Es nieto de Eduardo Félix Abela Villareal (1891-1965) e hijo de Eduardo Jesús Abela Alonso (1932-2011). El primero, autor de obras capitales de la pintura cubana, como El triunfo de la rumba (ca. 1928), Guajiros (1938), Jardín (1950) y El caos (1950); y, por si esto fuera poco, creador de El Bobo (1926), personaje de caricatura que recorre una segmento importante de la prensa republicana con sus comentarios aparentemente ingenuos, pero cargados de cáustica sabiduría popular.
Por su parte, Abela Alonso fue un pintor neofigurativo y expresionista abstracto; su obra, insuficientemente conocida, está demandando una retrospectiva urgente que lo redimensione dentro del arte nacional.
Su nombre es Eduardo Miguel Abela Torrás (La Habana, 1963), y como sucede de generación en generación, se le conoce como Abela a secas. Es el Abela de hoy mismo, tipo ocurrente y risueño, irreverente y agudo, desacralizador y asociado a un concepto de cultura sin fronteras que va del Renacimiento al Pop, de los grabados tradicionales japoneses hasta los personajes de Walt Disney. Todo le sirve para armar el discurso, muchas veces centrado en el ámbito de la política doméstica, la legitimación de la obra artística, el “todo para vender” de nuestros días y las deterioradas relaciones de convivencia entre cubanos.
Sus cinco exposiciones personales más recientes son: I’m so Graphic, Centro de Arte Tomás y Valiente, Madrid, España, 2019; No te me estreses, San Cristóbal, Galería Carmen Montilla, La Habana, Cuba, 2018; Super Stars, La cabaña, Zona Franca, 12 Bienal de La Habana, 2015; Maestro, ¿pudiera usted explicarme, Galería El Reino de Este Mundo, Biblioteca Nacional de Cuba, La Habana, 2014; y Remake, Museo Servando Cabrera, 32 Festival del Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, Cuba, 2010. Asimismo, ha expuesto en solitario en Panamá, Puerto Rico y Estados Unidos; y formando parte de muestras colectivas, en Colombia, México, Suiza, China, Inglaterra, Portugal, Malasia y Canadá.
En su obra, Abela recurre a la cita, la parodia y la carnavalización, recursos todos que legitimó la postmodernidad.
Vayamos al diálogo.
Es pregunta que se repite, pero, en tu caso, resulta obligada: ¿Cuánto pesa tu apellido? ¿Cómo llevas ser el nieto de Abela y el hijo de Abela? En eso de las rebeldías juveniles y las negaciones de las generaciones precedentes, ¿alguna vez te propusiste enterrar el legado de tus mayores?
El apellido siempre pesa. Es un lastre del que nunca te liberas. Ser nieto e hijo de pintores, e intentar ser uno mismo, es como en el cine cuando eres la tercera parte de una película y ya la gente no espera nada nuevo. De verdad es bien difícil. Lleva tiempo, mucho esfuerzo y siempre te van a exigir, porque jamás vas a escapar de ser el hijo de, el nieto de. Es inevitable que te comparen.
De niño me gustaba dibujar, pero nunca pensé ser un pintor. Crecí entre artistas, viendo a mi padre pintar; él también tocaba el piano en casa, a veces, en reuniones con los amigos. Era algo habitual y que disfrutaba mucho. Pero que recuerde, nunca me propuse continuar con la tradición familiar.
Un día estaba con mis hermanos en casa del gallego Díaz Peláez, escultor y muy amigo de mi padre. Allí íbamos a cada rato a jugar con barro con sus dos hijas, en su taller. No se me olvida que en esa ocasión le dijo a mi padre: Abela, ese flaquito es el que va a ser artista de tus hijos.
De niño tenía una vocación muy definida: la música. De hecho, fue lo primero que estudié a los 11 años. Soñaba que el próximo Eduardo Abela iba a ser el guitarrista de una banda de rock o, al menos, el bongosero de una orquesta de música bailable. De muchachón iba hasta el baño con mi guitarra, y estuve en grupitos de aficionados. Pero de ahí no pasé.
¿Cómo llegas a San Alejandro?
