwood Anderson y William Faulkner. Desde que soy adolescente, leer me da deseos de escribir. Por eso aún hoy, antes de sentarme a escribir, leo algo. Leer es también la mejor manera de aprender a escribir. Creo más en las lecciones que dan las lecturas que en los consejos que dan los escritores.
Aunque hubo un escritor que me llenó de confianza en mí mismo. Fue a principios de los años 80, cuando participé por primera vez en un encuentro de talleres literarios. Era un texto muy largo que Raúl Rivero no me dejó terminar de leer. “Ese no es el mejor poema que se va a leer aquí hoy —me dijo—, pero tú eres el mejor poeta de todos los que están aquí. Ponte a escribir para que me des la razón”.
Ni siquiera recuerdo los nombres de los otros que participaban. No sé si llegué a ser mejor o peor que ellos, eso, creo, no es importante para mí. Del consejo de Raúl lo que más agradezco es que nunca más pude dejar de escribir, que nada disfruto más que sentarme frente a una pantalla en blanco y empezar a golpear el teclado de la Macbook como si todavía fuera la vieja Underwood de mi abuelo.
¿Qué lecturas, además de las que has mencionado, han contribuido a formar el escritor que eres?
La lista es interminable, porque el escritor que trato de llegar a ser está en constante formación. Hace poco leí la novela Mis años con Marta del alemán Martin Kordić, y admito que no escribo igual desde entonces. No se trata de copiar o de imitar, sino de que no vuelves a ser el mismo después de una lectura que de verdad te impacte. El cine también ha sido fundamental para mí, desde los clásicos norteamericanos y europeos, hasta obras recientes de directores jóvenes que acaban deslumbrándote.
Un solo libro basta para cambiarte para siempre. Eso me ocurrió, por ejemplo, con Memorial del testigo, de Gastón Baquero. Di con ese cuaderno por casualidad, tratando de cortar camino entre una sala y la otra en la biblioteca provincial de Cienfuegos. Era un cuartico donde encerraban a los escritores censurados y allí estaba aquel pequeño volumen que leí y releí por semanas. Los poemas que tenía escritos en ese momento (no eran tantos) pagaron un alto precio por aquel hallazgo.
¿Paradero de Camarones es, en tu caso, esa arcadia perdida o suerte de bolsa amniótica que sirve de referencia constante y punto de partida de tu universo poético?
Viví toda mi infancia, junto a mis abuelos maternos, en la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. Era un edificio aislado y rodeado de vías, los trenes que llegaban o se iban eran los más importantes sucesos del día. Severo Sarduy, quien también vivió en una estación, dijo en una entrevista que la sombra de los trenes, proyectada en la alta pared de su habitación, fue el cine de su infancia. Aunque en mi pueblo había cine y asistí a muchísimas tandas, la vida en aquel lugar era en sí una película.
Por eso en todos mis libros siguen pasando aquellos trenes y reaparecen los personajes que me rodeaban. Según Rulfo y Sabina (quien cita en una canción esa frase de Pedro Páramo), “al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver”. Nada me produce más felicidad que regresas al Paradero de Camarones a través de las palabras. Siempre digo que Atlántida no es una novela sino un camino de regreso. En ese libro sigue en pie todo lo que ha dejado de existir desde entonces.
Durante tu primera juventud en La Habana tuviste la ocasión de conocer a escritores de distintas generaciones. ¿Algunos de ellos ejerció sobre ti algún tipo de influencia?
Fui vecino de Fina García Marruz y Cintio Vitier. Nos veíamos a menudo, nos visitábamos, hacíamos juntos la cola del pescado o del pan. Más que una influencia fue un magisterio. Mi primer viaje fuera de Cuba lo hice junto a ellos. En aquella época (principios de los 90) aún se podía fumar en los aviones. Cintio mantuvo un Cohíba prendido toda la noche, mientras cruzábamos el océano. Esa madrugada recibí una conferencia magistral sobre la relación del grupo Orígenes con España. Cuando distinguimos a Madrid por la ventanilla, ya a punto de aterrizar, Fina empezó a señalar unos árboles. “¡Mira los chopos, Camilo!, ¡mira los chopos de Juan Ramón!”.
Recibí muchas influencias durante mi primera juventud en La Habana, pero la que más agradezco es la de mis vecinos Fina y Cintio.
