Erian tiene 32 años, pocos para todo lo que ha hecho desde que comenzó su vida profesional. Es poeta, narrador, crítico, investigador, periodista y docente universitario. Sus ejes de interés son la literatura, las artes visuales y el cine. Ha publicado los poemarios Puertas para huir de la casa (Ediciones Santiago, 2015), Palabras de canje (Ediciones Vigía, Matanzas, 2022) y Hojarasca de las formas (Ediciones La Luz, Holguín, 2023); además de la noveleta infantil Nomeolvides (Ediciones Luminaria, Sancti Spíritus, 2021) y el ensayo Imágenes en tránsito. El cine de Eduardo Manet en Cuba (Sello editorial de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano).
Estudió periodismo (Universidad de Holguín) y tiene un máster en cine latinoamericano y caribeño (Isa y Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano). Atesora reconocimientos y becas por cada una de las actividades intelectuales que ejerce. Se alzó con el premio Casa Víctor Hugo de Estudios e Investigaciones 2018-2019, Cuba-Francia, por el que fue invitado a París.
No nos conocemos personalmente, pero ni falta que nos hace. La poesía, la piadosa que decía Retamar, nos comunica de un modo profundo, cercano y singular. Por lo pronto, queda este intercambio del saliente al poniente de la isla, a la espera de que se concrete el encuentro.
En una entrevista de este tipo, es inevitable caer en ciertos tópicos. A ver si me ayudas a darle un rodeo a las preguntas consabidas sobre tus primeros pasos en la literatura, etc. Cuéntanos quién eres, cómo te asumes.
Digamos que soy alguien que aún cree en el poder de la palabra, de la cultura y la amistad. Porque vivo básicamente de/por la palabra (aunque prefiera ser lector) al dedicarme al periodismo, la comunicación y la docencia; y escribir literatura o hacer el intento; porque creo que, contra la adversidad y los bárbaros que insisten en tocar la puerta, la cultura es resguardo; y porque la amistad nos salva…
Esto lo escribí hace unos años, pero la esencia es la misma: “Apenas duermes: comes y escribes; lees y escribes; ves una película y escribes; haces el amor y escribes… Son maneras de inocularte la escritura, piensas. Escribes sabiendo que cada minuto perdido es una palabra menos que puede surgir”.
Dinos si la idea que tienes de ti coincide con la de tus próximos más prójimos. Y, en última instancia, cómo te gustaría que te vieran.
Tendría que preguntarles a mis próximos más prójimos (o al revés), pero creo que me ven como deseo que lo hagan, que es lo mismo que como yo logro verme en el espejo de los días, pues “el hombre es el hombre y el espejo” (Reyes). A lo que Lezama añade: “En el espejo se mira el espejo, que contiene una multitud de espejos reflejantes”. En uno de esos espejos reflejantes me encuentro.
¿Eres supersticioso? ¿Practicas alguna religión? ¿Te consideras un hombre de fe? ¿La fe es necesaria?
No practico ninguna religión, pero sí creo que la fe es necesaria. Un pueblo se construye, también, junto a ella. Tengo amigos de muchas religiones y he tenido interés por la historia de varias. Poseo mis ritmos y alguna que otra manía para hacer las cosas, pero no sé si son supersticiones (puedo romperlas y prescindir de estas); y si lo son, están lejos, por ejemplo, de las de Truman Capote, que tenía una larga lista de ellas. Puedo subir a un avión sin importarme cuántas monjas viajen en él.
Eres holguinero. ¿Cuándo viajaste a La Habana por primera vez?
Conocí La Habana en 2012 o 2013, mientras estudiaba periodismo en la Universidad de Holguín; invitado a un evento de la revista Alma Mater.
¿Qué impresión te causó, entonces, la ciudad?
La impresión fue la de cualquiera que salga por primera vez de una ciudad de provincia y llegue a la capital de su país: vas de un ritmo más acompasado —aunque Holguín es una ciudad con un amplio movimiento cultural y con eventos importantes— a la “variedad” capitalina cargada de referentes y nombres. Nací y vivía entonces en una zona de campo, a unos 10 kilómetros de la cabecera provincial. Mi barrio se llama La Escondida y la zona Sao Arriba. Ahí viven aún mis padres, mi abuela, tíos, primos… No era un muchacho de ciudad. Holguín estaba abriéndome las puertas y La Habana se mostraba maravillosa en su amplitud.
Luego has venido en múltiples ocasiones por trabajo o estudios.