Por obra y gracia del Señor, pues no era mi plan ser artista. Ya en la adolescencia estaba renuente a serlo, y mucho menos quería estudiar pintura. En el fondo, más que nada me aterraba ser el hijo de….
Eran los años 80 y ya también se me había pasado lo de querer ser músico. Andaba algo perdido, dando tumbos, y un día me encuentro a Díaz Peláez. No lo veía desde hacía muchísimos años. Me pregunta: “¿Qué estás haciendo, Eddy?” Le cuento, creyendo que lo iba a impresionar, que estaba publicando caricaturas en algunos periódicos y revistas, que pertenecía a un grupo de jóvenes aficionados al humor gráfico nucleados alrededor de la edición dominical del periódico Tribuna de la Habana, donde teníamos una página llamada “La Aspirina”. Lo primero que me dijo el gallego fue: “¿Y a ti quien te dijo que eres cómico?” Quedé sin habla, porque no esperaba esa reacción. Y continuó: Mira, casualmente ahora están haciendo las matrículas para las pruebas de San Alejandro; yo soy profesor de escultura allí, ve el próximo lunes, y te apuntas para que hagas los exámenes de admisión.
Se me olvidó y no fui; ya te decía que andaba un poco perdido. Pasaron algunos meses, ni me acordaba del Gallego, cuando me llama a la casa. Por supuesto, me echó tremendo regaño. Era el mes de octubre y ya había comenzado el curso en San Alejandro. Me dijo que fuera al día siguiente, que habían quedado vacantes y examinarían a algunos aspirantes. Fui para no hacerle otra vez el feo, le entré al examen con el entusiasmo del que sabe lo van a suspender. Al final me aprobaron, creo, por la insistencia del gallego. Igual pedí matricular en Grabado, porque si algo tenía claro era que nunca iba a coger un pincel en mis manos. En fin, que llegué a San Alejandro por la providencia y la insistencia de Díaz Peláez, quien falleció al año siguiente. No sé si fue el azar, lo que sí me consta es que si no llego a encontrarlo aquel día, jamás hubiese pasado por la Academia.
Fui muy mal alumno, como era de esperar, y mira que tuve excelentes profesores.
La primera exposición personal que se consigna en tu currículo es Abela humorando, de 1993, en la Galería de la “UPEC”, en La Habana. ¿Eran dibujos humorísticos? Recuerdo que por la época colaborabas con algunos suplementos, como DDT.
Realmente considero la primera exposición personal una de 1989, en la Galería Juan David, que estaba en el cine Yara. No aparece como personal en mi currículo porque era con otro artista; ahí fue la primera vez que me enfrenté al público con un grupo de obras. Expuse junto a Fabián Muñoz, hijo del importante ilustrador y cartelista de cine Muñoz Bach. Los dos éramos hijos de artistas que comenzábamos por aquel entonces en la ilustración y el humor gráfico. Después vino esa personal de 1993 en la UPEC, que también fueron dibujos, todavía muy dentro de la caricatura y el humor gráfico, a pesar de que ya me había graduado de grabado en San Alejandro. Continuaba colaborando con el DDT, La Gaceta de la UNEAC… Todavía no había evolucionado mucho, pero ya entonces mis dibujitos comenzaban a cambiar. Inevitablemente mi paso por la escuela y por el Taller Experimental de Gráfica me abrió el espectro creativo, e iba saliéndome de “los muñequitos” que hacía para La Aspirina.
¿Has dejado de ser el humorista aquel? ¿Cuándo abandonaste definitivamente el ejercicio del humor gráfico?
No creo que haya abandonado el humor, sí pienso que fue cambiando la manera de hacerlo. Hubo un momento que ya necesitaba hacer otras cosas. Me pasó con la caricatura, que siempre es muy dependiente del proceso editorial, de la línea o perfil de la publicación, tiene exigencias técnicas, siempre dibujo de pequeño formato, a un solo color, habían temas necesarios pero que no se pueden tocar, o temas muy aburridos que la publicación pedía abordar, y comenzaba a sentirme limitado. Otra cosa que me fue distanciando del humorismo gráfico es que veía que lo más importante del gremio era participar en Salones Internacionales y acumular galardones: mientras más premios, más importante eres, y nunca me interesó competir en nada, ni trabajar para recibir reconocimientos.