Conociste, frecuentaste, a Bladimir Zamora. Lo singular de su personalidad y lo prematuro de su muerte han comenzado a conferirle, entre los escritores más jóvenes, cierto halo mítico. ¿Cómo lo recuerdas, alguna anécdota con él que te gustaría compartir?
Conocí a Bladimir Zamora en un encuentro de jóvenes escritores, donde me pidió un poema para la sección “Por primera vez” de El Caimán Barbudo. Poco después cumplí 23 años y me envió un telegrama a la estación de ferrocarril del Paradero de Camarones. “Cami: Arsenio dice que hay fuego en el 23, no dejes que se apague. ¡Felicidades!”. No olvido la cara de desconcierto de Ramona, la encargada del correo, al entregármelo.
Antes de irme a vivir al Vedado, La Gaveta (el cuarto de Bladimir en la calle Monserrate) era mi estación en La Habana. Allí pernocté, como muchos otros escritores de provincia, cada vez que lo necesité. Cuando empecé a laborar en la Editora Abril, subía mi bicicleta china por aquella empinada escalera y luego, al recogerla, esperaban por mí unos rones, un dominó y una tanda de música que siempre incluía a María Teresa Vera, la Aragón y Benny.
El haber tenido el privilegio de compartir tantas experiencias con él me hizo entender mejor qué significaba ser cubano. El día de 1993 que llegué a Madrid, con Cintio y Fina, acabé en un concierto de Celia Cruz junto a Bladimir. En un momento alguien apareció con una enorme bandera cubana y entre todos la extendimos. “Ya esto no es Madrid —me dijo Bladimir con el hilo de voz que quedaba de su vozarrón—, la Plaza de Toros de Las Ventas esta noche queda en Cuba”. Si yo no hubiera conocido a Bladimir Zamora, no sería quién soy, o al menos el cubano que soy.
Estudiaste dirección teatral. Hasta donde sé, no estuviste vinculado profesionalmente mucho tiempo con ningún grupo dramático. ¿Esos estudios te han servido de alguna manera en tu posterior desempeño laboral?
Hice mi tesis en Moa, con el colectivo teatral Tierra Roja, donde dirigí una obra de teatro para niños que Salvador Lemis escribió para la ocasión. Luego, mientras cumplía el servicio social en Cienfuegos, estuve entre los fundadores de Teatro Acuestas y dirigí su primera puesta en escena. Entonces ya el escritor empezaba a ganarle, una a una, todas las batallas al teatrista. Por eso, en cuanto me ofrecieron trabajar como redactor en una revista en La Habana, no lo pensé dos veces.
Reencontrarme en Santo Domingo con Raúl Martín, compañero de aula en Cubanacán, me ha dado deseos de volver al teatro. En estos momentos escribo un texto con la intención de que él dirija su puesta en escena. Aunque asistiré a los ensayos y aportaré todo lo que haga falta, mi labor en el proyecto será, sobre todo, literaria.
Tienes un largo currículo como publicista. ¿Qué tan creativo es el trabajo publicitario?
Más que a la publicidad, me he dedicado a la comunicación estratégica y a la producción de contenidos. Que mi día a día sea producir textos donde cada palabra responde a un objetivo muy preciso, me ha obligado a prescindir de lo que no es indispensable. Esa obsesión ha contagiado al escritor de ficciones y de poemas. Por eso creo que el comunicador le ha servido más al escritor, que el escritor al comunicador.
Vivo de escribir. Ese es, probablemente, el mayor lujo que me he dado en mi vida.
Si aceptamos que la identidad es un constructo, ¿cómo se ha ido perfilando la tuya? ¿Quién eres y cómo te definirías?
Ya he vivido más tiempo en Santo Domingo que en el Paradero de Camarones o en La Habana. Eso no me hace dominicano, pero me convierte en un cubano que prefiere el Brugal al Havana Club y que ya siente más por las Águilas Cibaeñas que por lo que queda del equipo Villa Clara.
Hace poco, caminando por el mediodía de Santiago de Compostela, recuperé olores que salían de las cocinas del Paradero de Camarones de mi infancia. Olores que es probable no existan ya en mi pueblo. Algo parecido me ocurrió con el arroz con leche de un restaurante en Cudillero, Asturias, sabía exactamente igual al de mi abuela Atlántida. Lo mismo me sucede con Camilo Venegas. A veces se me pierde y de pronto, en el lugar más inesperado, vuelvo a dar con él. No puedo dejar de ser cubano, no sabría ser de otro lugar, pero ya suelo buscar a Cuba y a mi sentido de la cubanía en lugares que no coinciden con los que indican los mapas.