Las siguientes visitas —y estas serían un poco más importantes para lo que, citando a Flaubert, podríamos llamar una educación sentimental— fueron como alumno del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso, que dirigía el Chino Heras. Soy de la graduación número quince. Ahí La Habana mostró, todavía con cierta mítica, otros lugares, otra vida… Soy de una generación que vio a sus amigos partir hacia la capital, buscando perspectivas laborales y de vida. La misma que ha visto a sus miembros dispersarse por el mundo con una rapidez asombrosa, y buscar ya no lo que La Habana podría ofrecerle, sino lo que el país no les daba.
¿Hay alguna esquina, edificación o paraje de la urbe que para ti tenga una significación especial?
Siempre que puedo vuelvo al Museo Nacional de Bellas Artes y converso con Fidelio Ponce. He escrito sobre su pintura. Una curiosidad: si miras con atención, verás en el filme La soga (1948), de Hitchcock, una obra suya…
Vives y trabajas en un ámbito de gran tradición literaria. Narradores y poetas notables puede exhibir con orgullo la provincia. Más de los segundos que de los primeros. ¿Cómo era el ambiente cultural de Holguín cuando te iniciaste en la literatura?
Era mucho más dinámico que ahora. Cada peña era un suceso, cada presentación de un libro, otro… Aunque uno recuerda los años iniciales con cierta melancolía, la vida cultural no es la misma que hace unos años. Es como si, desde un tiempo a esta parte —agudizado por las tantas complejidades económicas en que vivimos, desde el apagón que, mientras te respondo, espero por seis horas, hasta la falta de transporte que hace que las personas centren su mirada en lo básico, en sobrevivir en la penumbra o salir lo mejor parados de ella— los intereses colectivos han mutado en búsquedas personales rozando con la sobrevida, a pesar de los intentos por lograr algo diferente. Lo mismo que, como síntoma nacional, experimentas en La Habana y en cualquier ciudad del país.
¿Tuviste algún mentor o mentora que te asistiera en el tránsito de inédito a édito?
Cuando comencé a escribir tuve el apoyo del promotor literario Joaquín Osorio. Él creó un concurso, el Nuevas voces de la poesía holguinera. Envié, pero no pude ir a la lectura previa a la premiación (recuerda que vivía en el campo). Joaquín me contactó y empezó a prestarme libros, a invitarme a sus peñas, donde conocí a escritores que luego serían mis amigos. Luis Yuseff, Juan Siam, Manuel García Verdecia, Eugenio Marrón, Martín Garrido, Mariela Varona, Rubén Rodríguez y Lino Verdecia, me son cercanos y queridos; influyeron en mí y siguen haciéndolo.
Aunque si en los últimos años, más de diez, he tenido un punto de referencia, un impulsor de mi trabajo literario (y también periodístico), ha sido Ediciones La Luz. Le debo mucho a la editorial y no sé cuál habría sido el desarrollo de los jóvenes autores de mi generación, si La Luz no nos hubiera impulsado de tantas y tan eficaces maneras. La primera vez que vi mi nombre impreso en un libro fue en una selección suya de textos críticos y periodísticos. Desde entonces, han llegado antologías, audiolibros, paneles, presentaciones…
Afilé la mirada escribiendo sobre sus libros sin pensar que luego redactaría prólogos y palabras de contraportada, y que realizaría selecciones de poemas, como hice con En el último día del mundo, del mexicano Premio Cervantes José Emilio Pacheco. La Luz me dio la oportunidad de soñar y pensar libros para una editorial que admiro.
Sin trabajar en la editorial, me siento cada día más unido a su equipo creativo. Y ahí está mi reciente Hojarasca de las formas, hermoso fruto de La Luz. Es el libro para regalar a los amigos, y el orgullo mayor no está en las palabras que agrupa, sino en su conjunto, en la felicidad de una edición tan bien cuidada. No sé cuándo escriba y publique otro poemario, quizá nazca de una vez o demore, por eso este tiene mucho de “resumen epocal”, de recorrido (y también curioso reflejo) por estos años de mi vida. El próximo quiero que se acerque, que juegue a intentar parecerse, a este libro de Ediciones La Luz.
Me gustaría que comentaras algunas citas de escritores ilustres. No tienes que aceptarlas o negarlas, sólo dar tu parecer sobre ellas:
“La poesía es un árbol sin ramas que da sombra” (Juan Gelman).