Una zona de tu obra pictórica apela a los recursos posmodernos de las apropiaciones y las parodias de piezas preexistentes, identificadas como de “alta cultura”. ¿Cómo, cuándo llegas a ese universo temático?
Ese recurso de descontextualizar y bromear con obras y citas viene desde la juventud. Recuerdo que inventábamos situaciones chistosas, absurdos, anacronismos, para reírnos con los amigos. Era un juego que con el tiempo se volvió un recurso recurrente en mi trabajo, a partir de que llego al Taller Experimental de la Gráfica de la Catedral. Allí conozco a artistas que hacen una constante de esa estrategia, como Sandra Ramos, Luis Cabrera, Ángel Ramírez y otros por los que realmente fui muy influenciado. Ya después, conozco la obra de Pedro Álvarez, Rubén Alpízar y Reinerio Tamayo, importantes influencias también, sobre todo en la pintura.
Umberto Eco acuñó el término neomedievalismo, y en nuestro ámbito una zona de la crítica lo empleó para signar el trabajo de artistas cubanos que acudieron a la figuración propia de las representaciones religiosas y obras palaciegas medievales para armar un discurso que les permitiera, de una forma velada o no, interpelar la contemporaneidad, casi siempre con un matiz amargo o irónico. ¿Te reconoces bajo ese rubro? ¿Hay ciertamente una corriente neomedieval en la pintura cubana? ¿Cuáles serían los otros artistas a los que pudieran servirles esa etiqueta?
Por acá se le llamó post-medievales, allá a mediados de los años 90, y si no recuerdo mal fue el profesor Jorge Bermúdez el primero en usar ese término entre nosotros.
De alguna manera asumí ese modo de hacer. A todas las exposiciones que se hicieron de ese grupo me invitaron, por lo que supongo que sí, que pertenezco. Pienso que fue un momento, una corriente, una tendencia, quizás una moda que ya pasó, y que hoy no quedan muchos artistas haciéndolo. Ya pudieran acuñarnos con el término de “medioevosaurios”: me gusta como suena.
De 2018 es tu exposición No te me estreses, San Cristóbal, en la Galería Carmen Montilla, de La Habana. Recuerdo que tenía como centro temático a la capital. ¿Cómo asumes la habaneridad? La ciudad, según palabras de Eliseo Diego, ¿es “el sitio en que tan bien se está?
Sospecho que soy un caso bastante atípico, porque mi habaneridad es de tercera generación. Mi abuelo Abela era de San Antonio, pero igual estaba a 45 minutos de El Capitolio. La Habana es una ciudad que ha seducido a todo el que llega, le han escrito poetas, le cantan trovadores, la han pintado, fotografiado hasta la saciedad, ha sido llevada al cine… Indiscutiblemente es de las ciudades más bellas de América. Siempre recuerdo aquello de Dulce María Loynaz: “La Habana era un París en miniatura”. Tiene un encanto y una belleza que, a pesar del deterioro por el paso del tiempo, la falta de conservación y las agresiones al patrimonio arquitectónico, sigue ahí, majestuosa. Me enorgullece muchísimo haber nacido aquí, y es donde quisiera morir.
Cuando hice la exposición No te me estreses, San Cristóbal, quise llamar la atención sobre la indolencia, el poco respeto, la falta de civismo y de sentido de pertenencia de una gran parte de sus habitantes, que la han llenado de escombreras y basureros en todas las esquinas, que van tirando latas de cervezas y desechos en medio de la vía pública, que han convertido edificios preciosos, joyitas de principios de Siglo XX, en ciudadelas, que crían animales de corral en los jardines. Han ido ruralizando todos los espacios, y lo que me alarma es que todo parece ya tan normal y cotidiano que a nadie le duele, incluyendo a las autoridades “competentes”.
No te me estreses… fue mi granito de arena para crear conciencia, un llamado a incentivar un verdadero sentido cívico, de respeto y conservación por esta bella ciudad, desde una mirada humorística, pero crítica.