¿Cómo, cuándo visitaste La Habana por primera vez? ¿Qué impresión te causó la ciudad? ¿Hay una calle, esquina, edificación de La Habana con la que te sientas particularmente identificado?
Los Venegas vivían en La Habana y desde muy pequeño me llevaban todos los años a visitarlos. Entonces La Habana me parecía inmensa, inabarcable. El puente Almendares me resultaba fascinante y la avenida 31 la más ancha del mundo. La Habana me deslumbraba tanto que disfrutaba hasta su olor a gas de la calle.
Muchos lugares de la ciudad me impactaban, pero el que más disfruté siempre fue la llegada en tren a la ciudad. Justo ese momento en que la locomotora comenzaba a escalar los elevados y de pronto aparecían en la ventanilla decenas de barcos amontonados y la llama eterna de la refinería de petróleo.
Los trenes en los que viajé de niño a La Habana casi siempre llegaban de madrugada, nunca más nada me ha asombrado tanto. Las dos últimas veces que volví a La Habana ya no di con aquella ciudad. Algunos lugares, incluso, me resultaron irreconocibles. Pero los elevados seguían en pie, aún cabe la posibilidad de llegar a la ciudad de mis sueños en un tren de madrugada.
Cinco poemas de Camilo Venegas
Las olas
Las olas son ahora nuestra piel.
Como dos sombras líquidas
miramos a la tormenta.
Lo único que nos protege
de las inclemencias de agosto
es el abrazo que nos damos.
Como dos porciones de agua,
permanecemos
a unos pasos de la orilla,
desnudos
y desprotegidos,
mientras la tarde cae
gravemente herida
a los pies de la tormenta.
El jinete sin cabeza
El monumento sólo conserva
al hombre de los pies
hasta el cuello.
Su cabeza perdida,
enterrada en el polvo
o en un campo de maíz,
sigue acechando
a sus antiguos enemigos.
No lleva pistolas
y no necesita del caballo.
Desde un lugar desconocido
despliega a los temores
como si fuera el viento,
los relámpagos o la obstinada
persistencia de la sequía.
Enterrada entre el polvo
o en un campo de maíz,
la cabeza perdida sigue al mando.
El suicida
Al final de una temible noche,
después de caminar
a ciegas
por una calle de agosto,
di con la antigua luz
que aún tiene en su verja
mi primera casa en esta ciudad.
Me encerré a solas
con el polvo de las cortinas,
el ruido insoportable
de un ventilador
y los números rojos
de un reloj
que proyecta su tiempo
contra el techo.
Incapaz de lanzarme
por el balcón
y sin una pistola
con la que apuntar
a mi barbilla,
escribí este poema.
Con estos versos
le puse fin
a la vida que llevé
hasta la medianoche
de aquel sábado
oscuro
como una calle de agosto.
Matecumbe
El aire gris y la sal transparente.
Los sonidos del Golfo
y la luz
que,
a nuestras espaldas,
marcaba
el camino de regreso.
¿Cuánto nos falta para llegar?,
preguntaste con los pies
contra el vidrio de la tarde.
¿Acaso nos fuimos alguna vez?,
te respondí,
mientras me cubría
de los rayos de un blues.
Cuando llegamos al final
de Matecumbe,
ya sobre el canal,
miraste el reloj,
me tomaste
de la mano
y dijiste que aún
estábamos a tiempo.
La luz, cada vez más lejana,
parecía darte la razón.
Ya en Isla Morada,
el aire gris y la sal transparente
habían desaparecido
por completo.
Nos quedamos a solas
con los sonidos del Golfo
y la escasa claridad de una guitarra
que estaba a punto de apagarse.
Miércoles de agua
Una vieja canción,
aunque la cante
tu enemigo,
puede salvarte
el día.
Un miércoles de agua,
aunque te lo regale
un amigo,
puede hundirte
en la noche.
Haces bien en no abrir
más la boca,
en destapar una botella
y brindar ese silencio
amaestrado y perfecto.
No pierdas de vista
el color de la tarde
ni el olor de la montaña.
Mira llover
y siéntate a esperar
por la luz y el ruido del jueves.
Gratisimo poeta. Gratisimo amigo.