Puede tener ramas, ser frondoso, pero el misterio, lo maravilloso, es que aun sin ellas el árbol da sombra.
“…una mirada desde la alcantarilla puede ser una visión del mundo. La rebelión consiste en mirar una rosa hasta pulverizarse los ojos” (Alejandra Pizarnik).
Ese hermoso verso de la Pizarnik me hace recordar uno de los poemas de “Noches de Esmirna”, la segunda sección de Hojarasca de las formas: “la belleza de la rosa / no depende de los ojos que la observan / como el cuerpo del poema / no depende de quien escribe el poema. / la rosa es incierta/de su hermosura penden/iniquidades. / el poema nace cuando / lejos del poeta / la metáfora se corporiza / y permanece. / el poema y la rosa requieren / ser llamados / por su nombre. / la naturaleza / oh fatum / como la vida/ es impredecible.
“Poesía es la unión de dos palabras que uno nunca supuso que pudieran juntarse…” (Federico García Lorca).
Pero unidas ya están y verso son… Federico sabía bien lo que decía.
“La poesía es eso que se queda afuera cuando hemos terminado de definir la poesía: se escapa y no está dentro de la definición” (Cortázar citando a un humorista español).
¿Podría ser como la hojarasca? Aquello que queda fuera de la materia y los conceptos. Que pocos miran y que acaba llevándose el viento, lejos de fórmulas y definiciones, para esparcirla lejos.
“El viento es un excelente cosechero: /elige el trigo la uva y el verso… / el que sella el buen pan / el buen vino / y el poema eterno…” (León Felipe).
El viento como buen cosechero, esparciendo la poesía… En algo se parece a mi respuesta anterior. Bien que lo sabía el León Felipe. Acompañémosle, entonces, con un buen vino.
¿Por qué tu interés en la filmografía cubana de Eduardo Manet? Entiendo que tu libro de ensayos sobre él aún no ha salido de las prensas. ¿Qué expectativas tienes sobre eso?
Es un cine poco conocido y, por tanto, poco investigado. Si no hemos visto filmes de directores reconocidos, es extraño que el nombre de Eduardo Manet, que vive fuera de Cuba desde 1968, y cuya obra prácticamente desapareció de los cines, nos diga algo. Su película El huésped, con Raquel Revuelta, Enrique Almirante y Luisa María Güell, se vio por primera vez en la pantalla grande en 1999.
Luciano Castillo ha hecho mucho: presentó el cine de Manet en su programa De cierta manera (la proyección en el Chaplin en 1999 también se le debe) y lo entrevistó para La Gaceta de Cuba cuando regresó a La Habana en 2016. Carlos Espinosa recopiló en dos libros sus críticas de cine. Pero no existían investigaciones sobre sus filmes, y eran comunes los errores en fechas y nombres cuando se mencionaba. Por eso tuve que sumergirme en la prensa y revisar casi todos los años sesenta.
El primer interés fue periodístico: me llamaba la atención que en la cercana villa de Gibara se hubiera filmado una película tanto tiempo postergada y sobre la que existía un halo de misterio. Y que el director estuviera vivo. Ese fue mi primer encuentro con Manet. Antes de comenzar a investigar pasaron unos dos años de amistad e intercambio de correos. La investigación fue a partir de la Maestría en Cine Latinoamericano y Caribeño, por la Universidad de las Artes-Isa y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano.
Cuando llegó el momento de proponer un tema de tesis no lo dudé: el cine que realizó Manet en Cuba entre 1960 y 1968, cuando regresó a París, ciudad en la que vivía desde 1951. Mi tutor, Mario Masvidal, me apoyó cuando propuse el tema. Recordemos que Manet había vuelto a Cuba al llamado de Haydée Santamaría para integrar el jurado del primer premio Casa de las Américas en la categoría Teatro, que ganó Santa Juana de América, de Andrés Lizárraga, y al reclamo también de Tomás Gutiérrez Alea (Titón), para que se sumara al Icaic e “hiciera realidad su sueño” de hacer cine en Cuba. Titón, Alfredo Guevara, Néstor Almendros, Cabrera Infante, Jorge Haydú y Manet eran amigos desde finales de los años 40 e inicios de los 50; coincidieron en la Universidad de La Habana y en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo.
Luego, la editorial de la Fundación me solicitó el libro. Lo trabajé para despojarlo del andamiaje teórico (son importantes las investigaciones de Juan Antonio García Borrero). Tiene más de 200 páginas y una selección de fotos que me facilitó Manet y la Universidad de Poitiers, que digitalizó sus archivos. Está en la parte final del proceso, primero en digital (e-book) y después espero que impreso.