A grandes rasgos, ¿puedes trazar una ruta crítica de tu obra? Influencias nutricias, búsquedas estéticas, temáticas recurrentes.
Creo que el hilo conductor de todo mi trabajo es el humor, de ahí no me he movido, es como el trampolín desde el que me he lanzado hacia todo lo que hice hasta el día de hoy. ¿Influencias? Son tantas y tan disimiles, que se agolpan unas con otras y por eso no me matan. Cuando comencé haciendo caricaturas para periódicos y revistas, mis ídolos eran el colectivo del DDT, que en ese momento conformaban la vanguardia del humor gráfico entre nosotros: Manuel, Carlucho, Ajubel, Tomy, Torres. También me interesaban ilustradores como Jean Michel Follon, Topor, el español OPS.
A principios de los 90 hice mis incursiones iniciales en la pintura. Inevitablemente, mi primera y gran influencia fue mi abuelo, de quien tanto había renegado. Ya con el tiempo evolucioné hacia una obra más personal y me fui identificando con el quehacer de otros colegas que ya mencioné, los que trabajaban el humor desde la pintura. Además, recibí la marca de artistas de estéticas muy diversas, como Fabelo, Bejarano, Carlos Quintana.
A finales de los 2000 comienzo una etapa de obras objetuales, eran unas cajas ensamblajes donde hacía uso del collage con fotos, objetos antiguos, fibras naturales, pintura, vidrio, etc. Referentes importantes de esas obras: Ponjuan, Fors, y algunos otros artistas internacionales del arte instalativo.
A mediados de los 2010 estuve investigando un poco el mercado del arte contemporáneo. De ahí salió la exposición Maestro, ¿pudiera usted explicarme?, una mirada satírica al mercadeo y a las delirantes cifras alcanzadas por algunas obras en las subastas. Para este proyecto aposté por piezas de gran formato y estudié la obra y las soluciones gráficas del Equipo Crónica, excelentes colectivo de artistas del pop español de los años 70, con una obra muy sarcástica e irónica.
Después vino el proyecto No te me estreses, San Cristóbal, donde regreso al grabado para usar los tacos xilográficos como obra y no como matriz para imprimir piezas múltiples. Hay un artista en específico por quien siento mucha admiración y que me ha motivado para el ensamblaje y obras hechas a partir de matrices xilográficas: Abel Barroso. También estudié la obra de Antonio Martorell, un importante grabador portorriqueño que ha expuesto en la Habana, y en cuyos talleres he participado.
En la Bienal del 2019, exhibí una serie de pinturas donde mezclaba elementos gráficos de la publicidad comercial de los años 40 y 50 de Cuba, con los de la propaganda y los carteles políticos de los primeros años de la revolución. Fue una serie que trabajé durante un año. Ahí había un juego de interposición de elementos de cada uno de los dos períodos, tan disimiles en la gráfica. Buscando un híbrido de cartel en el que el mensaje se tornaba un tanto ambiguo y absurdo.
Ahora mismo estoy de vuelta. Retomo el dibujo, específicamente la técnica de carboncillo sobre lienzo. Este proyecto consiste en llevar al gran formato unas ilustraciones que hice para un libro de poesía. En el dibujo siempre mis referentes más socorridos son Pedro Pablo Oliva y Kcho.
Como habrás notado, tengo más influencias que semillas una maraca, y por lo general son artistas cubanos, todos de una gran calidad y diversidad, pese a ser este un país tan pequeñito. En cuanto a las técnicas y soportes, no tengo preferencias. En cada proyecto expositivo me propongo ir cambiando la temática y la técnica según sean las más idóneas para cada serie. No me gusta amarrarme, ni quedarme en el mismo sitio, esa es la muerte del artista. Soy del criterio de que no debes estar exponiendo todos los años lo mismo de tu muestra anterior.
¿Consideras que la crítica ha atendido suficientemente tu trabajo?