¿Cómo fue el encuentro con él en París? ¿Qué impresión te causó?
Manet es un hombre de mundo, un cosmopolita. Su biografía es riquísima en sucesos y personas que conoció y con las que trabajó. Es el único miembro fundador vivo de Nuestro Tiempo; El negro (1960) es el primer documental del Icaic con enfoque antirracista; Un día en el solar es el primer musical y película a color de esa aun joven producción; fue de los primeros en incluir la animación en el documental… Dirigió el Conjunto Dramático Nacional, con una pléyade de grandes artistas y sus obras fueron un éxito en Cuba (una pieza suya fue la primera en presentarse en la televisión en nuestro país; además de sus estrenos con los míticos Teatro Prometeo y Francisco Morín) y en Francia, con influencia de Ionesco y Beckett, a quienes conoció. En París apenas hizo cine pues el teatro, después del éxito de Las monjitas (que publicó la revista Tablas con prólogo de Estorino [Abelardo]), le abrió las puertas de la escena. Y luego la literatura: publicó novelas y recibió premios.
Nos conocimos en París, un mediodía primaveral el pasado mayo, con un sol perfecto para caminar hasta uno de los más viejos y cosmopolitas barrios de la capital francesa, Le Marais, donde vivía Manet (aún no sé cómo logré llegar sin problemas hasta su casa). Aun en su inmensidad, París representaba la posibilidad de conocernos. Recién había defendido mi tesis de maestría, en La Habana, en abril, y conocí a Manet en mayo. Así que cuando nos encontramos parecía que Manet y yo, con edad para ser su bisnieto, nos conocíamos de siempre.
Ese día visitaría dos lugares cercanos a su casa: el Museo Picasso y el Centro Pompidou. Habíamos quedado en vernos debajo de su edificio, que antes fue un convento, y en los años de la Revolución Francesa terminó con las monjas violadas y asesinadas, hasta acabar en casa de apartamentos.
En ese sitio, en 1911, en el parque frente a la gran puerta del número 16, Jean Jaurés hizo el elogio fúnebre de los suicidas Laura Marx y su esposo, el santiaguero Pablo Lafargue. Allí vivía Manet desde hace más de treinta años, en la pequeña y agitada calle de la Corderie, junto a su esposa Fátima, actriz. Y allí nos encontramos para ir a almorzar al cercano restaurante italiano Les Vitelloni, frente a Carreau du Temple, como un homenaje al Fellini de Los inútiles (I vitelloni), cuyo cine influyó en los jóvenes cubanos que en los 50 soñaban con la pantalla grande y fueron hasta Roma a estudiar en Cineccittá.
Así, entre el almuerzo, vino y café, entre conversaciones de diversos temas, como si hubiéramos realizado aquel encuentro varias veces, pasó el tiempo y finalmente me despedí esa tarde, rumbo al Museo Picasso, de un hombre que en sus más de nueve décadas es un mito de la cultura cubana: del director de Un día en el solar; del autor de Las monjas, montada por Roger Blin y todo un suceso en el París de finales de los 60. Nos despedimos con un amplio abrazo y Manet, apoyado en su bastón, comenzó a caminar hacia la calle de la Corderie. Esa ha sido una de las más hermosas oportunidades que me ha dado la vida.
Enseñas cine cubano y latinoamericano en la Universidad de las Artes (Isa). Entre tantos títulos, y exprimiendo tus afinidades, ¿cuál es para ti la película cubana más significativa de todos los tiempos, y cuál la latinoamericana?
Creo que el cine de Titón tiene todavía mucho que decirnos. Memorias del subdesarrollo es, en ambos casos, esa película. La volví a ver hace poco y sigo celebrando su inquietante vigencia, todas sus bifurcaciones. Del propio Titón, en segundo lugar, prefiero Los sobrevivientes; recién leí el cuento de Benítez Rojo y me pareció fascinante que ese fuera el punto de partida para una película así con un elenco de primer nivel.
Sostienes desde hace varios años una relación con la manzanillera Vanessa Pernía. Ella leerá seguramente esta entrevista, ¿quieres decirle algo por aquí?
Lo que escribo, lo que hago, lo que soy… depende, en gran medida, de ella. Y lo que seré dentro de un tiempo también (desde el comienzo de los tiempos hasta el último día del mundo, diría José Emilio Pacheco). Vamos camino a los diez años juntos, que no es un récord, pero no está mal… Y en esos diez años hemos crecido juntos y aprendido a salvar nuestro espacio, nuestro mundo; más allá de las paredes, por mucho tiempo menguantes, que resguardan la vida de las adversidades. yo y mis resortes / dependemos de ti es el último verso de mi libro por Ediciones La Luz. Y es la pura verdad. Soy feliz de la mejor manera que podría serlo, amando y siendo amado.
¿Cómo, dónde, te ves a la vuelta de cinco años?
Esa sería la respuesta del millón, cuando la vuelta de los días se hace confusa. Pero soy un hombre optimista. Sé que estaré escribiendo, no sé si periodismo o literatura, pero escribiendo, aquí o en algún otro lugar, junto a Vanessa. Y tratando de ser feliz, qué mejor aspiración que esa.
Confíanos los cinco poemas tuyos que crees que mejor te expresan. Algo así como el “Erian Peña esencial”.
De Palabras de canje (Ediciones Vigía, 2023)
III
Uno escribe un poema y no sucede nada. Un poema no da dinero, piensas. Puede darte otras cosas a cambio, incluso puede formar parte de un libro después que armes un cuerpo moldeable, pero un poema solo no da dinero. No compone verano. El poema, como otro cuerpo más, se descompone. No es materia cambiable en un mercado: por un poema no te darán un pan, un pedazo de carne, especias, algunas verduras frescas… Un artículo en cambio, si cumple con las condiciones de un medio solvente o foráneo, puede darte de comer varios días. Uno escribe un poema y no sucede nada, piensas y sigues, sigues tecleando.
VI
A mi novia le piden un ensayo sobre el hombre nuevo. Un texto creativo, que utilice citas, subraye su vigencia cincuenta años después… Dentro-fuera (del juego). Lee. Toma notas. Escribe. Fuera-dentro (del círculo). Mi novia, reducto de utopías, que a sus 22 años quiere conocer Praga, o las calles de Holanda donde una vez puso su ojo luminoso Rembrandt. Mi novia debe escribir sobre el hombre nuevo para una asignatura universitaria que poco después olvidará frente a la página en blanco y los marasmos de la cotidianidad y las agendas. Quiere saber qué opino del asunto. Miro hacia la calle. Donde caminan arrastrando la incertidumbre. Reconstruyéndose. Como figuras armables. Piezas de un puzle. Bajo el óxido del día. Mirémonos al espejo, le digo. Noto entonces que aquí no tenemos espejos. Solo paredes y silencio. Ausencia. Y da miedo imaginar su cuerpo junto al mío.
X
Parto en dos una guanábana madura. Fruta que no saboreo hace mucho y que ningún mercado citadino oferta, porque crece silvestre en el monte, entre la maleza y en zonas donde hay relativa humedad. Los más viejos advertían no comerla si antes habías probado alguna otra fruta. Yo terminaba mezclándolas a propósito. Oh, Zequeira: la pulpa blanca chorrea, esparce su frío aroma, como cuando su sencillez colgante escondía mi concepto de la felicidad.
XI
Llegan los bárbaros, como en aquel poema de Kavafis. Pondrán todo en su sitio, ese que creen ellos les corresponde a las cosas que tú quieres. Los oiremos reírse, jactándose de regresar victoriosos de los lugares a los que has soñado partir un día, pero a los que solo los bárbaros tienen acceso. Vendrán exigiéndote cuentas, billetes, objetos, palabras… Llegarán haciéndote notar que ellos fueron la solución después de todo.
XIII
No basta ahora con escribir un poema, me dicen. El poema en sí no vale mucho. Lo importante es saber leerlo. Esforzarte en su lectura. Que cada articulación —cada énfasis sostenido, cada modulación— arranque un aplauso o un chiflido en el público. Con un poco de entrenamiento —y algo de teatralidad— podrás participar en una “pelea de gallos”. El poema como espuela. Cada palabra como un amago, un afilado corte en el cuerpo del otro poema. Así se logra el performance, me dicen. Así —como en los viejos tiempos: pulgar abajo, pulgar arriba— ganará el que obtenga el entusiasmo de los presentes. El poema como espectáculo, piensas y aceptas. Solo así, recuérdalo, poeta, podrás llevarte el billete al bolsillo. La poesía dando de comer —no se asombren— una vez más.