Déjame ver cómo te lo digo y que no suene resentido. Siempre habrá críticos que les gusta tu trabajo, que se identifican contigo, y otros a los que no les gustas, que no les resulta interesante tu propuesta y no les motiva. Lo mismo pasa con el público, tienes admiradores y detractores. En un país con tantos buenos artistas, los críticos tienen para escoger. En lo personal, y lo digo desde el cariño, no creo haber llamado mucho la atención de la crítica especializada, y pienso que en gran medida se deba al tipo de obra, de sátira, sarcástica, que hago. Los críticos se inclinan por propuestas un poco “más serias”. Igual guardo críticas positivas de Rufo Caballero y Carina Pino Santos, entre otros. Siento que el humor es tratado muchas veces como arte menor.
Te cuento una experiencia en una bienal. Exponía en La Cabaña una serie que eran personajes de los comics insertados en la pintura religiosa. Un día llegó una persona con un grupo de alumnos que estaban haciendo un recorrido por las salas. Le señaló las obras a los alumnos y les dijo: “Ah, este es el chistosito…” Yo estaba parado afuera, y lo escuché, pero esa persona nunca lo supo.
Si pudieras coleccionar arte cubano, ¿Qué período, artista, género o temática privilegiarías?
Realmente no tengo predilección. Me gustan muchos artistas, y pienso que en cada momento hubo algo interesante. Patricio Landaluze, Menocal, Chartrán, Domingo Ramos. De la primera vanguardia: Pogolotti, Abela, Fidelio Ponce. También me gusta Portocarrero, Acosta León, Antonia Eiriz, Raúl Martínez, Milián. De los 80, José Bedia, Torres Llorca, Martha María, Consuelo Castañeda. De los 90, Los Carpinteros, Esterio Segura, Kcho, Elsa Mora… La lista es interminable, así que si me da por el coleccionismo, primero tengo que ver cómo me convierto en un acaudalado empresario, quizás me vaya al agro a vender limones.
Te voy a mencionar dos nombres de artistas que han sido no sólo tus contemporáneos, sino, además, amigos entrañables: Bonachea y Rancaño, fallecidos en la plenitud de su carrera. ¿Cómo recuerdas a uno y al otro?
Ufff! El Bona, el Ranca. Perderlos ha sido de lo más difícil que me ha pasado, porque no eran mis amigos, eran mis dos hermanos. Fue perder una parte muy importante de mi vida. Fueron dos grandes seres, de los que aprendí muchísimo, tanto en lo profesional, como en lo humano. Con ellos crecí. No hay un solo día que no tenga un pensamiento para ellos. El Bona era el tipo más alegre y con mejor energía que haya conocido, vernos, compartir, tenerlo cerca era una “fiesta innombrable”. De él aprendí trucos del oficio de pintar que no imaginas; también me enseñó a ver la vida con optimismo, a vivir cada día como si fuera el último. Todo eso se le daba de una forma muy natural, era de esas pocas personas que le cae bien a todo el mundo, que no le conoces un enemigo, ni un detractor. Es esa una cualidad envidiable.
Al Ranca lo conocí cuando estudiábamos en San Alejandro. Él estaba en pintura y yo, en grabado. Siempre fue muy reservado, parco, y aunque coincidíamos muy poco en las aulas, pero entonces no hubo mucha conexión.
Años más tarde, me aparecí con el Bona en su estudio de los altos de La Mina, y se lo presenté. Al momento tuvieron tremenda química, y a partir de ahí nos volvimos inseparables. Del Ranca aprendí muchísimo del oficio, porque si algo le sobraba era eso; trabajaba como un cirujano, un relojero, muy meticuloso, perfeccionista. De él aprendí que si quieres un buen resultado, tienes que ser extremadamente laborioso. Era un ser de un gran corazón y con un mundo interior inmenso, que en su obra se transparenta hasta en el más mínimo trazo. Tenía un lirismo que no lo he visto en ningún otro artista. No era el típico cubano extrovertido, ni muy sociable que digamos, pero cuando te volvías su amigo, te daba la vida.
A esos dos seres los extrañaré por el resto de mi existencia, porque les debo los mejores momentos y, en parte, lo que hoy soy. Espero que allá donde sea que estén, me tengan guardada unas cervecitas bien frías para cuando nos reencontremos emprender nuevas aventuras.